Hoy nadie cumple nada
-¿Sem?- interrogaba al aire Señor Vega.
Me pongo las botas espantando el sueño. Llueve. Salgo al pasillo. Veo a Gorlokovich. Como por arte de magia aparece en su brazo derecho una AK 47 Light. Me ordena a mí y a los tres chiflados, Lamba, Fiol, Mácaran, que bajemos al comedor.
Dos gorilas están allí. Le hablaron en ruso. ¿Y quién carajo es Sem? Era el perro favorito de Señor Vega. Cam y Jaffet eran los hijos de Sem. Los tres estaban agonizando. Envenenados. Yo saqué mi arma también. Mi instinto me lo gritó como si fuera un cantante de una ópera rock: esto parece mafia rusa. Con pasaportes israelíes. Se me perdonará mi prejuicio. Pero todo prejuicio se fundamenta en un cálculo real. Un cálculo es una piedra y sobre una piedra fundo mis instintos.
Aquello parecía obra de la mafia rusa, insistió mi cabeza.
Y no sería nada raro porque Demetrio, por más acento mexicano que haya aprendido, le debía su apellido a una unidad especial del ejército ruso. El viejo rejuvenecido como una momia con movimiento felino, gritó órdenes en su idioma eslavo y tres gorilas llevaron a los distinguidos invitados por un pasillo que estaba escondido detrás de un cuadro de Rothko. Al menos eso parecía. Colores primarios. Expresionismo abstracto pensé, lo cual no quiere decir nada. A mí me daba angustia. Pero no estaba allí para hacer crítica de arte.
Uno de los gorilas me hizo señas y me gritó que los siguiera. Fuck you, le ladré en inglés, pensando que es una lengua más de acuerdo a la sensibilidad del gorila.
Salí a un vestíbulo que emitía una suave luz azul a través de exquisitos vitrales. Las paredes tenían más colores que un arcoiris. Era como estar en una nave de alguna iglesia ortodoxa rusa. Es decir, la Catedral de San Basilio parece una alegre piñata. Pues algo así. Aquella arquitectura no estaba de acuerdo con las ínfulas religiosas de Gorlokovich. Un cisma religioso en su cabeza. Un ortodoxo ruso convertido al judaísmo, pensé mientras intentaba aguzar mi oído. Corrí hacia las escaleras que suponía llevaban al lugar en el que estaba la Krupskaia pues las habitaciones estaban arriba. Un movimiento irracional. Creía percibir su olor. Un acto totalmente surreal, pero no era la primera vez, ni la última, que realizaría un disparate como aquel.
Sonó un disparo y sentí un ardor cabrón en la oreja derecha. Me dejé caer mientras echaba mano de la Ceteris y trataba de determinar si el tiro venía de arriba o de abajo, de la izquierda o de la derecha. Otra detonación respondió a mis dudas. Venía de arriba y quien fuera estaba parapetado en una pared del tercer piso. Pero tenía que salir de aquella esquina para verme, lo cual era una ventaja para mí. Precaria. Pero ventaja al fin.
Pude subir al segundo nivel porque en mi cintura llevaba una granada de ruido. Es del tamaño de un limón pero al estallar es como si se rajara el cielo en dos mitades. Como si de repente sonaran las jodidas trompetas del Apocalipsis a dos centímetros del tímpano. Es lo único que hace, ruido. El hombre debe haberse cagado en los pantalones del susto. O se quedó sordo y no me escuchó correr escaleras arriba.
Tomé posición en un pasillo. Los ángulos y las esquinas siempre son interesantes. Imaginé que estaba en un juego de simulación para sentirme menos tenso. Pensé abrir alguna puerta pero pondría en peligro a quien encontrase. Silencio. Escuché que alguien bajaba las escaleras del tercer piso lentamente. En una mesa de cedro había un candelabro de siete brazos. Menora. Lo tomé con la mano izquierda. Pude sentir que el tirador se acercaba rozando su espalda contra la pared. Lancé aquel pesado candelabro fuera del pasillo en dirección a la escalera.
El celaje y el ruido surtieron efecto. El mafioso disparo tres veces contra el candelabro anunciándome su posición. Me deslicé contra el suelo disparando como un loco. Ciertamente, debí haber puesto cara de loco o quizás el mafioso era judío y dispararle al candelabro era un sacrilegio abominable. Era como haber tirado al mismo arbusto en llamas que vio Moisés en el Monte Sinaí. El asunto es que corrió de nuevo, huyendo hacia las escaleras del tercer piso y disparé en su dirección levantando el yeso de las paredes.
Él tiraba hacia atrás subiendo los escalones de tres en tres. Por alguna razón pensé que tenía rostro de menchevique. No sé. Entonces escuché la voz de mi profesora de literatura medieval. La Krupskaia estaba en el tercer piso. Justo hacia donde se dirigía el atacante que disparaba cada dos segundos. Corrí hacia las escaleras y lo vi recostado de la barandilla en posición de tiro. Por un segundo miró hacia el lado. Apreté el gatillo sin pensar. O imaginando que estaba en el Palacio de Invierno un día de octubre del lejano 1917. Cinco o seis disparos. Él dejó caer el arma que me pasó por el lado rodando escaleras abajo y soltando un tiro justo al llegar al segundo piso. La bala, otra vez, pasó rozando mi oreja derecha. Subí lo más rápido que pude. El tipo estaba allí con los ojos abiertos pero lo más muerto que uno puede estar en aquellas circunstancias. Alguna de las balas rebotó en algún rellano o en la pared y se le alojó en la cabeza.
A pocos metros, en el suelo, la espalda recostada contra la pared, estaba Krupskaia. Tenía un paquete de Kevlar en su mano. Algo envuelto en una tela resistente al calor, a proyectiles de bajo calibre y a la mayoría de los hongos, tiene que ser importante. Me lo entregó con el último esfuerzo de su cuerpo.
– No lo pierdas. Tiene un valor incalculable.
– Necesitas ayuda. ¡Un médico! ¡Krupskaia está herida!
– Escúchame. Guarda este libro. No lo comentes a nadie. No se lo entregues a nadie. Nunca. Promételo.
– Lo prometo. Ahora trata de respirar controladamente. ¡Ayuda!
Le recité poco a poco un poema de Pierre Vidal. Ella cerró los ojos y acercó su rostro al mío.
-Farai chansoneta nueva,
ans que vent ni gel ni plueva…me susurró al oído.
Busqué la herida. Quería detener la sangre como fuera. El muslo. Por una mala leche del destino un proyectil había cercenado la arteria del muslo. La sangre fluía como un torrente. Ella no volvió a abrir los ojos. Dejó de respirar. ¿La había matado el mafioso? ¿Habría sido yo? El dolor fue tan grande que me volví hacia el cadáver del tipo recostado en la barandilla y le vacié la Ceteris en la cabeza.
Juré entonces
haré cancioncilla nueva, antes de que llueva, hiele o sople el viento:
mi señora me pone a prueba y tienta para saber de qué guisa es mi amor.
Pero, por pleitos que me ponga, no me desataré de sus lazos.
El asunto es así. Las señoras Muerte y Vida juegan con nosotros los trovadores, a ver con quién nos quedamos. Al final, siempre gana la Muerte, pero uno juega de todos modos. Yo, por mi parte, era la primera vez que mataba. Prometí guardar el libro. Juré no volver a disparar un arma. No sé si pueda cumplir esa promesa.
Qué diablos, hoy nadie cumple nada.
Nota: Este texto es una primicia de un fragmento de la novela inédita sci-fi del autor titulada Del otro lado del muro hay carne fresca, que será publicada durante el mes de septiembre de 2014.