Islas Encantadas
Los pájaros son tan numerosos como en la película de Hitchcock, pero no tan amenazantes. Mi favorito es uno blanco, con un largo rabo formado por una sola pluma. Se le conoce como Faetón, que en la mitología era hijo de Apolo, dios del sol, y madre mortal. Faetón ambicionó volar como su padre y robó su carruaje, pero lo condujo con tal torpeza que causó grandes estragos, antes que los dioses lo estrellaran. El pájaro Faetón también vuela con torpeza. Anida en los farallones de la isla Genovesa, donde aterriza directamente en su cueva de piedra, como una nave espacial de película de Lucas. Es frecuente que falle la compleja maniobra, y a último momento gire y vuelva a revoletear en arriesgada y torpe pirueta sobre la pared de lava.
Los cuerpos de muchos pájaros cambian según el ciclo de apareamiento. A unos pájaros negros, parecidos a nuestras tijeretas, les sale un buche rojo, enorme y hermoso; a los pelícanos pardos el celo les pinta el pico de colores. Vimos un pájaro coleccionar pequeñas ramas y piedras para ofrecerlas como regalo en la ceremonia del cortejo: a otros, peleando en las ramas bajas por una belleza emplumada que, como Julieta, esperaba a su victorioso pretendiente en su manglar balcón de enamorada.
Una tarde caminamos en busca de un exiguo búho. Es el ave que representa a la diosa Minerva que, por ser sabia, no se pasea ni de noche ni de día, sino al crepúsculo, en el borde entre la luz y la oscuridad. Pero por alguna misteriosa razón, en este islote, y sólo en este islote, este búho caza de día. Lo buscamos en un paisaje de lava rojiza, entre rocas que recuerdan en sus vetas los tiempos en que fueron molten derretido y en sus orificios las burbujas escapadas de los gases sulfurosos. En las hendiduras de la piedra enraízan unos árboles secos de resina olorosa, llamados palo santo, que esperan obstinados la breve temporada de las lluvias. Finalmente, en una rama baja, encontramos el imponente búho, que rota su cabeza, como en bolines, buscando su lagartija presa.
Hay con nosotros dos gemelos idénticos, alemanes, que se mantienen separados del grupo, y que muestran entre ellos mayor intimidad que ninguna otra pareja. La bióloga que nos guía señala una especie de pájaros que pone dos huevos, como seguro ante la contingencia. Al madurar, acontece una pelea fraticida, y el hermano más fuerte expulsa al más débil del nido, causándole la muerte. Los gemelos se miran un poco ruborizados. ¿Cuánto de este comportamiento primordial queda en los animales culturales que somos, y cuántas heridas se reabrirán en estos gemelos al contemplar ese origen despiadado que le muestran los pájaros?
Cuando encontramos unos peces azules que cambian de sexo, los gays del grupo nos sentimos cómplices con la naturaleza. Pero cuando conocemos de Lonesome George, el viejo tortugo de la isla Pinta que era el último de su subespecie y que pese a los esfuerzos de los científicos del Centro Darwin no se apareó y murió sin descendencia, debemos recordarnos que somos seres culturales.
Un día, en la isla del Sombrero Chino, vimos el lobo de mar. En medio de una caleta anegada encontramos un alfa enorme y musculoso, erguido y orgulloso, rodeado de sus hembras y numerosos críos. El alfa ladra constantemente para renovar su poder sobre sus esposas y sobre los machos solitarios que acechan su harén. Esta faena es tan intensa que no puede salir a pescar, y tras varios meses el hambre derrota su celo y su poderío. Debilitado, pierde la lucha contra algún lobo soltero que lo reta, lo derrota y asume su rol, no sólo sobre sus hembras sino sobre sus críos, que no son de él. Ha sido durante cuatro meses como el padre simbólico y ahora, mientras otro toma el poder, el derrotado se une a una banda de solteros, a engordar y recuperar su fuerza y con ésta la esperanza de volver un día a ser alfa.
Más adelante encontramos una loba de mar amamantando su crío. Más que la ofrenda de la teta y la leche materna, nos conmueve la conversación animada que sostienen madre e hijo, a veces lúdica, a veces tierna, con inflexiones y tonalidades que en nuestra soberbia pensamos exclusivas de la especie sapiens.
No puedo decir que las Galápagos sean islas bonitas y aun menos pintorescas. Son ásperas, duras, y como inacabadas. Sin embargo, creo que nadie que las visite quedará indiferente ni podrá olvidarlas. Yo las encontré espectaculares, en el movimiento escultural de sus lavas sólidas y en la economía de sus colores; en los cangrejos como bailarinas con trutrú naranja viva sobre la arena caracola; en los diseños que forma la excreta blanca de los pájaros sobre las rocas pardas, a veces líneas, a veces puntos, como si fueran cuadros de Jackson Pollock; en los farallones de lava, negros cuando son jóvenes y marrones cuando viejos; en la cinta verde que forman los mangles; y sobre todo en los pelajes de los animales, a veces discretos, para perderse contra el fondo, como las negras iguanas marinas sobre las rocas prietas, a veces con tantos colores como el bíblico manto de José, para confundir a los depredadores. Los mares de Galápagos no tienen los intensos azules del Caribe, pero sus nutritivas corrientes esconden tiburones, mantas, tortugas, pingüinos y escuelas de peces, que nadan en una impresionante geología marina.
Los finches de Galápagos tienen un plumaje sin mucho color, a lo sumo de pardo a verdoso. Cantan sin música y vuelan sin piruetas. Con tan poca gracia, resultan aburridos. Nadie se fija en ellos. Sin embargo, en las diferencias de sus picos Darwin encontró una de las ilustraciones más memorables de la evolución. Resulta curioso que este animal tan insignificante fuera una de las piezas que ayudó a demoler el Génesis.
La historia social de las islas, compleja como la natural, se atisba en un pequeño museo, de colaboración española, que alberga el que me pareció el único edificio de interés arquitectónico en el poblado. Allí conocimos a los callosos presidiarios que antaño constituyeron la única población del archipiélago, a la romántica baronesa europea que se refugió en las islas con su adúltero amante, al empresario descabellado que sembró caña de azúcar en estas islas desaguadas, a los avaros balleneros que estuvieron a punto de destruir su legado natural, y a las organizaciones ecológicas que hoy tratan de recuperarlo y desarrollar una economía sustentable.
Aprendimos también que durante la Segunda Guerra, para defender el Canal de Panamá, la marina de Estados Unidos construyó una base y un aeropuerto en la isla de Baltra. A finales de la década el gobierno ecuatoriano reclamó su devolución. Antes de partir, la marina destruyó la pista, según algunos para evitar que los invasores rojos pudieran apoderarse de ella, según otros por despecho ante la expulsión. Hoy se encuentra restaurada: en unos días allí abordaremos el vuelo de más de una hora que nos devolverá al continente.
Cerca del fin de nuestro viaje, en una playa del islote Mosquera, encontramos el esqueleto de una ballena nombrada ginkgo, porque la forma de su único diente recuerda la de las hojas de unos árboles japoneses que me son familiares pues abundan en las calles de Nueva York. La bióloga se emociona, pues no es común la presencia de esta especie en las aguas de las islas. Pero la pareja de viejos polacos que nos acompaña se mira con tristeza, e intuyo que el marido tiene una enfermedad terminal y antes de despedirse ha venido a Galápagos a cumplir un viejo sueño. Y es que las islas nos hablan de la vida pero también de la muerte, de los orígenes y los ciclos, de los azares y las inevitabilidades, de nuestras posibilidades y de nuestro destino.