La batalla de los diagnósticos
Durante los últimos tiempos, se han exacerbado los ánimos en el campo de estudio –más bien campo de batalla – de los llamados desórdenes mentales (mental disorders). Por un lado contamos con la publicación reciente de la última versión del Manual Estadístico de los Desórdenes Mentales (el DSM-V) que como cualquier nueva versión de un objeto gadget, pareciera volver obsoleta la versión precedente. Esta recién aparecida publicación de la Asociación Americana de Psiquiatría, ha ocupado las primeras planas de periódicos locales y de cadenas televisivas desplegando presentaciones de profesionales “psi” que anuncian su importancia y sus aportaciones para el campo de la confusamente llamada “salud mental”. Múltiples críticas han acompañado también su aparición, algunas de ellas proviniendo de los psiquiatras que habían liderado la creación de la versión previa del DSM. Así, Allen Frances, jefe del “task force” del DSM IV, decía que “la nueva versión tenía una pobre e inconsistente redacción y que tendría como efecto la elevación de las tasas de diagnóstico de trastornos mentales por la inclusión de criterios para diagnosticar como trastornos, múltiples comportamientos y malestares del diario vivir”1 Han surgido también voces críticas desde la psiquiatría académica que denuncian la filosofía del DSM como una basada en un “pragmatismo cínico” puesto que las decisiones de incluir o excluir diagnósticos responden a referentes pragmáticos y no científicos “que se ajustan a las creencias culturales de los líderes de la APA de la segunda mitad del Siglo XX”2.
Pero quizás la crítica más contundente proviene del director del National Institute of Mental Health, el Dr. Thomas Insel quien escribía recientemente que el nuevo DSM se limita a ser un diccionario que organiza la psicopatología basándose en un “consenso sobre agrupaciones de criterios clínicos”, pero que, a pesar de la fiabilidad entre examinadores que lo sostiene, carece de “validez científica”. Su intención parece clara: desmitificar el alcance del DSM y su capacidad para atender con una base científica el campo de las enfermedades mentales, por lo que “el NIMH reorientará su investigación lejos de las categorías del DSM. Mirando al porvenir, sostendremos proyectos de investigación que se liberen de los límites de las categorías actuales”3, dice Insel en su página web.
Sin embargo, el proyecto actual del NIMH, titulado Research Domain Criteria (RDoC), no es menos cuestionable, pues pretende transformar los diagnósticos mediante la incorporación de la genética, la imagenología y las ciencias cognitivas para poder finalmente sentar los fundamentos científicos de un nuevo sistema de clasificación. Su premisa es la siguiente: los desórdenes mentales son desórdenes biológicos que implican circuitos cerebrales en los registros específicos de la cognición, la emoción y el comportamiento. Por esa razón un diagnóstico basado en lo biológico no puede ser restringido por las categorías actuales del DSM. Así pues, el aparentemente ávido y poderoso manual de la APA, ha recibido un golpe mortal en cuanto a sus aspiraciones de dominio y de referencia científica y los profesionales del campo “psi” han recibido a su vez una estocada y una convocatoria a moverse hacia las propuestas del no menos poderoso y controversial proyecto propuesto por el NIMH.
No se puede perder de vista que ese anuncio del Dr. Insel va de la mano con la iniciativa de la administración Obama sobre la “Brain Initiative”. Con una línea de crédito inicial de 100 millones de dólares, la página de la Casa Blanca convida a la comunidad científica a asumir el reto de “desarrollar los instrumentos necesarios para obtener una imagen dinámica del cerebro y un mejor conocimiento de como pensamos, aprendemos y recordamos”4 El interés es claramente económico pues en la misma página de inicio, se plantea lo siguiente: “El proyecto del genoma humano demostró el impacto potencial que los programas ambiciosos de investigación, como el de la Iniciativa del Cerebro, pueden tener. De 1988 a 2003, el Gobierno Federal invirtió $3.8 billones de dólares en el proyecto del Genoma Humano, el que desde entonces ha generado una ganancia económica de $796 billones – un dividendo de $141 dólares por cada dólar invertido”.
A partir de estas constataciones, la posición de dominio del NIMH parece dejar a los promotores del DSM recién publicado en una posición difícil de sostener: todos sus esfuerzos de promoción y convite a la compra del voluminoso y caro ejemplar parecieran enfrentar una implacable embestida de desprestigio y de socavar su posición de dominio en el lucrativo terreno del diagnóstico y tratamiento de los desórdenes mentales.
Y aunque el director del NIMH como el director de la APA dicen compartir el interés de asegurar que los pacientes y los proveedores de servicios de salud tengan las mejores herramientas e información disponibles actualmente para identificar y tratar los problemas de salud mental, no es menos cierto que cada uno tiene su propia agenda. Así, pues, vale la pena detenerse y reflexionar sobre la lógica detrás de las agendas de estos dos colosos enfrascados en una batalla no solo por dominar sino por determinar lo que se juega en el complejo mundo de los diagnósticos implicados en la “epidemia de problemas de salud mental”.
Con el desarrollo del Manual DSM, la poderosa American Psychiatric Association, ha logrado a través de las últimas 7 décadas, establecer una hegemonía casi generalizada sobre la forma de acercarse al campo de los problemas mentales con los supuestos de ofrecer objetividad, neutralidad, pragmatismo, eficacia y exportabilidad. Su estrategia -refinada a través de los años-, ha tenido como objetivo dar consistencia a una lista cada vez más extensa de diagnósticos psiquiátricos y establecer categorías que justificaran el uso intensivo de psicofármacos, cuyo desarrollo ha tenido un crecimiento tan vertiginoso como el despliegue de los nuevos cuadros clínicos de las más recientes versiones. En ellas se constata la extensión de las categorías diagnósticas a escenarios y situaciones de vida cada vez más precoces y variadas, elevando comportamientos comunes a la categoría del desorden (disorder) a partir de criterios fundamentalmente estadísticos y económicos, sin referente teórico –ni científico- que lo justifique.
Recordemos que los creadores del DSM se cuidan bien de hablar de “enfermedades mentales”, y prefieren hablar de “mental disorders”, “desórdenes mentales”, y a diferencia de la enfermedad que tiene como contraparte y horizonte la salud, el desorden remite a la falta de orden, a la confusión y al disturbio, a todo aquello que perturba y pone en peligro el orden social. Un enfermo no es lo mismo que un desordenado: el enfermo tendría que recuperar su salud mientras que aquel que exhibe un comportamiento desordenado tendría que ser reordenado o readaptado. Para ello existen mecanismos tan seductores e implacables como la panoplia de la psicofarmacología que diluyen al sujeto en un entramado de genes, de imágenes cerebrales y de esquemáticas y predecibles conductas. Se trata de recuperar la “normalidad” que resultaría del adormecimiento de los afectos, del acomodo de los pensamientos y de la readaptación de los comportamientos (lo que podríamos llamar lo emotionally and behaviorally correct).
Aclaremos además que según el propio DSM, un “disorder”, traducido al español como trastorno, no tiene una definición que permita especificar adecuadamente los límites del concepto ya que carece de una definición operacional consistente que tenga en cuenta todas las posibilidades y escenarios, pues se trata de “una clasificación categorial no excluyente, basada en rasgos definitorios”. Con ese impreciso y desbordante referente, los redactores del DSM, han ido creando –y abandonando- diagnósticos a través del tiempo, respondiendo a las presiones de distintos grupos de poder y siendo patrocinados cada vez más por casas farmacéuticas cuyos intereses creados se pueden rastrear a través de las diferentes transformaciones del Manual.
Un ejemplo de creación de una categoría lo fue el PTSD (síndrome de estrés post-traumático) añadido en la tercera versión del Manual, como efecto de la presión social y política de nombrar los síntomas afectivos que presentaban los veteranos de la Guerra de Vietnam. Actualmente, el PTSD se ha generalizado para diagnosticar un sin número de situaciones tan diversas como confusas en cuanto a su origen. En la versión recientemente publicada encontramos por ejemplo el atracón de comida (binge eating) y el acaparamiento compulsivo (hoarding) como nuevos desórdenes mentales. También incluyen ahora el trastorno de desregulación disruptiva del estado de ánimo (DMDD) con el cual se pueden diagnosticar a niños que «tres o más veces a la semana exhiben episodios frecuentes de irritabilidad, arrebatos y berrinches durante más de un año». Por si fuera poco, se ha abierto en esa última versión, la llamada Sección III que incluye cuadros con potencial de convertirse en diagnósticos clínicos. Entre ellos están: el síndrome de psicosis atenuado, episodios depresivos de corta duración con hipomanía, trastorno persistente de duelo, trastorno de juegos por Internet (internet gambling) y trastorno de comportamiento suicida. Al no haber un sostén científico ni un referente teórico para pensar los cuadros clínicos, la expansión de los límites de lo diagnosticable en el campo de lo mental, parece no tener fin y las compañías farmacéuticas están de plácemes con esa lucrativa deriva.
Por otro lado está el NIMH, que como subrayábamos pretende instituir el dominio de lo cerebral sobre lo mental. Si bien muchos psiquiatras alaban esta decisión y se unen al coro de las denuncias de falta de validez científica y de ética por parte de los que sostienen el DSM, habría que pensar también las consecuencias de cambio de timón. Aquí sí cabe hablar de enfermedades pues la intención abiertamente expuesta es poder determinar el sustrato biológico de los cuadros clínicos mentales en el cerebro, estableciendo la correspondencia entre el genotipo y el fenotipo clínico. La hipótesis es la siguiente: las variaciones genéticas impactan múltiples sistemas biológicos que a su vez afectan los módulos neuronales. El funcionamiento anormal de estos módulos impacta los dominios de la psicopatología, traduciéndose en síndromes clínicos.
Es una propuesta que deja fuera los otros referentes y causalidades para pensar y aprehender lo que produce y sostiene los padecimientos mentales (la sociología, la psicología, el psicoanálisis entre otros) y pretende explicarlos solamente en términos neurológicos, es decir, con causas cerebrales identificables y tratables. El discurso de la ciencia sería la plataforma desde donde la psiquiatría biológica, la neurobiología y otras vertientes de las neurociencias y la epigenética intentarían ordenar los saberes y las posibles terapéuticas del campo de la salud “cerebral”. Ya no habría caso para hablar de lo mental sino de lo cerebral y los tratamientos se moverían del énfasis que han tenido los psicofármacos por más de seis décadas, a las intervenciones precisas a nivel cerebral (electroterapia, implantes neuronales y marcapasos cerebrales, para estimulación cerebral profunda, bloqueo cuyo potencial de aplicación parece infinito: múltiple sustitución sensorial, control de los apetitos y otros desbordes, control de comportamientos, prótesis de memoria, reeducación de los afectos). La idea del cerebro como una máquina o motor compuesto de piezas que pueden ser mejoradas, cambiadas o implantadas parece aquí no solo el horizonte sino el referente para la determinación de los tratamientos, el énfasis de las investigaciones y las determinaciones de política pública.
Pero este afán reduccionista encuentra en su camino varios problemas: por un lado, el acceso al funcionamiento del cerebro humano se realiza a partir de imágenes que requieren interpretación, esto es, no son más que una representación que requiere de la mirada de un sujeto para dar sentido a lo que allí supone ocurrir. Por otro lado, muchas de las inferencias sobre el funcionamiento del cerebro humano se hacen a partir de la extrapolación de las investigaciones realizadas sobre el cerebro y el comportamiento de seres biológicos (ratas sobre todo), sin tomar en consideración el quiebre epistemológico que ello implica: intentar dejar fuera de la escena al sujeto de la cultura que es el humano.
La agenda propuesta por el director del NIMH resuena perfectamente con las preferencias de la población de Estados Unidos la cual, según el periodista Ethan Waters, adhiere cada vez más a una concepción exclusivamente neurobiológica de los problemas mentales.5. Como lo subraya Francois Gonon, director de investigación del Instituto de Enfermedades Neurodegenerativas del CNRS en París, “aún si las investigaciones más recientes en neurociencias permiten entrever cómo los factores del medio ambiente modifican la neurobiología, el gran público parece interpretar “una base neurobiológica” de un trastorno mental como excluyendo las causas psicológicas o sociales”6. Desde esa perspectiva se entiende el incremento exponencial en el uso de psicofármacos: 1 de cada 5 estadounidenses toma actualmente un medicamento psicotrópico, un aumento de 22% entre 2001 y 2010, particularmente constatado en el número de anti-psicóticos en diferentes grupos de edad. Solamente en el 2010, los ciudadanos de Estados Unidos gastaron 16.1 billones de dólares en antipsicóticos, 11.6 billones en antidepresivos y 7.2 billones para el tratamiento del déficit de atención7.
La pretensión “científica” de la psiquiatría biológica elude -o más bien rechaza- algo esencial: los malestares subjetivos son inherentes al humano y están imbricados en el entramado histórico, político, económico y social que sostiene y configura las instituciones y define los lazos sociales que marcan cada época. La tendencia que sostiene el lazo social dominante de nuestra época –el discurso capitalista-, consiste en poner precio a toda forma de intercambio, y a través de ella obtener una cierta plusvalía. Esta tendencia se traduce cada vez con más frecuencia en ofertas de tratamiento que son incompatibles con la singularidad y con la particular temporalidad de cada sujeto, pero que van de la par y se complementan con una tendencia a hacer del diagnóstico un recurso-fórmula genérica.
Podríamos pensar que es más fácil adoptar esta visión reduccionista sobre el sufrimiento psíquico que no contempla ni la historia, ni los vínculos afectivos ni ningún referente a la forma como un sujeto inscribe y padece lo que le ha tocado vivir. Hacer único causante de los problemas y malestares psíquicos al cerebro, deja fuera la ineludible y fundamental cuestión de la responsabilidad: la del sujeto, la de su entorno inmediato (en el caso sobre todo de la infancia y la adolescencia), la de las instituciones del Estado y la de los discursos que dominan, atraviesan y trastocan lo cotidiano.
Las paradojas del deseo humano, la siempre insatisfecha búsqueda de satisfacción, las vicisitudes afectivas que surgen de los intercambios y que vuelven cada vez más difícil la convivencia, el padecimiento constante de tener un cuerpo erotizado, sexuado y mortal así como los impredecibles efectos y pérdidas que ocurren por estar atravesados por la cultura, son referentes que no caben ni tienen solución desde este discurso que se hace en nombre de la ciencia. El estudio de lo humano, en particular de los padecimientos y avatares del psiquismo, desborda las posibilidades del “todo se explica” y de la construcción de extrapolaciones estadísticas que exigen borrar las diferencias entre los sujetos.
Sabemos que ni la APA ni el NIMH pierden en esta lucha en la que otros titanes también intervienen: las casas farmacéuticas, las aseguradoras y las privatizadoras de los servicios de salud mental. Se trataría entonces de preguntarse ¿quien pierde y qué se pierde en esta batalla? Pierde y se pierde el legado de más de 100 años de escucha de los síntomas del complejo mundo de lo mental, pierde y se pierde el entusiasmo por la clínica del diagnóstico diferencial; pierde la apertura y el sostén de espacios de observación y de escucha así como la puesta a prueba de la teoría por la experiencia de la clínica del uno por uno. Pierden las singularidades de las historias humanas así como la puesta en contexto de los sufrimientos; pierden la palabra, el lenguaje y el pensamiento, pero sobre todo se pierden las posibilidades de una clínica que resuene y se sostenga de las consideraciones de la época en la cual surgen y se inscriben los síntomas y los excesos, que, reducidos al catálogo de los diagnósticos ignoran las condiciones que los provocan.
Si, por ejemplo, el ADHD (“trastorno de déficit de atención”), el MDD (“trastorno depresivo mayor”) y el ODD (“trastorno de oposición desafiante”) fueran considerados solamente como enfermedades debidas a un déficit de algún neurotransmisor de origen principalmente genético, no habría ninguna otra acción que realizar que la de medicar o intervenir a nivel del cerebro para rectificar dicho déficit con la suposición así de poder recuperar la “salud cerebral”. Pero esa perspectiva deja fuera múltiples elementos que se constatan diariamente en la clínica: ¿cuántos niños llegan desplegando a través de su “dificultad para concentrarse y atender” las transformaciones y dificultades de la vida familiar, los déficits afectivos y simbólicos que marcan su historia? ¿Cuántos adultos perfilan, con el trastoque de sus afectos, las pérdidas cada vez más frecuentes o los avatares de la vida amorosa de nuestros tiempos? ¿Cuántos adolescentes pudieran estar poniendo en evidencia lo terriblemente caprichosas que son a veces las reglas y las leyes a las que son sometidos?
En su Seminario XVII, Jacques Lacan plantea que el psicoanálisis no pretende dar la solución pues no hay nada más subversivo que dejar abierta la pregunta. Esa que cada cual se hace y que se construye con las letras, los significantes y las vivencias afectivas de su historia; esa pregunta desde donde se perfila la posibilidad de hacer algo con ese espacio efímero que llamamos existencia.
- Frances, A «NIMH vs. DSM–5: No one wins, patients lose», publicado en su blog del 10 de mayo de 2013. [↩]
- Nassir Ghaemi: A Requiem for DSM – and its Critics http://www.psychologytoday.com/blog/mood-swings/201305/nimh-requiem-dsm-and-its-critics. [↩]
- Insel, Th., «Transforming diagnostics», El blog del director, Web de la NIMH, 29 de abril de 2013. [↩]
- http://www.whitehouse.gov/share/brain-initiative [↩]
- Watters, E. The Americanization of Mental Illness, The New York Times, 8 janvier 2010. [↩]
- Gonon, F. Guilé J.-M. et Cohen D. Le trouble déficitaire de l’attention avec hyperactivité : données récentes des neurosciences et de l’expérience nord-américaine, Neuropsychiatrie de l’enfance et de l’adolescence, 2010, vol. 58, p. 273-281. [↩]
- Wang, S. Psychiatric drug spreads. The Wall Street Journal, Nov. 16, 2011. [↩]