La casa
Regresar al barrio donde me crié y que todavía alguien me llame Wildita no era precisamente la idea. Cuando me fui de la casa nunca pensé en volver a vivirla. Salí a buscar mundo con los rudimentos que me habían provisto: una filosofía de aspiración y una buena educación. Para eso nos criaban, para progresar a partir de lo que nos legaban los viejos como única fortuna. Tener más logros que ellos, vivir mejor.
El mantra de entonces era: “Quiero algo mejor para mis hijos”. Era la época en que la prosperidad y una mejor calidad de vida te la iban a garantizar la educación – formal y familiar. Y se esmeraban en ambas.
Lo logré. Me hice de una profesión que amo. Viví como quise y en los lugares que ambicioné. Fueron muchos. Sin ostentaciones pero con mucha comodidad y belleza. Desde una casa en El Yunque diseñada por un discípulo de Lloyd Wright hasta un loft en Manhattan, pasando por el Viejo San Juan, una casa de campo con piscina en Aguas Buenas, un apartamento frente al mar en Ocean Park y una joyita arquitectónica en el casco histórico de Ponce.
En superarme a mi misma dejé de ser lo suficiente precavida. O quizás no. Hay quienes fueron super precavidos y andan por ahí lamentando haber perdido inversiones y propiedades. Es la señal de los tiempos. Yo lo pude haber hecho mejor, lo confieso. No fue así.
El asunto es que he vuelto a la casa. Algunos sienten vergüenza de regresar al lugar de donde salieron a hacer fortuna y regresan sin ella. Yo no. Yo me lo estoy gozando tanto que me pregunto por qué no regresé antes. Me habría ahorrado muchos dolores de cabeza y mucha pérdida.
A llorar pa’ maternidad. Me voy a disfrutar lo que queda y hasta que pueda. Pueden pensar que he regresado a morir a ella. Sí. No le temo a la realidad. Pero no por ahora. Primero la voy a gozar hasta el cabo.
La casa no está en un barrio cualquiera. Nunca lo fue. Al lado de la casa vivían los Parrilla. Un hermano del sacerdote jesuita Antulio Parrilla Bonilla. Allí se reunía la familia bajo la batuta de doña Agustina, quien amistó con mi abuela Crucita. Chachareaban sonrientes hablando bajito, como si se contaran secretos. Compartían la misma filosofía espiritista, me dijo un día Crucita. La buena, añadió.
Al frente vivía doña Celia, matriarca de los Almodóvar. El que fue Presidente de la Universidad de Puerto Rico, Ismael, tocayo de mi papá, era uno de ellos. El otro –Caco– todavía vive en la misma casa cuidada y silenciosa de Doña Celia.
Doña Celia era la otra compinche de mi abuela. La recuerdo vestida siempre de lo que mi abuela llamaba “medio luto”. Se visitaban los domingos. Mi abuela Crucita era de visitar los domingos. Se emperifollaba para ir a la iglesia y se mantenía guapa todo el día para la tarea de recalar en la casa de los vecinos –aunque se cambiaba los zapatos de taquito por las chancletas de a diario. Entonces las arrastraba para cruzar la calle y visitar a doña Celia o para pasar al lado a tomar café con Angélica.
Angélica era la mamá de Ati y Geti (Angel Felipe e Iván Gerardo) y esposa adolescente de Pipe Román, el hermano de la gran actriz Elsa Román y tío de Cuco, el chamaco alto y guapo que vivía más arriba y se pasaba con una bola de baloncesto en la mano día y noche, y sigue siendo mi amigo, ahora en FB. La familia Román tenía varias casas en la misma calle.
Ati y Geti fueron mis primeras víctimas como baby sitter. El mayor es ahora pianista y maestro en la Escuela Libre de Música. Me gusta pensar que el primer piano que vio en su vida fue el mío, un Wurlitzer de consola al que no le hice mucho caso y ahora me arrepiento. El menor vive con su familia propia en un segundo piso añadido a la casa de Angélica y es el encantador de perros del barrio. Alberga, cuida y le busca hogar a montón de perritos abandonados a la calle.
Angélica apenas tenía dieciséis años cuando parió su primer hijo y se mudó al lado de la casa. Yo comenzaba a ser adolescente. Éramos dos niñas jugando a las mamás. Hoy vuelvo a disfrutar la ternura enorme que nunca perdió y su risa de niña eterna con ganas de seguir haciendo travesuras de las que éramos cómplices.
Una vez enviamos un carro fúnebre a buscar el cadáver de un viejo arrogante y cascarrabias que vivía a pasos. Nos guindamos de la ventana de la cocina para ver como el viejo le abría la puerta a los funerarios. Por poco lo matamos de veras del mal rato.
Al frente de la casa también vivía la primera pareja de niuyoricans del barrio, Alfonso y Dorita. Dorita apenas hablaba español y yo le servía de traductora con el revendón. A mí siempre me impresionó que Dorita amanecía y se retiraba de punta en blanco. Pintada y arreglada como si fuera de fiesta todos los días.
Hablando de revendón. Ahora el que pasa por la calle martes, jueves y sábado es dominicano y su güagüita corre el peligro de aplastarse con el peso de las yautías y los plátanos. Pasa rápido, así que hice un arreglo con él. Si guindo el paño de la cocina en la reja de la marquesina se detiene y me toca bocina.
El de los dulces –donas, mallorcas, tornillos– pasa todas las tardes. Lo que hecho de menos es al amolador con su peculiar silbido y al vendedor de mondongo en lata con su grito de guerra: ¡Fuerza! También el de Payco, “si no tiene la carita no es Payco de verdad”. Cuando conocí a Sila María Calderón y me enteré que su papá era el dueño de la Payco me entró una pavera en la Sala de Prensa de La Fortaleza que me duró semanas. Veía a Sila y veía la carita del nene de Payco.
Luisina también vivía –y vive– al cruzar la calle con su marido y sus dos nenas. Ahora tiene la cabecita de algodón, vive solita y todavía no he ido a visitarla. Siempre me inspiró un respeto extraño a pesar de su bella sonrisa. Era de esas casas a las que nunca me he atrevido ir sin invitación.
A dos casas todavía vive Chiqui, hermano de Quique, el atleta del barrio. Un corredor de pista y campo del Colegio de Mayagüez de bellos ojos azules que traía locas a mujeres jóvenes del barrio, solteras o no. Las Justas Intercolegiales eran entonces en el Sixto Escobar y Quique con sus pantaloncitos cortos era definitivamente un evento anual. Chiqui no corría, pero era el seductor del barrio. Un chamaco al que todo el mundo amaba como hijo propio y ahora es un abuelo alcahuete a juzgar por la sonrisa de los nietos que pululan por ahí.
Un poco más abajo vive mi tía Ruth pero apenas la veo porque sigue siendo paticaliente. No tiene carro, pero no se pierde un quince. Una octogenaria de armas tomar que canta como los ángeles y baila salsa con unas patotas que serían la envidia de Carmen Jovet.
En fin, que estoy en la casa.
Mi última inversión fue rescatarla del tiempo y el abandono de demasiados años. Lo hice personalmente con mi primo Rubén. Ambos somos diestros con las herramientas –el mucho más que yo– y nos encantan. Tubería, electricidad, filtraciones del techo, resanar y pintar paredes, tumbar algunas, eliminar el comején, hacer baños nuevos, recuperar el patio donde una areca creció salvaje mas de veinte pies y acordar no tocar el enorme árbol que yo misma sembré al frente de la casa cuando tenía once años. Todo, todo, lo decidimos y lo hicimos juntos con una que otra opinión de Graciela que prefería dejarnos solos porque no podía con los dos a la vez. Nada nuevo. Siempre que Rubén y yo estamos juntos nuestros muertos se persignan y nuestros vivos se alejan.
Rubén nació en esta casa. Digo, vino directo del hospital a esta casa donde yo comenzaba a ser adolescente y había ostentado el título de única hija y única nieta hasta su llegada. Cambiarle los pañales y enseñarlo a caminar marcó para siempre una relación especial entre ese primer primo y yo. Arreglar con él la casa de abuela fue una fiesta.
En casa todos cantamos. Pero Rubén es el más que canta. De eso ha vivido profesionalmente toda su vida. Salsero disciplinado y consistente hasta donde un salsero puede ser disciplinado y consistente, tiene un vozarrón que es la envidia de muchos en la industria. Pregúntenle a Héctor Tricoche que siempre que toca en Puerto Rico llama a Rubén para que lo acompañe con su voz única que no necesita micrófono para quedarse con el canto.
Acomodando los tonos, el primo y yo trabajamos la casa cantando a boca de jarro y recordando con una nostalgia a carcajadas todos los chistes de la familia. Payasos que somos ambos, nos deteníamos a imitar a cada uno de nuestros muertos sabiendo que nos estaban mirando. El chancleteo de Crucita, el pasito corto de Noemí, los chistes de Ismael, los embustes de Rubén padre.
El primo Edgardo –el Gallo, porque también canta– se nos unió para acelerar el trabajo. Entonces fuimos un trío de voces y de recuerdos a pura risa.
Nos tomó un año terminar la casa de poquito a poquito.
Ahora me gusta caminar descalza sobre los pisos viejos de terrazo y sentarme en la sala a mirar sus techos altos, la calle, los balcones y el patio que integramos a la sala tumbando un par de paredes y ofrece un espacio abierto que se detiene en las rejas y casi las invisibiliza. El pasillo que da a los cuartos y a la cobacha de los tereques donde todos nos escondimos alguna vez. El baño en el patio para las fiestas. Era el único lugar donde cabía un segundo baño en una casa acostumbrada a recibir mucha gente.
Me gusta cocinar en el mismo espacio donde aprendí a hacerlo. Trabajar los productos sobre los mismos gabinetes viejos y gastados de mi abuela que no quise sustituir. Mirar para lejos por la misma ventana mientras friego.
No es una casa grande. Es una casa cómoda. Tanto que Graciela a veces aparece envuelta en la toalla diciendo: “Es que pasé por el baño y me bañé”. Así, sin planificarlo.
Uno de mis temores de regresar a casa era que Graciela no se amañara. Nunca había vivido en una urbanización. De su entorno rural en Ponce pasó a los centros urbanos de Río Piedras, San Juan y la ciudad señorial de Ponce. Una urbanización no estaba en su radar. Me equivoqué. La casa –como le decimos como si fuera la única en el mundo– le gusta tanto como a mi y eso me hace inmensamente feliz.
Que Gabriela pueda venir con Nick de Nueva York a disfrutar la casa esta Navidad y en adelante, me llena de alegría. La visitó por primera vez cuando viajamos acá desde Nueva York teniendo poco más de un año de edad y no puedo olvidar lo mucho que me impresionó que podía estar largos ratos “hablando” no se de qué con abuelita Noemí en la misma terraza donde cuando no estaba techada todavía, lo hacía yo de niña. Esta vez la voy a sentar ahí mismo para que me cuente.
Mijo está feliz en el mismo patio donde Laika –nuestra perra que parecía un clon de la original astronauta rusa– vivió y murió de vieja saludando por la verja a Kayser, el doberman de Tito Parrilla.
Pero sobre todo saber que Graciela escucha el chancleteo de Crucita en el cuarto por las noches me provoca mucha ternura. Yo no escucho ni veo mis muertos. No tengo esa facultad. Los siento, los reconozco, pero verlos y oírlos lo que se dice verlos y oírlos, no se me da.
Pero sé que están contentos con mi regreso a la casa. Mis muertos, mis vivos y yo somos felices en la casa.