La carrera magistral de Jaime Carrero
El Maestro Jaime Carrero nunca se interesó en hacer carrera. Si bien durante toda su larga y prolífica vida corrió sin cesar tras el conocimiento fruto de las artes que exploró con maestría: la pintura, el dibujo, los múltiples, la narrativa, la poesía, el ensayo y la dramaturgia, la improvisación y las experiencias interdisciplinarias que él llamaba “arte total”, nuestro artista siempre encontró tiempo dentro y fuera de las aulas universitarias para ejercer el magisterio. Porque para él enseñar, aprender y crear eran actos inseparables.
“Maestro”, para quienes tuvimos el privilegio de conocerlo y quererlo, no era un mero título respetuoso y protocolar; era y es un reconocimiento de su pasión por enseñar, mostrar, provocar y retar sin dar tregua, cuestionar lo esencial de la realidad valiéndose de las exigentes herramientas del saber, el oficio y la imaginación.
Ante él no quedaba títere con cabeza ni entronizados poderes en el ámbito de la política, la religión, y mucho menos, las artes. Todo estaba sujeto a su mirada desacralizante, infatigable curiosidad y un humor que tenía mucho de dolor compartido, de asumir la desgracia ajena como propia y la rebelión como ley. Rige su enorme y variada obra el juego liberador tanto de la línea como del color, de la palabra escrita o sonora, de la idea o el delirio. Acompañarlo era un viaje incesante de sorpresas, incertidumbres, deslumbramientos y asomos a los abismos misteriosos de la creación. Conversar con él era ser juez y parte de un partido de tennis donde bola, raqueta y red cambiaban de posición en movimiento perpetuo de signos y significados.
Frente a cualquiera de sus coloridos lienzos se asiste a una lección de arqueología pictórica desenterrando formas, trazos, líneas y manchas subyacentes en viaje detectivesco intuyendo señales de qué se pintó antes y qué se pintó después. Cómo un azul celeste al inspeccionarlo de cerca se revela cual cortina semi transparente sobre un naranja dulce reposado en la tela cruda. Cómo una capa de color borra a la vez que evidencia la anterior potenciada por la memoria del pigmento o por la huella de la pincelada cuya rugosidad rechaza el olvido.
Los habitantes del mundo pictórico del Maestro Carrero tanto como el de sus páginas y escenarios teatrales son variopintos y estrafalarios, ese otro al cual si miramos y oímos con atención, detectamos en él aquello de nosotros que no queremos o no podemos ver y oír. Perros malabaristas, pilotos hiperventilados, vehículos motorizados y estrambóticos, santos expulsados del santoral, botellas borrachas, adolescentes enfurruñados, locos pueblerinos y proféticos, palabras compuestas para revelar descomposiciones y recomposiciones como “neorriqueño”, tejados que adivinan habitaciones, montañas tan rusas como boricuas, tan neoyorquinas como sangermeñas, el universo era una mesa servida para su insaciabilidad, para su mirada generosa y mano tan diestra como siniestra en su capacidad de celebrar y condenar.
Lo conocí en San Germán, en la Universidad Interamericana cuando fui a impartir un taller al final de la década del sesenta. Me impresionó su sonrisa y mirada no por bondadosa menos inquisidora, la energía contagiosa que irradiaba cada uno de sus actos. La nuestra fue una amistad poblada de ausencias que dependía mucho de la memoria y la acción esperanzada de porvenires mejores. Me honró con una exposición donde me convertía en personajes de una pinacoteca universal, un paseo acelerado y delirante por la historia del arte tamizado por su ironía cariñosa. Se reía de mí y conmigo en la hermandad del quehacer del arte y del qué hacer del arte.
Su hogar y familia convivían y en ocasiones eran atropellados por una obra tan vasta que rebasaba el espacio disponible de almacén, cantaba y ladraba desde cada rincón de la casa defendiendo y anunciando el ámbito familiar en su doble función de hogar y taller, origen y destino de una creación con vocación tan pública como íntima. Renovó el lenguaje plástico, literario y teatral en su pasión por comunicar lo que sospechaba era inefable, pero sin cesar en su empeño. Una honradez inquebrantable le obligaba a no doblegarse, a resistir la autoridad despótica y a proponer el diálogo creador. Asistir a una sesión de crítica colectiva en su cátedra universitaria era una lección de colaboración entre estudiantes y profesor en la búsqueda de alternativas en el desarrollo de una obra de arte, las posibilidades renovadas de expresar un concepto o de encontrarlo mediante ejercicios formales respetando la individualidad de cada cual pero escuchando la autoridad del saber experimentando.
La última vez que nos vimos fue durante el coloquio que sostuvimos en la Universidad de Puerto Rico en Cayey donde en la sesión de preguntas y respuestas hizo Carrero gala de su inimitable ingenio e irreverencia. Después lo conduje hasta mi taller en la Playa de Ponce y platicamos en el camino sobre la vida y el arte y lo arduo que resultaba para nosotros distinguir la diferencia. De vez en cuando me insistía en que redujera la velocidad. Que iba muy acelerado, que frenara, que siempre había tiempo para morirse, que no había prisa. Tenía razón, él, que toda su creación fue una carrera creadora que lo impulsaba a pintar o escribir todos los días y todas las noches. Carrero, que se guardaba para crear hasta que la muerte lo sorprendió en plenos poderes de creación.
Fue un privilegio y un placer compartir contigo parte de esa carrera, aprender de tus imágenes y palabras, de tu arte y de tu vida, Maestro Carrero.