La arquitectura de la memoria: Tapia y Forastieri
Pensando en lo que ahora leo ante ustedes me preguntaba yo: ¿cómo comenzar la presentación de esta extraordinaria edición crítica de las Memorias de Alejandro Tapia y Rivera, al cuidado de Eduardo Forastieri-Braschi? ¿Cómo ser justo con el rico caudal de poética erudición que arropa sus 551 páginas y con el esfuerzo de casi una década de una amorosa, perseverante, pero también inusual investigación? Debo decir que otros colegas, pertenecientes o no a nuestra Academia, estarían más autorizados que mi persona para hablar de esta obra seminal de nuestra memoria común. Por ello no puedo menos que expresar mi gratitud a mi querido amigo Eduardo por haberme dado la oportunidad de así hacerlo.
A lo largo de los últimos años, en medio de nuestras habituales conversaciones, he seguido de cerca las idas y venidas de una elaboración textual en la que la escritura de Tapia y la de Forastieri se van hilando hasta consignar un entretejido de múltiples registros que en su conjunto han dado pie a una auténtica arquitectura de la memoria. Una memoria que aparece dibujada a lo largo de todo el texto de Tapia y las notas de Forastieri: la narrativa de una vida, los apuntes que la ubican en su contexto histórico; pero también las calles, los barrios, las plazas y las transformaciones de lo que entonces era y sigue siendo esta antigua, pequeña, pero muy noble ciudad de San Juan, en cuyo hermoso cementerio yacen los restos de Tapia, según leemos en la nota 10 de la página 264.
Así, pues, me sigo preguntando: ¿cómo comenzar la presentación de esta obra? ¿Por su diseño, por las disposición de los materiales que la componen, por la fuerza o virtud de su restauración? Si por su diseño fuera, tengo que resaltar, de entrada, la distinguida labor y el esmero de la editorial Plaza Mayor, en particular de su directora Patricia Gutiérrez, de su editora Ana Riutort y de Mariíta Rivadulla, quien tuvo a su cargo el diseño de cubierta. Se da la alegre coincidencia de que esta obra se publica en el 25 aniversario de la Editorial Plaza Mayor y el 60 aniversario de la Academia Puertorriqueña de la Lengua Española. Por ello debo mencionar además el sólido apoyo de la Academia, particularmente de nuestro director, D. José Luis Vega, y de la Oficina del Historiador Oficial de Puerto Rico a cargo de nuestro también querido académico D. Luis González Vale.
Digo que si por el diseño comenzara, habría que contar con una cartografía que permitiera trazar la ruta de un viaje mnemotécnico, «casi-autobiografía, casi-historia, casi-diario (quasi modo)», cuya «hechura inconclusa», como la nombra Eduardo, nos refiere también el «diseño de una inconclusa belleza» en sintonía musical con la hermosa Sinfonía Inconclusa de Franz Schubert. Constata Forastieri: «Lo indefinido y lo inconcluso – lo mismo que una suposición y una duda – ocultan la razón de la belleza en la que fundan su desconocimiento».
Podría también comenzar por la rica disposición de los materiales con los que se compone esta edición: el rigor filológico y lingüístico, las puntuales y minuciosas observaciones históricas y políticas, la sagacidad literaria y el suntuoso entramado filosófico. Sin embargo, he decidido comenzar por el final, por la restauración de una memoria que apela a lo que podría llamarse la arqueología del recuerdo en tanto que complemento de la arquitectura de la memoria. El prefijo arché que acompaña los términos ‘arquitectura’ y ‘arqueología’ es fundamental, ya que significa precisamente, fundamento, principio regulador, mando, poder, gobierno, sentido de dirección.
No son menos reveladores los sufijos logos y tíkto de uno y otro término. El primero, como bien se sabe, significa discurso e indagación; y el segundo, producir, dar a luz, engendrar, crear. Expresión esta última de connotación geológica que nos remite a lo que surge de las entrañas de la tierra, a lo tectónico. No es casual: el título Mis memorias. Puerto Rico como lo encontré y como lo dejo, evoca lo indefinido y lo inconcluso, pero también lo que se pierde con el olvido. Esto puede recalcarse inventando un vocablo anglófono que lo exprese: Mis-memory; y de paso evocar el trasfondo telúrico de la ‘verdad’ en el sentido arcaico del griego, es decir: αλήθεια [alétheia]; palabra de profunda resonancia filosófica que indica, entre otros significados, el abandono del letargo o del olvido; o más precisamente: la recuperación arquetípica de la memoria. Debo precisar que uso la palabra arquetipo no en un sentido psicológico, a la manera de Carl Gustav Jung, sino en el sentido pragmático del punto de referencia primordial de una experiencia vital. Las Memorias de Tapia pueden así considerarse como una restauración entrañable que se erige desde las postrimerías de la vida a la consagración del tiempo impertérrito de la infancia.
En la nota 4 de la página 527, Forastieri recalca, a la luz de su inspección del manuscrito, que «se infiere un cansancio mientras Tapia escribía…»; observación que remite a la p. 530 y a la p. XXX de la Introducción, donde en la exposición de los criterios de edición, nuestro magistral filólogo afirma que «se infiere un cansancio en la mano y en la mirada de Tapia». Esta nota corresponde al capítulo XXIX, donde podemos leer: «Con cuánto gusto volví a ver mis calles y casas y a poco mi campo, mi Monte Edén, risueña instancia de Guaynabo, en donde me crié». Es así como la fatiga, premonitoria de la muerte súbita de nuestro autor, conduce también a los más tiernos recuerdos infantiles, no solamente bajo un «suspiro melancólico», como Tapia mismo dice, sino como una manera de constatar la dimensión intemporal de la memoria: «Yo creo que para el corazón de los seres afectuosos, no pasa el tiempo». (p. 44) Y rememorando su visión infantil de un baile nocturno afirma: «¡Qué noche tan serena y luminosa! ¡Qué mucho que mi maravillosidad se exaltase, si después cuando uno llega a hombre no es otra cosa que un niño algo menos niño!» (p. 30) Y también: «¡Qué imbécil, amostazarse uno porque le llamen niño!» (p. 57)
Monte Edén, Guaynabo, afectuosos: estas palabras las reproduzco en negritas porque así aparecen en la edición crítica. El destaque remite a las otras ediciones y, con frecuencia, da pie a la rica gama de observaciones lingüísticas, históricas y políticas con las que Forastieri sitúa las memorias de Tapia en el horizonte de su época, pero también devolviéndolas al «tiempo y edades» de los recuerdos. El asunto del Monte Edén, de la risueña instancia de Guaynabo, ocupa uno de los tres referentes más suntuosos y destacados de las notas. Los otros dos son las referencias filosóficas y las histórico-políticas. En realidad, se trata mucho más que de notas. Son reveladoras inflexiones sobre el texto de Tapia con las que Forastieri parece querer componer – en el sentido más profundo de poiéo y de poíema–, el herboso (poiéeis) tejido de la acción (poíesis) de las palabras: «La sincronía entre la escritura inconclusa de Mis memorias y la muerte de Tapia entrañan la estructura de su misma composición: como si su muerte intempestiva ya fuese un componente de su diseño incompleto». (p. X, Introducción)
A tono con esta sincronía, Forastieri destaca tres composiciones de Tapia, relacionadas todas con el tema del Monte Edén, en tres edades áureas de su vida: los 26, lo 48 y los 51 años, todas en su debido contexto histórico y político. Pero también en su contexto artístico, pues uno de los ejes que abrazan el Tiempo de las tres edades que se elevan desde la infancia y que culminan en la sinfonía inconclusa de toda una vida, es la pintura titulada Monte Edén. Esta pintura ha estado atribuida a Manuel Jordán, un discípulo de Francisco Oller. Jordán llega a pintar la parte trasera de la casona que el propio Oller pintaría de frente bajo el nombre Casa-Finca de Guaynabo. A la manera del reverso y anverso de una imagen especular, las memorias de Tapia parecen incidir en la Idea pictórica de la infancia asida en el momento fugaz de la mirada (Augenblick): «Pintor, ven a pintarla; tu precioso / pincel en ella encontrará modelo».
Como si de un thriller pictórico se tratara, Eduardo consulta y cita a su cómplice investigador Edgardo Rodríguez Juliá. También lo hará consultando y citando a otra distinguida escritora y estudiosa de Tapia, Marta Aponte Alsina; o haciendo referencia a sus desacuerdos hermenéuticos con Roberto Ramos Perea. Escribe Rodríguez Juliá citado por Forastieri: «Ese cuatro parecería que estuviese en la casona restaurada, quizá mediante la memoria. Resulta aún más misteriosa la inclusión de ese cuadro porque Tapia se lo atribuye a Francisco Oller y Osiris Delgado se lo atribuye, sin fecharlo, a Manuel Jordán, discípulo de Oller». Y constata que «Monte Edén es y está en Los Filtros, muy particularmente en el sector La Lomita […] En [un] poema firmado en 1874 y publicado en Puerto Rico Ilustrado, revista que comenzó a publicarse en 1910, póstumamente Tapia identifica, por el paisaje descrito, y muy claramente, su Monte Edén». (p. 366)
En referencia a su exilio cuando contaba aquella primera edad de los 26 años, escribe Tapia en 1849: «[¡]Ah! que entonces quiera el cielo / ya que a tu seno me traiga, […] / respeten del desterrado / los recuerdos de la infancia». (p. 264) En la segunda composición del 10 de febrero de 1871, cuando Tapia contaba con 48 años, leemos: «volver yo peregrino / […] o el tiempo que ruinas ama / […] respeten del desterrado / los recuerdos de la infancia.» Y comenta Forastieri: «En efecto, en 1871, el solar de Monte Edén estaba en ruinas, aunque permanezcan los recuerdos infantiles.» (p. 365)
De nuevo la memoria aparece como el recurso arquitectónico, arqueológico y arquetípico que permite restaurar las ruinas de la casa de la infancia por vía de lo que Kant llamaba una idea estética, esa «representación que da mucho que pensar [viel zu denken], sin que llegue a adecuarse a un determinado pensamiento». Esta idea estética, que en la vida de Tapia puede trazarse a través del plano suspendido de la escritura y el trayecto inconcluso de sus Memorias, llega a ser también el eje de confluencia del pasado que se narra y del presente que se recoge en el futuro que ahora se constata. Este sentido estético de la vida y de la verdad del tiempo que le permite a Tapia recuperar con la palabra el Edén perdido. Este Edén es el lugar mítico-poético que nunca existió, como el Xáos de los antiguos griegos, pero que puede llegar a ser más verdadero que lo aparentemente existente. Esa es la fuerza activa del mito en tanto que expresión simbólica de una verdad.
Esto se realiza a la manera de un punto luminoso que se eleva en la cúspide poética del Monte Edén, donde confluyen la infancia, la Idea de la naturaleza y «el risueño y sereno azul de nuestro cielo». (p.71) He dicho sentido estético de la vida pensando en las Conferencias de Tapia sobre Estética y Literatura. Pero también dándole al concepto de estética la acepción que tiene en la expresión acuñada por mi – permítanme por favor esta incidental paráfrasis –: estética del pensamiento. La palabra estética, bien entendida – es decir: contrario a todo «esteticismo» –, remite a la aesthesis, vocablo que significa no solamente sensación, sensibilidad y apreciación artística de lo bello o de las cualidades literarias del pensamiento sino, sobre todo, la capacidad de pensar, sentir, discernir y caer en cuenta o percatarse de las condiciones reales de la existencia.
La estética implica, por lo tanto, la potencia del pensamiento para llegar a entender el alcance, el horizonte de su propio despliegue. De esta manera se trenzan en la aesthesis las dimensiones éticas, políticas y ontológicas de lo que mueve al pensar y conmueve el pensamiento. Por esa razón, si bien es insoslayable constatar la deuda de Tapia con el romanticismo y la filosofía del idealismo alemán, muy particularmente con Hegel, Schelling, el krausismo español y la idea del «pan-en-teísmo», no lo es menos tener en cuenta el fecundo concepto de «naturaleza bien organizada» – la expresión es de Tapia –, cuyo sentido integrador y orgánico podríamos incorporarloa esas sensaciones de la mente, como les llama David Hume, que son las palabras, los conceptos, las ideas y los pensamientos. Esto es algo que rebasa el romanticismo y nos remontaría a Spinoza, pero también, de manera más contemporánea, a Charles Sanders Peirce, Alfred North Whitehead y Gilles Deleuze. Por razones obvias no voy a detenerme en este formidable arco iris filosófico que irradia a lo largo de las notas de Forastieri.
Tenía, sin embargo, que mencionar lo anterior para resaltar este pasaje de Mis memorias (p. 96): «Soy cosmopolita, como antes he dicho, y hasta la suerte del Japón me interesa, alegrándome todo progreso, aunque se trate de la China, que no he de ver nunca; pero creo que en toda naturaleza bien organizada el amor a la localidad en que se ha nacido es como el amor a la madre. Yo no quiero a Puerto Rico por lo que vale, antes bien, mientras más necesita de sus buenos hijos, por lo mismo que vale poco y en ella todo está por hacer, más la quiero. Mientras más derrotada y desvalida la veo, más en débito me creo con ella». (p. 96) Cosmopolita, españolista, antillano, puertorriqueño, son estos modos con los que Tapia se nombra para asentar y hacer sentir en la escritura la coreografía de su pensamiento. Más que «señas de identidad» son signos que indican las diversas formas de experimentar el espléndido y complejo crisol americano.
La «ínsula desgraciada», como también nombra Tapia a Puerto Rico, en la que «todo está por hacer», es el «cadáver de una sociedad que no ha nacido». (p.17) Hay que detenerse en esta curiosa expresión que no es de Tapia pero que él hace suya. Una sociedad que no ha nacido es una sociedad en la que los componentes culturales son todavía indefinidos e inconclusos. Si se tiene en cuenta que se trata de una sociedad que es un ‘cadáver’, de inmediato hay que atenerse a la idea de una coraza desanimada, una especie de feto, del que habría que desprenderse para que un nuevo nacimiento salga a la luz. En esa consumación de una vida que es el despojo de un cadáver se gesta también el hálito vital del porvenir.
Tapia es capaz, desde su época, de sondear el pulso vital de un Puerto Rico que va fraguando, o naufragando, en sus entretelas un designio que le es propio. Habla de la Revolución de Septiembre y de los ilusos de Lares; se debate con sus adversarios políticos que son también sus amigos y a quienes admira con franca elocuencia: Baldorioty de Castro, Segundo Ruiz Belvis, José Julián Acosta, Ramón Emeterio Betances… Debo aquí resaltar que, en este contexto del siglo XIX, las connotaciones de reformista, liberal, abolicionista, asimilista, autonomista o separatista tienen un sentido histórico propio. Esto quiere decir que ninguna de ellas son, sin más, extrapolables al siglo XX y al XXI, para explicar la ya más que centenaria relación de extrema dependencia y de subordinación político-constitucional por parte de esta «ínsula desgraciada» a las estructuras de poder de los Estados Unidos de América. Nada que ver el acérrimo catolicismo del decrépito imperio español de entonces con la hipocresía puritana y la pornografía capitalista del primer imperio propiamente americano.
Tapia se siente español de América y adora a su padre, español peninsular, y venera a su madre, puertorriqueña como él, y que le dio la vida que la tierra natal también le dio: «Existe un motivo poderoso para que yo asocie mis Memorias con la tierra en que nací: aquellas son mi vida y esta me la dio. Desde entonces, el vínculo de amor que a ella me liga, tal vez contra todas mis conveniencias, y acaso como fuente de todas mis pesadumbres, parece obra de una imperiosa fatalidad». (p. 3)
En medio de estos tiempos nuestros, de tanta confusión y promiscuidad verbal, aprovecho aquí para insistir en la necesidad de cultivar el sentido histórico en tanto condición necesaria para el reconocimiento de una memoria común. El sentido histórico es lo que permite reconocer lo que la palabra ‘historia’ propiamente significa: investigación íntegra y veraz de lo que real y efectivamente ocurre o acaece. «La historia», escribe Michel Foucault pensando en Nietzsche, «con sus intensidades, sus debilidades, sus furores secretos, sus grandes agitaciones febriles y sus síncopes, es el cuerpo mismo del devenir».1
Por esa razón el sentido histórico, el sentido estético de la vida y la verdad del tiempo se entrelazan en tanto que componentes insoslayables de un animal que habla, piensa y se organiza en torno al cultivo de la convivencia y la colaboración. Esto es lo propio de la vida política (zoón polítikon) entendida como recurso para rebasar las exigencias biológicas de la supervivencia y, sobre todo, para mantener a raya el impulso humano, demasiado humano a la auto-destrucción. Se trata de la larga batalla contra la violencia de la desmemoria, contra la decisión de no querer recordar o de hacer como si nada hubiese sucedido. Por eso el sentido histórico es parte de la verdad. La verdad bien entendida como αλήθεια (alétheia) es decir, como el abandono del olvido, recuperación de la memoria y la construcción de la ya mencionada memoria común. Lejos de ser el fruto de una narrativa que se ve reducida a una flácida, insípida y maniquea idea de ficción (fiction/non fiction), la verdad es la condición de posibilidad de la ficción. Por esto también, en vez de oponerse a la idea estética del mito, el sentido histórico no cesa de abrirse y exponerse a la poesía del mundo que la verdad del tiempo encarna.2
Eduardo Forastieri contribuye, con sus pertinentes anotaciones, a clarificar el contexto del círculo intelectual de Tapia. En la narrativa histórica, las notas, nos recuerda Gervasio Luis García, «no son meros aparatos ornamentales sino ingredientes inseparables de la obra histórica. El lector de historia sabe muy bien qué parte del sabor de una historia suculenta es el regusto de las notas al pie de página, el poder paladear las pistas íntimas del historiador».3 A lo cual, podría añadirse, que tener un sentido histórico es también un asunto de buen gusto, propio de un noble paladar intelectual. Puede que los europeos estén cansados del peso de la Historia, entendida como el lapidario recuento de una concepción monumental del pasado. Es posible que los asiáticos, pienso particularmente en la India, no necesiten dar cuenta del acaecer histórico, por su ancestral concepción cósmica del Tiempo. Pero nosotros, los americanos, somos todavía muy jóvenes como para prescindir de la historia en tanto que verdad de la experiencia insoslayable del tiempo. Somos, al decir de Octavio Paz, países con nostalgia de futuro.
Cito, a propósito y al respecto, la nota de Forastieri donde se destacan unas oportunas palabras de Betances: «…sobresale el testimonio de Betances en una carta a Lola Rodríguez de Tió del 14 de agosto de 1889 en la que remite a Tapia, casi por metonimia y antonomasia de los miembros de su generación: “¡Ah! ¡Carácter! ¡Quién nos dará carácter! Vea usted ese pobre Tapia, un corazón de oro como sus pestañas, una inteligencia elevada, una honradez sin mancha, una imaginación ardiente –– ¿lo ha visto usted al Satánico vendiendo imágenes de la Virgen? En otro país, en otras circunstancias, ¡qué cosas bellas hubiese dado ese cerebro! Pobre Tapia, ¡algún día levantaremos su memoria!”…».
El fenómeno de la memoria es tan elusivo – incluso en términos estrictamente neurobiológicos – como la verdad del tiempo que ella intenta recuperar. Por eso cabe distinguir la memoria de los recuerdos. La memoria es el vestigio de lo vivido y experimentado; los recuerdos son el recorrido afectivo de la memoria: lo que vuelve a pasar por el corazón. Cabe así también asociar el recuerdo con la remembranza, con el momento en que algo hinca – palabra que gusta mucho usar Forastieri; diría que la usa con lustroso ahínco –, en la memoria y se asoma la nostalgia, ese deseo doloroso de regresar que nutre la melancolía.
A su vez, cabe distinguir la remembranza de la rememoración que es el ejercicio intelectual y simbólico de la memoria. Y cabe distinguir la rememoración de la reminiscencia. Como bien entendieron Platón, Agustín, Proust y Freud, la reminiscencia es el recuerdo intempestivo que irrumpe de manera involuntaria en los nudos afectivos de la memoria. Este el punto crucial donde los afanes de comparar la selva neuronal del cerebro con los circuitos electrónicos de la computadora sencillamente colapsan. No hay tal cosa como una memoria electrónica o cibernética. En todo caso, cabría hablar en términos de un registro mnemotécnico de la información. Basta con desconectar una computadora para que cese la reproducción informativa. Contrario a esto, cuando se muere son las memorias de toda una vida las que mueren con uno para tomar un relevo imprevisible en el inmenso caudal afectivo de la vida. El cerebro no funciona como una computadora porque las computadoras no nacen ni mueren: se fabrican, se agotan y se reciclan. En tanto que ordenador de un cada vez más poderoso y sofisticado registro universal de información, la computadora es el esfuerzo formidable por reproducir y emular el cerebro. Por su parte, la llamada inteligencia artificial puede considerarse como la puesta en evidencia del efecto especular y deslumbramiento narcisista que provocan en la condición humana sus propias invenciones. El peligro yace precisamente ahí: en la perversa mezcla de estupidez e infantilismo a la que puede conducir dicho deslumbramiento.
Finalmente, hay que tener en cuenta el sentido de la conmemoración. Se trata de la potencia del entendimiento para compenetrarse con la memoria del momento, con la capacidad de volver a sí en el aquí y ahora de lo que se vive. A esta vivencia corresponde la arquitectura de la memoria, la arqueología del recuerdo y la elaboración arquetípica de la verdad en tanto que principios organizadores del pensamiento, y no ya como mera evocación nostálgica del pasado.
La memoria es inseparable del olvido. Pero el olvido no es ausencia de memoria sino, por el contrario, su irrevocable palpitación. La memoria es la enigmática inscripción carnal de lo vivido que persiste, haya o no consciencia de ello. Esta inscripción es la que Eduardo Forastieri ha ido descifrando siguiendo las memorias de nuestro Alejandro Tapia y Rivera, como antes lo hiciera con la edición crítica de El Gíbaro y como lo hará con la anunciada antología titulada El Boletín Instructivo y Mercantil (1839-1842) y los orígenes de la literatura puertorriqueña. Escribe Tapia: «Si algo perdido no puede reponerse en el tiempo: ¿quién puede aniquilar el pasado ni hacer que no haya pasado?» Expresión que evoca esto versos de Píndaro: «Lo que ha sucedido, justa o injustamente, no es posible que el padre Tiempo haga que no haya sucedido». He ahí la experiencia de la temporalidad, la verdad del tiempo, que hace posible la memoria histórica, generándose así los surcos imprevisibles del porvenir. Enhorabuena a Eduardo Forastieri Braschi. Gracias por devolver a nuestro Alejandro Tapia y Rivera al esplendor de su juventud; por recuperar el ocaso de sus días y con ello un momento álgido de nuestra memoria común. Gracias por la generosidad y el amor de esta edición entrañable. Gracias por «el recuerdo que todavía somos».4
Texto leído por el autor de este escrito en la presentación del libro aludido en la Academia Puertorriqueña de la Lengua Española, el 7 de mayo de 2015.
- Microfísica del poder. Nietzsche, la Genealogía y la Historia. Madrid, Ediciones La Piqueta, 1980, p. 14. [↩]
- Para un desarrollo en profundidad de la compenetración de verdad y ficción, así como de sus implicaciones para el estudio del mito, la literatura, la filosofía y la poesía véase el primer volumen de la Estética del pensamiento, El drama de la escritura filosófica (1998) y La significación del lenguaje poético (2014). [↩]
- Historia bajo sospecha, San Juan, Publicaciones Gaviota, p. 62. [↩]
- Estas son las palabras de la dedicatoria que Eduardo Forastieri tuviera a bien hacer a quien esto escribe en el ejemplar de la edición que me obsequiara. [↩]