Injusticia estructural: cuan responsables somos
Socrates thought that, for the agent himself, doing wrong is more harmful than suffering wrong. Well, so long as it is merely a matter of “wrong” done or suffered, thus a matter essentially existing in the perception of the parties, the proposition may stand… But the objectified wrong creates a new, external causality, and we are inquiring about its moral harm to the suffering side. And we ask the question not, as Socrates did, for the single actions committed and suffered here and there, but for the constant effects on the victims of the system of justice. And there the main point is that, in a system of ruthless exploitation, those objective effects mean abject poverty with all the degradation, external and internal, which this entails.
–Hans Jonas, The Imperative Responsability (1985) p. 1711
Parecería contradictorio notar y no reaccionar activamente a cómo nuestras calles se atestan de personas enfermas y drogodependientes, de personas sin techo; a cómo nuestros sectores trabajadores cada vez merman su poder adquisitivo; a cómo comunidades marginadas o en riesgo de exclusión social sufren desplazamientos y expropiaciones tantas veces irrazonables e innecesarias; a cómo para personas de sectores empobrecidos se les proveen cada vez menos oportunidades y herramientas para llegar a una escolaridad y preparación profesional análoga a quienes pertenecen a los sectores económicamente más privilegiados; a cómo para una persona diagnosticada con cáncer la posibilidad de salvar su vida depende de donaciones voluntarias luego de hacer campañas en los medios de comunicación casi implorando la ayuda solidaria; a cómo para una madre estudiante con hijos se le hace notablemente más difícil cumplir con sus estudios, entrar en el mercado laboral y obtener una remuneración equivalente a la del varón en dicho mercado. Si bien nuestros espacios de convivencia se han diseñado torpemente para que los sectores de mayor poder adquisitivo no tengan ni que toparse con este tipo de precariedad social que arropa la mayoría de la población, en una sociedad cada vez más interconectada tecnológicamente es casi inevitable no percatarnos de la sociedad tan estructuralmente injusta en la habitamos.
Ante este escenario, el discurso neoliberal ha sido lo suficientemente sagaz como para propiciar actitudes no solo de ensimismamiento y segregación, sino de transferencia de responsabilidades por estas realidades a prácticamente quienes sufren las mismas. Un ejemplo común de ello es quien esgrime que la madre estudiante cabeza de familia es la única responsable de haberse embarazado y por ende haber propiciado más obstáculos a su desarrollo profesional. Bajo el falaz esquema valorativo de ganadores y perdedores que promulga ideológicamente nuestro capitalismo tardío, esa persona, al haber quedado embarazada antes de haber obtenido una certificación profesional, tiende a ser más perdedora que ganadora. La responsabilidad radica en las decisiones tomadas por el individuo autónomo, en más nadie. Argumento clave ya no solo para el libertarismo, sino para el neoliberalismo.
Por otro lado, ideológicamente también prevalece la idea de diluir la responsabilidad por la injusticia estructural tanto como para que nadie en los sectores dirigentes y privilegiados de una sociedad se sienta directamente vinculado, es decir, responsable. Ya la responsabilidad del drogodependiente no solo es de la persona que supuestamente decidió dirigir de esa manera su vida, sino de un Estado o colectivo al que yo como persona no puedo o deseo acceder mediante algún tipo de influencia. Dicho de otra manera, no me siento políticamente responsable por un sistema que alimenta el narcotráfico mediante prohibiciones a sustancias narcóticas que sirven de valiosa mercancía en un esquema global extremadamente desregulado y lucrativo. No me visualizo como corresponsable de un discurso en contra del narcotráfico que ha resultado hipócritamente fútil e inefectivo al máximo. Tampoco me siento corresponsable de un sistema que penaliza drásticamente a quien por drogodependencia lo procesan penalmente por posesión de la sustancia necesitada.
Ambos acercamientos ético-políticos no solo muestran la despolitización y privatización de la vida, fenómeno contemporáneo que Wendy Brown ha denominado como la transformación del homo politicus al homo economicus en un mercado neoliberal que cada vez más impregna de su lógica epistémica a todos los confines de la vida tanto individual como colectiva, sino un argumento materialmente falaz. Para mostrar su invalidez lógica, es necesario primero discutir y delimitar lo que se denomina como injusticia estructural. Es a partir de la constatación de la existencia de esa injusticia que la persona se debe posicionar éticamente.
A raíz de un trabajo posterior a la temprana muerte de Iris Marion Young, la injusticia estructural se caracteriza por aquellos procesos sociales que posicionan a numerosos grupos de personas ante una amenaza sistémica de dominación o privación de medios para desarrollar y ejercer sus capacidades, a la vez que facultan a otros sectores a dominar o tener una gama más amplia de oportunidades para desarrollar y ejercer las suyas.2 Es un fenómeno éticamente cuestionable diferente a la acción éticamente reprochable realizada por un agente autónomo o por el poder represor del Estado. La injusticia estructural surge como consecuencia de múltiples acciones individuales e institucionales que persiguen sus objetivos e intereses particulares, mas dichas acciones se realizan dentro de los parámetros de las normas aceptadas socialmente. Esta peculiaridad suele distinguir interesantemente la injusticia estructural de otro tipo de fenómeno de injusticia social o privada, pues se desarrolla y perpetúa mediante el respeto y utilización de las normas aceptadas tanto legales como sociales. En parte a base de ese respeto –y de la aceptación o tolerancia social al mismo- es que se hace menos visible el fenómeno como problemática subyacente en nuestras relaciones intersubjetivas.
No obstante, lo cierto es que la constatación fáctica del fenómeno de injusticia estructural necesariamente conlleva a notar sus efectos sociales. Si hablamos de injusticia nos referimos a una situación alejada del marco ético ideal. Si entendemos injusticia estructural como la trabajó Young, nos situamos en un escenario en el cual las causas para que surja determinada injusticia social son tan múltiples como agentes (tanto individuales como colectivos) hayan influido directa e indirectamente en la creación del fenómeno. Lo que ello significa, en parte, es que ya no basta con culpar al Estado de x o y injusticia social que percibamos como miembros de un colectivo político, ni tampoco que toda injusticia provenga exclusivamente de los sectores dirigentes y hegemónicos de una sociedad. La injusticia estructural se cobija gradualmente con nuestras acciones y omisiones, ya que estas tienen el efecto natural de incidir y afectar intersubjetivamente a los demás miembros de la sociedad. Reconocernos como agentes autónomos (o con cierta autonomía) implica que nuestras decisiones –dependiente de nuestra posición en la sociedad- tendrán influencia en la vida, intereses y derechos de otros miembros del colectivo al que pertenecemos (y más allá de las fronteras estatales).
Perseguir ser un profesional exitoso según nuestro canon de éxito social podría implicar afectar negativamente los intereses de otras personas que se verán afectadas por mis actos de forma directa o indirecta. El abogado o la abogada cuyo objetivo principal es la generación y acumulación de ingresos no tendrán reparos en representar y utilizar todas las normas disponibles para defender un proceso de expropiación de cierta comunidad empobrecida para que se pueda construir un complejo de vivienda de alto coste en la zona. Muchos y muchas podrían decir, desde la propia academia, que la acción de ese abogado o abogada es la necesaria y quizá la más óptima, pues con ello no solo conseguiría su objetivo de una remuneración abultada de capital, sino también prestigio como letrado vencedor en un proceso que suele ser extremadamente desigual. Esa acción –sin entrar en ninguna imputación de culpa, como veremos posteriormente- tiene un efecto causal en los intereses y en la vida colectiva misma de la comunidad expropiada. No es la única acción que influye en la creación de una injusticia estructural como lo es la desarticulación y desplazamiento de comunidades de escasos recursos, pero sí es una causa necesaria para que ocurra ese proceso.
¿Es corresponsable este profesional de crear o posibilitar un fenómeno de injusticia estructural como el mencionado? Es necesario concluir en la afirmativa, pues si eliminamos su acción del nexo causal que creó el desplazamiento de esa comunidad, el resultado no hubiese podido haber ocurrido de esa manera. Pero es una pieza dentro de un mosaico de acciones que, tanto indirecta como directamente, propician el surgimiento de injusticias estructurales necesarias para el sostenimiento del sistema económico en el que nos desenvolvemos. Otras causas son protagonizadas, por dar pocos ejemplos, por aquellos legisladores o legisladoras que aprobaron el conjunto de normas que posibilitan este desplazamiento; aquellos jueces y juezas que refrendan ese esquema normativo bajo principios jurídicos que permiten la constitucionalidad del mismo; aquellos alcaldes o alcaldesas que privilegiaron la construcción de un complejo de vivienda para un sector económicamente privilegiado en vez de invertir en la mejor calidad de vida de la comunidad desplazada; aquellos inversionistas que cabildearon intensamente por el desplazamiento; aquellas firmas de arquitectura e ingeniería que contribuyeron al proyecto vencedor, etc. etc. Es una secuencia gradual de acciones –todas ellas, presuponemos, estrictamente legales y refrendadas por normas sociales aceptadas- que generan un fenómeno de injusticia estructural del que suele decirse que nadie es responsable directo, o del que se responsabiliza a la propia comunidad por la situación de precariedad de la misma, o del que suele responsabilizarse exclusivamente al Estado en la generación de esta.
¿Y cuál es uno de los efectos principales de la generación y perpetuación de la injusticia estructural en nuestras sociedades? Básicamente la imposición de condiciones que posicionan determinado individuo en un lugar frente a otro u otra. Según Bourdieu, la estructura social se constituye como un ámbito en el que las posiciones se definen en relación de una persona frente a otra; la posición de una persona en el espacio social determina si esta se encuentra cerca o distante, es decir, si es capaz de identificarse con otra o expresar un sentimiento de extrañeza ante esta. Esto pretende privilegiar sociológicamente la posición de una persona respecto a otra y no priorizar en el análisis las preferencias individuales, las aptitudes o atributos. Analizar exclusivamente estas últimas tendría el efecto de obviar el significado y consecuencias de esos aspectos individuales. Por el contrario, examinar la relación sistémica en la que esas preferencias y aptitudes se desenvuelven socialmente arroja luz sobre qué significan estas –y sus consecuencias- en el ámbito social. Un análisis en el que, salvando las distancias, el marxismo ha sido pieza clave.
Es esa estructura social interconectada entre individuos autónomos condicionados por sus diversos posicionamientos sociales la que sirve de base para construir teorías en las que el sujeto de justicia no sea un grupo determinado de personas, sino la estructura social misma. Esta idea, ya arraigada en nuestra contemporaneidad en la teoría de la justicia de Rawls o en la obra de Habermas, es la que sirve de telón de fondo para que Young proponga su modelo de responsabilidad de conexión social con el fin de atribuir una corresponsabilidad política compartida en la erradicación de la injusticia estructural. Antes de ello, diserta sobre por qué debe utilizarse el término responsabilidad y no culpa en nuestro lenguaje político al referirnos a la injusticia estructural.
Su análisis parte de una lectura de la rica discusión realizada por Arendt –en importantes ocasiones mediante intercambio epistolar con Karl Jaspers- sobre la diferencia entre culpa y responsabilidad tras la Segunda Guerra Mundial. En efecto, en Collective Responsability Arendt arguyó que el concepto de culpa (o de inocencia) solo aplica a las acciones llevadas a cabo por un individuo, pero pierde sentido si se le aplica a un colectivo o comunidad como culpable de determinado acto reprochable. Esto lo resume en la famosa frase “Where all are guilty, nobody is, unlike responsability, always singled out; it is strictly personal”3. El mismo pensamiento ya lo había expresado Arendt dos décadas antes en su escrito Organized Guilt and Universal Responsability. Se trató del análisis sobre el sentimiento de culpa que generaciones alemanas de la postguerra habían desarrollado y de la propia utilización de Jaspers sobre el término –una versión del mismo- para catalogar la relación entre el colectivo alemán respecto a los crímenes del nacionalsocialismo. Para Arendt, hablar de culpa colectiva era vaciar de sentido el término, lo que podría tener como consecuencia exculpar de cierta manera a quienes por sus actos eran culpables de los crímenes nazis.
De esta forma, el grupo de responsables y culpables de estos crímenes era relativamente pequeño, mientras que el grupo de personas que compartían responsabilidad sobre los crímenes, pero que no eran culpables de estos, era considerablemente mayor. Aquí responsabilidad se conceptualiza como aquella responsabilidad política relativa a cómo están las cosas en el mundo, es decir, a cómo se es consciente y cómo se reacciona ante la realidad fáctica de un colectivo. Esta responsabilidad, conforme a Collective Responsability, surge de la pertenencia a una comunidad política en específico. En el caso del pueblo alemán, si bien la mayoría de alemanes y alemanas no eran culpables por los crímenes nazis –contrario al sentimiento de postguerra que se generó tanto dentro como fuera del país- sí eran responsables políticos del mismo. Según la interpretación plausible de Young, esta responsabilidad colectiva que Arendt entendía surgía de la pertenencia a una nación o colectividad política en escritos anteriores, en Eichman in Jerusalem se demuestra que más bien es una responsabilidad que rebasa fronteras nacionales. La inclusión de otros Estados-naciones y nacionales en la perpetración (o evitación) de los crímenes genocidas ejemplificados en el juicio de Eichman son decisivos para que Young concluya que la elaboración teórica arendtiana sobre responsabilidad política no se ahogaba en los confines de los Estados soberanos.
Bajo el prisma antes planteado, Young entiende que la responsabilidad política no surge en virtud de la pertenencia a un Estado, sino del hecho de que cada persona es un agente moral que no debe ser éticamente indiferente al destino de otros y otras ni a los peligros que tanto los Estados como las instituciones imponen sobre estos y estas. Esta responsabilidad política es inevitable en el mundo contemporáneo, porque como agentes morales participamos individual y colectivamente –y hasta nos beneficiamos- de esas mismas instituciones. A diferencia de la culpa, la responsabilidad política es prospectiva; versa sobre la conciencia de la realidad fáctica y las posibilidades de cambiarla para la configuración de un mundo más justo. La persona tiene la responsabilidad ahora en aquellos eventos actuales que generarán sus consecuencias en el futuro. Esto implica que si percibimos en las instituciones en las que participamos la comisión de injusticias –o hasta crímenes-, tenemos la responsabilidad de denunciarlas con la intención de movilizar a otros y otras para que se opongan y se obre colectivamente para erradicar el objeto de la denuncia.
A partir de esta realidad, Young propone interesantemente evitar el lenguaje de culpa en los debates políticos ya que en muchas ocasiones impide las discusiones que podrían generar acciones colectivas. Su razonamiento es igualmente plausible. Es evidente que muchas de las reacciones políticas, como ya lo han analizado Wendy Brown o Bonnie Honig, se basan en el resentimiento; sentimiento que sirve de acicate al lenguaje de culpa en nuestras relaciones políticas. No obstante, en múltiples ocasiones este lenguaje suele ser contraproducente. En primer lugar, porque este lenguaje suele provocar reacciones a la defensiva; en segundo lugar, porque tiende a concentrarse más en las personas que en las relaciones sociales que deberían modificarse para alcanzar una estructura social más justa. Junto a la demagogia y la acción estratégica en política, es cierto que el lenguaje de culpa suele exponernos a escenarios de discusión extremadamente contraproducentes y, en tantas ocasiones, tremendamente inmaduros.
Concentrarse en nuestras discusiones políticas en las relaciones intersubjetivas que subyacen la estructura social, por el contrario, nos hace más conscientes de la realidad fáctica y propicia la toma de posición ante esta. Dicha concienciación parte del hecho de que las acciones y omisiones del agente moral tiene repercusiones y consecuencias en la concatenación de relaciones sociales que influyen en la vida y en los derechos de otros miembros del colectivo político. No partir de esta premisa, que es constatable de forma objetiva, es continuar con la impunidad social que la ideología hegemónica sanciona como correcta. Está bien –aceptaría dicha ideología- que las instituciones hagan campañas para que las familias de altas concentraciones de capital donen recursos para que niños y niñas con leucemia puedan recibir tratamiento médico y poder salvar sus vidas o vivir dignamente; una acción voluntaria al no sentirme responsable directo por lo que le sucede a ese sector poblacional. Esta dinámica de voluntariado, sin embargo, suele esconder y desvirtuar las discusiones necesarias que podrían concienciar a la ciudadanía sobre injusticias estructurales refrendadas casi como inevitables.
Lo que pretende el asumirse como responsable político es constatar una realidad que es síntoma de una injusticia estructural que va más allá de alguna desgracia personal. Esta concienciación no solo identifica un problema estructural, sino que posibilita la acción colectiva sobre el mismo. En el caso anterior, muchos sectores de la población podrían propiciar las iniciativas de voluntariados para recoger dinero para pacientes de cáncer, pues es la norma social más aceptada ante determinado colectivo. No obstante, también podrían haber personas que identifiquen que el sistema sanitario no debe tratar distintamente a una persona por tener más recursos económicos que otra, lo que repercute en el reconocimiento del derecho a la salud, y actúen colectivamente para denunciarlo e intentar políticamente enmendarlo. Esta última actitud es la que Young entendería como más correcta en clave ético-política, y no se equivoca.
Como ya se anticipó en el principio del escrito, esta propuesta se da en momentos en los que la segregación social y el individualismo patológico suelen adueñarse de nuestras dinámicas intersubjetivas; dinámicas que, querámoslo o no, siguen incidiendo directa e indirectamente en la vida de otras personas que son parte de la estructura social. Puerto Rico no es una excepción a la regla, todo lo contrario. La ideología neoliberal ha sido lo suficientemente astuta como para impedir a toda costa la interacción colectiva en lo referente a las injusticias estructurales que sostienen el statu quo del modelo económico. Solo catarsis sociales por deportes o entretenimiento, mayormente, son potenciadas por nuestras instituciones como normas aceptadas de euforia colectiva. No obstante, desde el diseño privatizador de la (ausencia de) urbe, hasta el condicionamiento comunicativo y doctrinario de los medios de comunicación en masa, lo que se pretende institucionalmente es la aceptación tácita de aquello que resquebraja nuestra estructura social como injusticias evidentemente enmendables. La privatización de la vida y la interacción del individuo, potenciada cada vez más por la segregación entre sectores socio-económicos, ha sido elemental para aceptar lo que en otras circunstancias nos causaría perplejidad.
Es necesario revertir esta dominación de falta de política y de irresponsabilidad colectiva. No sentirnos corresponsables por la alta incidencia criminal, aún cuando sabemos perfectamente que la prohibición de las sustancias controladas y la guerra contra las drogas ha sido un fracaso contraproducente, es abonar a que esas injusticias estructurales que fungen como fuentes criminógenas nunca sean erradicadas. Pretender no sentirnos responsables políticamente de un sistema de educación público sumamente deficiente en muchos renglones es abonar a que amplios sectores sociales sigan posicionándose muy lejos de sectores sociales minoritarios que pudieron recibir una instrucción institucional de mayor efectividad. Asumir que la vida y la salud de las personas tienen un precio cuantificable monetariamente y no sentirnos corresponsables por un sistema así, sin duda, también es contribuir a que la vida y salud de quienes menos poder adquisitivo tienen valga menos que la de cualquiera que pueda pagar un seguro médico privado. No identificarnos con comunidades de escasos recursos que sufren desplazamientos involuntarios para privilegiar proyectos de sectores de elevados recursos económicos es propiciar políticamente que una comunidad de personas no sea reconocida como tal y que sus interacciones colectivas sean menos importantes que las del sector que viene a ocupar su lugar.
Como se ve, son múltiples los ejemplos que se podrían dar, precisamente porque vivimos en una sociedad con graves problemas de injusticia estructural y con una ausencia de política extremadamente preocupante. No bastan los argumentos simplistas para culpar a alguien sobre injusticias que se alimentan de miles interacciones sociales. No es plausible atribuirle toda la responsabilidad de los males que vive nuestra sociedad a nuestra relación colonial con los Estados Unidos; paradigma de quien no quiere o tiene la capacidad de reconocerse como corresponsable de las injusticias estructurales que padecemos. Tampoco es viable atribuirle toda la responsabilidad al Estado y no asumirnos como ciudadanos y ciudadanas políticas. Lo que sí es éticamente más correcto, a partir de la discusión anterior, es asumirnos como sujetos morales que compartimos la responsabilidad política por un sistema con graves insuficiencias estructurales. Solo asumiendo esta postura ciudadana es que podríamos deliberar cómo actuaremos colectivamente para la solución de esas insuficiencias.
Si desde el sistema escolar tuviéramos sesiones curriculares de educación ciudadana, conforme lo plantea Will Kymlicka, donde valores ciudadanos del republicanismo se discutan colectivamente, podríamos empezar a asegurar que próximas generaciones no se vean tan ingenuamente sometidas al régimen de privatización al que nos someten y nos sometemos en nuestro sistema. Es lógico que si lo único que se privilegia y prioriza en la educación escolar (y universitaria, por supuesto) son las disciplinas curriculares básicas, lo que tendremos son adiestramientos técnicos para un futuro miembro del llamado mercado laboral (cada vez más precario). No tendremos, sin embargo, ciudadanos y ciudadanas que se asuman como tales y que tomen posición sobre las injusticias estructurales con las que se topen. A pasos agigantados no tendremos agentes morales conscientes de las consecuencias de sus acciones y omisiones. Conductas que no solo afectan a los seres humanos directamente, sino de forma drástica al medioambiente y a enormes cantidades de especies animales. Esta fue, precisamente, una de las peligrosidades más importantes que Arendt percibió en su extensa reflexión sobre el juicio de Eichman. La falta de capacidad para pensar, especialmente al adjudicar entre lo correcto e incorrecto, es un peligro que no se ahogó en los horrores cometidos el siglo anterior; es una realidad que le sirve a nuestro sistema económico-político para ampararse en la impunidad absoluta ante las consecuencias de sus acciones.
Referencias
- Bonnie Honig, Political Theory and the Displacement of Politics, Ithaca, Cornell University Press, 1993.
- Érika Fontánez Torres, Deshacer el Demos: la muerte del sujeto político-jurídico en el reino del sujeto económico, en: http://www.80grados.net/
deshacer-el-demos-la-muerte- del-sujeto-politico-juridico- en-el-reino-del-sujeto- economico/. - Hannah Arendt, “Organized Guilt and Universal Responsability”, en Essays in Understanding, U.S.A., Schocken Books, 1994, pp. 121-132.
- Hannah Arendt, “Collective Responsability”, en Amor Mundi: Explorations in the Faith and Thought of Hannah Arendt, Boston, M. Nijhoff, 1987, pp. 43-50.
- Hannah Arendt, Eichman in Jerusalem: A Report on the Banality of Evil, N.Y., Viking Press, 1963.
- Iris Marion Young, Responsability for Justice, U.S.A., Oxford University Press, 2013.
- Iris Marion Young, Inclusion and Democracy, U.K., Oxford University Press, 2000.
- Pierre Bourdieu, The Logic of Practice, Standford, Standford University Press, 1990.
- Pierre Bourdieu, The Social Structures of the Economy, Cambridge, Polity Press, 2005.
- Wendy Brown, Undoing Demos: Neoliberalism’s Stealth Revolution, U.S.A., MIT Press, 2015.
- Wendy Brown, States of Injury: Power and Freedom in Late Modernity, Princeton, Princeton University Press, 1995.
- Will Kymlicka, Politics in the Vernacular, U.K., Oxford University Press, 2001.
- Cita directa con la que comienza el siguiente artículo de la autora que estaremos trabajando mayormente en este escrito: I. M. Young, “Responsibility and Global Labor Justice”, The Journal of Political Philosophy 12, No. 4, pp. 365-388, 2004. [↩]
- Iris M. Young, Responsibility for Justice, NY, Oxford University Press, 2013, p. 52. [↩]
- H. Arendt, Collective Responsibility, infra, p. 43. [↩]