La cazafantasmas: A propósito de Rima Brusi
Cuentan de la terquedad de los fantasmas. Dicen que habitan asediando, que bien saben ocupar el espacio sin estar en él. Quizás porque desean un instante de corporeidad, aparecen a todas horas y nos perturban. Basta un sonido, una visión, un golpe, un olor y todo un universo espectral se pone en movimiento. ¿Qué si el espacio donde se asoman los espectros es el cuerpo o la casa móvil de la memoria?
Cuentan también del tesón de las cazafantasmas. Hace falta mucha valentía y entusiasmo para esta empresa. Algunas van en busca de sus hostigadores apertrechadas con nuevos dispositivos para medir los campos de fuerza electromagnética. Otras se arman de tan solo pluma y papel y van a su encuentro.
Rima Brusi Gil de La Madrid pertenece a la segunda categoría de cazafantasmas. En su más reciente entrega Fantasmas, publicada por Editora Educación Emergente, Rima Brusi asediada por un olor, se dedica a hacer cuerpo y memoria del espectro que, sin estar del todo o precisamente porque nunca supo estar, organiza su relato memorioso. Con una pluma valiente, decidida, llena de tinta antropológica, la valiente narradora no solo quiere enfrentar a su fantasma sino explicarlo.
Estas memorias son una matergrafía. Así llamé hace algún tiempo a textos autobiográficos que giran alrededor de la madre. Decía entonces que la madre funcionaba como el Otro para quién, por quién y desde quién se estructura el relato. Esa conclusión es obvia, la narradora de este libro organiza su recuento a partir de su madre biológica o, para ser más precisa, a partir de su ausencia. La madre es todo presencia en el texto, si de chica es por la presencia intermitente, en el presente de escritura, cuando ya Rima ha decidido protegerse ella y a los suyos de esa madre que nunca supo serlo, aparece citada; su palabra, en itálicas, es parte del relato.
Bien podría ahora pasar a analizar los elementos que este sujeto autobiográfico utiliza para reconstruir una relación tan “delicada” como ella misma la llama. Auxiliada por Paul de Man, buscaría incluso los elementos que configuran la máscara narrativa del texto puesto que, como sabemos, el relato mnémico se reconstruye siempre hacia el futuro, y no desde el pasado como queremos creer. Así la Rimita alegre y atenta, abandonada por una madre incapaz que se dibuja en Fantasmas, corresponde más a la niña que la narradora Rima propone en su presente de escritura cuando ya ha experimentado la maternidad. El texto se compone de dos tiempos, de dos Rimas: el relato de la Rima hija, contado por la Rima madre que, en veintiún cuadros, intenta dar cuenta del fundamental, extraño y complejo vínculo materno para, a su vez, reflexionar sobre su propia maternidad.
Otra posible lectura sería ver cómo esa Rima del presente quiere reconstruir con parchos –algunos gigantescos y de colores, otros, luctuosos y tremendistas– esa colcha con huecos que es la memoria del abandono. Lo que pasa es que este camino de lectura es incómodo. Conozco a Rima, me pienso su amiga, y no logro, como lectora, dejar de intentar proteger al personaje Rimita del desamparo. Las peripecias de esta hija concebida en un viaje de ácido, huérfana de cariño, desamparada por una madre deprimida que la obliga al hambre, al miedo, a la errancia, a sufrir experiencias límites y violentas, como la iniciación o “asiento” en la religión lucumí a los 8 años, son difíciles de leer. Después de todo no soy tan criminal doméstica como me jacto. Me conmuevo ante este texto, donde el Yo gira y gira como una chiringa alrededor de una figura materna fantasmal y ominosa que no sabe volar la cometa.
Somos consecuencia de ciertas inciertas reminiscencias, nos asegura Braunstein. El primer recuerdo que se cree recordar traza, por ser traumático, el mapa de nuestra memoria. Lo que comenzó como una alucinación olfativa a químico, una phantomia, nos dice Rima, se tornó en la búsqueda del principio estructurador del relato. Lo curioso es que se trate de una fantasmagoría. Parece que en el libro la escritura es fantasmal, por involuntaria, como el olor a azufre, la escritura se aparece, la insta, es incontrolable. Seguirle la pista a un olor la lleva a la escritura y al primer recuerdo infantil:
“Una memoria me ha tomado hoy por asalto. Me estaba esperando agazapada en algún rincón de mi día, no recuerdo cuál. ¿Haciendo el desayuno? ¿Caminando con mi hijo al autobús?… Creo que la memoria es real porque su superficie es temblorosa y brillante…Creo que es real porque también tiemblo. Creo que es un recuerdo no verbal: este recuerdo no es palabra, ni es imagen, o al menos no es solamente imagen. Este recuerdo es más bien sensación: de necesitar un abrazo y no tenerlo; de estar de pie, llorando, esperando que mi madre me tome en sus brazos, esperando como quien dice “esperanza”, (en inglés, “hope”), y no “espera” (“wait” o “expect”), porque en ese segundo sentido no había ni hay mucho que esperar. Sentir en el cuerpo propio en el presente, la ausencia antigua de la mano del brazo, del abrazo de la otra, el abrazo de la persona que es tu mundo.
Trato de descifrar de dónde viene el recuerdo. Trato de evocar los abrazos de mi madre y descubro, para mi sorpresa y según mi memoria, que nunca me ha abrazado. Aún hoy, Teté no me abraza, más bien se deja abrazar por mí.”
La cita es parte del capítulo “Hallazgo”. No es fortuito el título de la sección. La narradora, cual antropóloga, brinda como el más importante hallazgo de su trabajo de campo esa primera memoria infantil, ese fósil que sitúa más en lo sentido que en lo recordado. Como toda memoria es testarudamente fantasmal y la acecha, la toma por sorpresa. Todo sensación, la ausencia de brazos que acurruquen y protejan, explica la difícil relación entre la madre biológica y la hija, que decide desde muy pequeña, no solo ser su propia madre, sino ser la madre de su madre. El primer recuerdo es el abandono. Abandono es el nombre de su angustia que sanará en la reconstrucción memoriosa. De ese recuerdo también la explicación de la escritura a la que la autora se agarra para entender los vínculos sociales. La escritura será madre sustituta, como su querida abuela paterna Carmen.
Sin embargo, la narradora se niega a reconstruirse como víctima de su madre. Antes bien, utiliza su pasado para explicarse políticamente un rol social. La Rima que reconstruye su vida anterior anudando, hilvanando, trenzando y cortando esas reminiscencias vitales tiene mano fuerte para coserle a esa Rimita-chiringuita una cola larga y amplia, como un manto con el cual se protege a sí, a su hermano, a Teté, a su abuela y nosotras las lectoras. Este es uno de los aciertos más importante del texto: contar el dolor, no desde el encono, si no desde la compasión. El libro es un valiente tratado sobre el perdón a aquellos que, por estar más cerca de nosotros, nos hieren con mayor profundidad. Vivir bajo un mismo techo no es tan fácil, ni tan gozoso como se nos impone pensar. La estructura social de la familia es histórica. No es secreto que vivir en familia implica un gran monto de sacrificio, sufrimiento, y por suerte, también de alegría.
A veces con un cincel, otras con un marrón, la narradora echa abajo el pilar fundamental de una ideología conservadora sobre la crianza y la educación de los sujetos sociales: el instinto maternal. Para ello incorpora sus conversaciones con la madre o reflexiona desde el presente sobre su propio sentimiento de “ineficiencia maternal”. Es compleja la crianza y la domesticidad, demuestra Rima. Cada vez que el ángel de la casa fastidia a la narradora en su proceso de escritura, se evidencia la contradicción inherente en la ecuación: madre y derechos personales.
Por ello traza una genealogía familiar de las inadaptadas al trabajo doméstico y transgresoras de la norma social: Marina, su bisabuela paterna, quien abandonó a su familia, su querida abuela paterna Carmen Ana, que amorosamente la cría, pero que “detestaba el arte y la ciencia de ‘llevar casa’”, Teté, que no supo ser madre y ella, Rima, que en muchas ocasiones fracasa “en la gestión de crear cotidianidad”, de “sacar el día”.
El dogma del instinto maternal, como bien nos recuerda Elisabeth Badinter, heredera del pensamiento de Simone de Beauvoir, asegura a la iglesia, al estado y, sobre todo, al capital una nueva clase de esclavitud al colocar lo materno como centro de la experiencia de las mujeres. “La máquina de hacer hijos es nuestra condena”, propone Lina Meruane, desde un tono divertidamente colérico en su diatriba Contra los hijos, donde analiza esa “máquina de hacer hijos” del capitalismo, para presentar el llamado de la cultura a la maternidad como parte del exceso consumista y contaminante del capitalismo bestial.
Fantasmas es un documento reflexivo sobre los límites de la maternidad. Reconocer que la más “natural” de las encomiendas de nuestra cultura es histórica, por lo tanto, que está muy lejos de ser una esencia universal o un evento biológico es aún hoy un importante desafío a nuestra ideología. Brusi hace del dolor de ser hija una oportunidad crítica para cuestionar y redefinir lo materno como principio social.
Insisto en la primera memoria infantil de Fantasmas, referida en “Hallazgos”, por ser acontecimiento basal, eje en el que se arma el relato. La narradora explica la sensación de abandono en su cuerpo al hacer referencia a un estudio sobre la crianza de macacos llevado a cabo en los años cincuenta. Refiere que el hallazgo inmediato del estudio fue la importancia del contacto físico en la crianza: los monitos prefirieron la caricia al alimento. La narradora insiste en otro hallazgo del experimento, revelador para su autobiografía, las hembras macacas que se criaron con madres artificiales al crecer no pudieron hacer actividades que se consideraban naturales o instintivas como lactar y cuidar a sus propios bebés. El primer recuerdo traumático de abandono le permite a la escritora del presente proponer una importante conclusión: la maternidad es un invento de la cultura, por lo menos, un aprendizaje.
Así, vemos desde el trauma fundante del primer recuerdo las negociaciones que la hija narradora hace con el ideario maternal. Y habrá que decirse que ese ideario del sacrificio materno inhumano y actual es tan terrorífico como los fantasmas que se conjuran en este libro. Reconocer la incapacidad mental, social y económica de Teté para ser madre, incluso, convenir en que la madre biológica la protegió de sí al dejarla al cuidado de sus abuelos, es una manera política, compasiva y ética de encarar un pasado traumático. También es una forma de humanizar la encomienda maternal y el futuro de las mujeres que, como la narradora, han decidido la maternidad.
Este libro todomadre o quizás todohija, o mejor, todomadrehija, nos recuerda que la vida nunca es como pasó, sino como la contamos, que “la forma en que uno ha registrado lo que le pasó es lo que uno es.” En esas palabras trazadas sobre el papel, hay un deseo de reflexionar sobre lo sufrido, una insistencia en politizar una circunstancia, una voluntad de otro camino.