Homofobia y homoerotismo: logros y desafíos
“Enlutado inquisidor que no nos deja tranquilos
quiere tejer hilo a hilo mentiras donde hay amor
se sueña perseguidor de dos hombres perseguidos
su navaja es odio fino, nuestra piel todo lo aguanta”.
–Manuel Ramos Otero, Invitación al polvo (1991)
Un ejemplo destacado es la popularidad que por toda España y América Latina adquirió la canción de José María Cano, en la voz de Ana Torroja, “Mujer contra mujer”:
“Nada tienen de especial
dos mujeres que se dan la mano
el matiz viene después
cuando lo hacen por debajo
del mantel.
Luego a solas
sin nada que perder
tras las manos va el
resto de la piel…”
En Cuba, donde se intentó imponer un estilo de virilidad que exacerbó la homofobia tradicional, la juventud canta con entusiasmo la provocadora letra de “El pecado original” de Pablo Milanés, uno de los principales compositores y cantantes de la nueva trova nacionalista y revolucionaria:
“Dos almas
dos cuerpos
dos hombres que se aman
van a ser expulsados del paraíso
que les tocó vivir…
Ninguno de los dos es un censor de
sus propios anhelos mutilados…
y sienten que pueden en cada mañana
ver su árbol, su parque, su sol…
Que pueden desgarrarse sus entrañas
en la más dulce intimidad con el amor…
No somos Dios
no nos equivoquemos otra vez”.
Por su parte, la juventud brasileña no tiene muchos reparos con una de las canciones del gran compositor Chico Buarque, “Dos enamoradas”, que en su versión castellana reza:
“Se amaron con amor urgente,
con besos salados color marejada.
Dos olas que chocan sin decirse nada,
dos enamoradas
frente al mismo mar.
Se amaron contra la corriente
desnudando espaldas,
levantando faldas…
Y fueron amantes más que camaradas:
dos enamoradas,
dos locas de atar.
Probaron un amor prohibido…
y fueron dejando marcadas
sus suaves pisadas entre escalofríos,
en mares y ríos y en las caracolas,
sus caricias solas,
sus ansias de amar”.
A nivel literario continental se detecta con claridad el cambio en la actitud hacia la homosexualidad si comparamos, por ejemplo, La tregua, de Mario Benedetti, publicada en 1960, donde Jaime, un joven homosexual, es tratado por su padre, su familia y aparentemente por el mismo autor, como un degenerado, un pervertido que “se ha echado a perder”, con el relato de Senel Paz, El lobo, el bosque y el hombre nuevo, impreso en 1991, que pinta con mucha simpatía a Diego, el melancólico homosexual cubano. Solidaridad similar destila la escritora jamaiquina Michelle Cliff, pareja de la poeta estadounidense Adrienne Rich, hacia Harry/Harriet, un personaje clave, transexual y travesti, en su novela, No Telephone to Heaven (1996). Igualmente el escritor chileno Pedro Lemebel, en su novela Tengo miedo torero (2001), enfoca una posible convergencia entre la subversión contra la tiranía de Augusto Pinochet y la apertura hacia el amor no heterosexual que nos hace recordar el clásico de Manuel Puig, El beso de la mujer araña (1976) y las fascinantes relaciones entre Valentín Arregui y Molina.
El escritor español Álvaro Pombo ganó, en 2001, el primer premio de novela de la Fundación José Manuel Lara por su texto El cielo raso, obra marcada por la convergencia entre el homosexualismo y el cristianismo de su autor. Su personaje principal, Gabriel Arintero, logra tras un largo y tortuoso peregrinaje espiritual por Madrid, Londres, San Salvador y, de nuevo, Madrid, integrar su homoerotismo, piedad cristiana, solidaridad con los pobres y marginados, y la teología de liberación, marcada por los escritos de Ignacio Ellacuría y Jon Sobrino. El relato describe de manera muy delicada, por un lado, los agudos conflictos entre el deseo y la conciencia de culpa y, por el otro, el vínculo entre la transgresión de la moralidad tradicional y la pasión evangélica por los menesterosos y oprimidos. Refleja un cambio decisivo y dramático en la influyente cultura literaria ibérica: de la exclusión a la inclusión.
Si el poeta maldito por excelencia de las letras puertorriqueñas, Manuel Ramos Otero, tuvo que sufrir el ostracismo y el desdén por sus retos literarios a la homofobia cultural, rebeldemente expresados en su Invitación al polvo (1991), hoy Luis Negrón es continuamente aclamado por sus escritos gais. Su libro de cuentos Mundo cruel (2013), reeditado en varios países iberoamericanos y traducido al inglés y al esloveno, ha sido elogiado por los principales medios culturales del país, los mismos que antes marginaron a Ramos Otero. Igual reconocimiento reciben los poemas homoeróticos de Lilliana Ramos Collado, incluidos en reróticas (1998), o los múltiples y provocadores textos lesboeróticos de Yolanda Arroyo Pizarro. Ya los literatos boricuas no tienen que ocultar su menospreciada identidad sexual en un humillante y perpetuo armario, como fue el triste destino de uno de los pilares de nuestras letras nacionales, René Marqués.
En el mundo hispano/latino estadounidense, incluidos diversos sectores religiosos y teológicos, se admiran y respetan los escritos de Gloria Anzaldúa, uno de cuyos versos más citados dice,
“Compañera,
¿Volverán esas tardes sordas cuando nos amábamos?…
¿Cuándo ilesa carne buscaba carne y dientes labios
en los laberintos de tus bocas?
Esas tardes, islas no descubiertas…
Mis dedos lentos andaban las lomas de tus pechos,
Recorriendo la llanura de tu espalda
Tus moras hinchándose en mi boca
La cueva mojada y racima.
Tu corazón en mi lengua hasta en mis sueños
Tus pestañas barriendo mi cara
Dormitando, oliendo tu piel de amapola
Dos extranjeras al borde del abismo…
¿Volverán,
Compañera, esas tardes cuando nos amábamos?”
Este es el tipo de cambio en el ambiente cultural, sutil pero decisivo, que con frecuencia provoca ansiedad y hostilidad en personas y grupos aferrados a rígidas concepciones dogmáticas sobre la naturaleza humana y lo que es legítimo permitir, moral y legalmente, a una sociedad. La hostilidad tiende a ser más beligerante y estridente si esas concepciones se ligan a doctrinas dogmáticas sobre lo sagrado. Con excesiva frecuencia ideas excelsas de lo sagrado se contaminan por una dimensión sombría y siniestra: la condena de relaciones de amor consideradas sacrílegas, pecaminosas y anatemas. Afortunadamente, estamos en un contexto de mayor aceptación y reconocimiento de la pluralidad en estilos de pensamiento y vida. Ya la salida de los asfixiantes límites del armario de, para mencionar un caso prominente, Ricky Martin, no conduce, a pesar del resabio de algunos religiosos fundamentalistas, al ostracismo social ni mucho menos conlleva las graves penalidades de otras épocas.
Los integristas religiosos, a pesar de sus piadosas jeremiadas, han mostrado poca solidaridad y compasión con los seres humanos que sufren persistente oprobio y humillación por su orientación sexual. Es digna de leerse la novela del puertorriqueño Ángel Lozada La patografía (1998), una emotiva reflexión literaria sobre los estigmas y sufrimientos que padecen los homosexuales a causa de la homofobia eclesiástica. Manifiesta dramáticamente la ofensiva manera en que algunas comunidades religiosas tratan a gais y lesbianas como “pervertidos” que, alegan esos grupos fundamentalistas, repudian la voluntad divina. Expresa, sobre todo, algo significativo y crucial: el sufrimiento agudo y profundo que las actitudes de intolerancia y discrimen de algunas iglesias y agrupaciones religiosas infligen a las personas de orientaciones sexuales diversas. Escudados en su idolatría de la letra sagrada, transforman el evangelio de la gracia divina en régimen de represión y exclusión, sin tomar en cuenta su grave responsabilidad en el hondo dolor que causan.
Son evidentes, sin embargo, las señales de un cambio radical: de la exclusión y el desdén a la inclusión y el reconocimiento. Así como poco a poco los integristas religiosos y su arcaica idolatría de la letra sagrada van perdiendo su batalla contra el reclamo vigoroso de las mujeres al disfrute pleno de su autonomía, al reconocimiento absoluto de su dignidad humana y al respeto jurídico de sus derechos reproductivos, también se inicia, incluso al interior de muchas iglesias, el ocaso definitivo de la homofobia.
El debate/diálogo en el interior de las comunidades religiosas y la sociedad puertorriqueña general debe conducirse en un contexto de respeto recíproco por parte de las distintas perspectivas éticas, teológicas y filosóficas. Ese ambiente no puede lograrse plenamente mientras se anatemice una de esas perspectivas sobre lo que es recto y justo permitir en la sociedad y en las iglesias. De ello se han dado cuenta algunas iglesias en Norte América, América Latina y Europa, las cuales, sin necesariamente aprobar la orientación o la conducta homoerótica, insisten en que las leyes de un país no deben usarse para criminalizar y discriminar sectores minoritarios. Otras ya han adoptado posturas de mayor inclusión, aprobando la ordenación a su ministerio o sacerdocio de personas de diversas orientaciones sexuales y diseñando celebraciones litúrgicas para sus matrimonios. Poco a poco, en el ámbito cultural, jurídico, social y eclesiástico se imponen la equidad y la solidaridad, dejando atrás siglos de exclusión, intolerancia y persecución.
Muchas iglesias cristianas se enfrascan hoy en un proceso complejo de reflexión y evaluación sobre la homosexualidad, como antes lo hicieron respecto a la abolición de la esclavitud y la igualdad de derechos de las mujeres. Es un sendero que seguramente conducirá, como ocurrió en esas instancias anteriores, a la reinterpretación de los textos sagrados, a la creación de un orden social más igualitario y democrático y a la eliminación de leyes obsoletas y discriminatorias. El discrimen que padece la comunidad LGBTTQ ha motivado debates intensos al interior de muchas iglesias, con sectores crecientes que pugnan por liberar su devoción piadosa del lastre de la homofobia. Es un proceso de emancipación que como otros similares en el pasado progresa lenta y pausadamente pero que esperamos concluya en un ambiente jurídico y social de reconocimiento y apreciación de la equidad en las diversidades que enriquecen la humanidad.
En la teología y los estudios religiosos surgen voces elocuentes y libres del lastre discriminatorio de la homofobia, las cuales analizan con rigor intelectual y de manera novedosa las diversas posibles configuraciones legítimas del amor, la sexualidad y la familia. Son ya múltiples los estudios críticos de las escrituras sagradas y las tradiciones hermenéuticas que cuestionan con escrupulosa rigurosidad académica las traducciones e interpretaciones de textos bíblicos que se han utilizado para mancillar la devoción religiosa con intolerantes prejuicios homofóbicos. Marcella Althaus-Reid, teóloga argentina protestante, promovió intensamente este diálogo con su libro Queer God (2003), un heterodoxo intento de liberar a Dios de su enclaustramiento y aprisionamiento en el calabozo de una excluyente sexualidad heteronormativa.
David P. Gushee, uno de los más prominentes teólogos éticos de los sectores cristianos conservadores norteamericanos (los llamados “Evangelicals”), publicó recientemente un libro titulado “Changing Our Mind” (2015) en el cual demuestra que incluso en esos sectores religiosos, tildados de “fundamentalistas”, surge un cambio radical de actitud: de la condena a la tolerancia, de la tolerancia a la aceptación, de la aceptación a la inclusión. Entiende Gushee que ese proceso culminará, tarde o temprano, en la superación de los prejuicios homofóbicos que caracterizan a muchas de esas comunidades religiosas. Y lanza un reto a sus lectores creyentes: ¿Van a predicar un Dios de amor o de condena? ¿Van a facilitar la apertura de nuevos horizontes de gracia y solidaridad? ¿O serán criticados por nuestros nietos así como nosotros juzgamos a nuestros antecesores que usaron la religión para legitimar el sojuzgamiento de los pueblos autóctonos, la esclavitud de los africanos o la sumisión patriarcal de las mujeres?
La discusión actual en Puerto Rico sobre equidad de género involucra dos asuntos distintos pero íntimamente vinculados. El primero tiene que ver con el pleno respeto a los derechos humanos de la mujer. Lograrlo exige desligarse de una longeva tradición cultural de sumisión femenina. El patriarcado androcéntrico es un legado lamentable que debemos superar. El segundo asunto, la homofobia, se refiere al discrimen contra las personas de diversa identidad de género y orientación sexual. Su marginación social es tan censurable como el racismo, la xenofobia o la misoginia. La inequidad y la iniquidad son hermanas gemelas. Son temas discutidos en el libro que el año pasado editamos Samuel Silva Gotay y este servidor bajo el título “El sexo en la iglesia” (2015), con diversos ensayos desde una perspectiva crítica de inclusión y respeto a la equidad.
Aunque todavía queda mucho sendero que recorrer para superar definitivamente la homofobia, ya se percibe el misterio de la escritura en la pared: de la exclusión a la inclusión, de la intolerancia a la celebración de la diversidad. Uno de los signos recientes de ese cambio significativo es la publicación, por el Instituto de Cultura Puertorriqueña, del libro San Juan Gay, de la pluma del joven historiador Javier E. Laureano. Otro indicio fue el desdén generalizado provocado por las desatinadas decisiones del juez federal Juan Pérez Giménez en el caso de Ada Conde Vidal et al v. Alejandro García Padilla et al.
No es asunto únicamente de una perspectiva académica. Requiere la inserción en la larga e inacabable historia de las esperanzas y luchas de liberación de las comunidades marginadas y maltratadas. Se trata de lo que la teología latinoamericana tildó de praxis como matriz inseparable de la teoría. Es algo que hemos aprendido en el surgimiento vigoroso de teologías liberacionistas de múltiple cuño: latinoamericanas, feministas, mujeristas, afroamericanas, indígenas, tercermundistas, gais y queer. Nos topamos aquí con un alegre carnaval de la inteligencia de la fe. O un concierto barroco, como lo llamaría el escritor cubano Alejo Carpentier.
Lo esencial a recordar y recalcar para quienes compartimos las memorias liberadoras de la espiritualidad cristiana es la perspectiva, crucial en las escrituras sagradas judeocristianas, de solidaridad profética y evangélica con los marginados y menospreciados, como bien reza un verso del poeta mártir salvadoreño Roque Dalton,
“Arrodillémonos para llorar a los mártires recónditos
y a los menesterosos hagamos justicia”.