I dare say, una nota sobre Augur 2.0 de Karen Langevin
En el material publicitario leemos que Augur era un personaje de la Antigua Roma encargado de hacer presagios basándose en el vuelo de los pájaros. No lo sabía, pero me encontré en un estado similar de sortilegio mirando a Langevin retroceder en el espacio casi al final del evento. Se fue aérea, envuelta en nuestro agradecimiento. El sonido de Joel Rodríguez y los visuales de vídeo de Arnaldo Bagué habían conjurado con ella para descifrar el porvenir de varios espectadores y brindarles respuestas a sus importantes preguntas.
Dice el comunicado de prensa que Augur es una reflexión sobre “el tiempo, la presencia y el presagio”. Yo entendí que se trataba del lenguaje. El movimiento de Langevin, la iluminación del espacio a cargo de Juan Fernando Morales, y los lenguajes escénicos que mencioné arriba jugaron entre sí y con el espacio hasta encontrar un libreto multi-formas que en ese vaivén cilíndrico del Polvorín avanzaba y retrocedía transformando el punto focal, las tonalidades y temperaturas, las relaciones entre los artistas y entre ellos y nosotros, y nuestra capacidad para escuchar. ¡Qué difícil es que el lenguaje hablado, «el común, el de todos los días”, forme parte de ese juego de signos y significaciones en el espacio escénico junto a todos los demás! Que no irrumpa con mayor autoridad. Que no frene la creación imaginativa que cada uno de nosotros está hilvanando con su propio hilo como testigos y coautores de la pieza.
De inicio, el discurso filosófico de Augur 2.0 entorpeció ese proceso para esta espectadora. En el momento en que empezaba a sentir que los enunciados amenazaban con borrar el mundo que la pieza estaba creando, yo con ella, deseé que el decir dejara de ser coherente. En ese mismo instante, Langevin comenzó a hablar de atrás pa’lante, en una jeringonza fonética, antesala de los presagios por venir. ¿Conjuro de estos?
En Augur 2.0 tuvimos la dicha de quedar envueltos en un tejido sensorial tan rico y diverso que lo mismo recuerdo una nube de pájaros negros (que escuché), que una montaña plácida pero sicodélica al amanecer (que vi en el techo), que la definición del límite del delicado piso de madera por el cuerpo de la bailarina. Las palabras dijeron, el sonido creó, las imágenes bailaron, el baile dibujó materias geológicas diversas y en transformación dentro de los contornos del cuerpo femenino. Esa confluencia de lenguajes, me parece, resulta de la confianza y familiaridad entre los colaboradores y sus elementos. Familiaridad y confianza que son prerrequisitos del riesgo, el juego, el hallazgo. Y así fue que fuimos testigos del oráculo de la colaboración artística. Porque llamados a la improvisación, todos los presentes comulgamos en la confianza de ese conjuro terrenal, en el devenir de un presente hecho por todos.