La certeza del esperador
El que espera siempre lo hace sujetado a sus dudas, a ese hilo de incertidumbre al que se agarra para no desvanecerse, a esa esquiva prolongación de minutos que provoca éxtasis y desvaríos. Es que la espera no es una pausa, no es un paréntesis abierto al que se le añadirá su reverso al final de la oración, completando el símbolo de apertura con el de la clausura, esos familiares dobles de una misma curva. Una espera es alada e incontenible, no tiene tiempo. No es una fórmula deliberada. Y esa atemporalidad que la enmarca y la disipa también sutura a quien la siente. La espera ahoga e inunda toda noción del presente. Es una expansión indefinida. Hay que buscarle forma de alguna forma.
Así que, casi siempre, ante su reto, lo que se hace con la espera es esquivarla. Pero hay otras posibilidades: retratarla, pintarla, construirla, domesticarla, vivirla y matarla en su atemporal dimensión. Y al final queda -si se ha hecho algo con ella- la espera tangible, los restos materiales de los segundos que se utilizaron para convertirla en una secuencia de acción, en una arquitectura de azares que se sintieron en un momento, en ese no momento que es la espera. Y así la espera se instala en el espacio, como duda irrazonable.
Quintín Rivera Toro ha trabajado en esta instalación el cordón umbilical a la duda que propone la espera, y el espacio en que la sostuvo. Porque ante todo, sobre todo, eso que se hace con la espera y que desemboca en arte es materia de expansión. Hay que movilizarla hacia el futuro. Tienen que quedar rastros de esa movilización. Hay que entrar en la lucha y ganarse la certeza del esperador a través de las formas que se encausan en ese momento en el que el ser se sabe más mortal que nunca. Y terminar más instalado en las geografías de la mortalidad.
Así que Rivera Toro acomete con su espera y sus esperas el desacato del tiempo, de la provisionalidad que no culmina. Va en la búsqueda de alivianar la carga opresiva de esas geografías de la mortalidad en todas sus dimensiones: la doméstica, la profesional, la íntima. El país, el ocio, el sexo, el trabajo, el aburrimiento. Estructura un puente hacia la memoria que será, la memoria futura del instante que no ha llegado, al ser que construye en «La espera» sujeta con trozos de materia gris: la madera que se establece como cuerpo pero, más aun, como cuerpo pensante, como cuerpo pensante que espera solo.
El madereo -el trabajo del ojo y los dedos sobre la madera- al cual Rivera Toro somete a sus manos saca de sí la domesticidad física, la laboriosidad del cuerpo y los compartimentos de la mente. Un ser corporal, corpulento, contundente, compuesto de partículas de pensamiento. Y mientras la ceremonia de la memoria incide en el gigante pensativo que crea en «La espera» (en el monstruo portentoso de la mente en acción) presenta además el resultado de la constante actividad, de ese daily toil en «The Wait», un panal que no es solo promesa de almíbar lujuriante sino pared de cubículos, las abejas que no se conforman con la labor diaria que es eterna o la promesa de acceder a las mieles (dulces y también agrias) de la memoria.
Es el resultado de las mínimas acciones cotidianas que adelantan una causa: completar el ciclo de divagación para llegar a alguna meta deseada, a algún orden de las cosas. Las acciones, los encuentros, las rutas del pasado se utilizan aquí como armas para revolcar la memoria, inmolarse y encontarse de nuevo frente a una pared de posibilidades delineadas en rojo y negro: pasión y luto, abundancia y carencia, sangre y finales.
De las armas y el cuerpo, desemboca en la boca. Y entonces, las palabras. Entre la pintura y la madera, hay una cámara de voces a la que responde el artista con su intención de vencer, o comprender, o cederle el paso quizás a la cotidianidad. Y en la situación de la espera, se propone azotarse con palabras: sobre las relaciones, sobre la voluntad, sobre los vicios, sobre el perdón. En las palabras y con ellas Rivera Toro pretende razonarse para acometer algún movimiento, para sacar al cuerpo de su stasis, lograr que labore aún cuando se regodee en la espera que problematiza y horizontaliza ( «Es encontrar una simple razón para salirse de la cama», dice Rivera Toro sobre su ansia diaria de voluntad). Y al salir de los espacios que enmarcan y constriñen -en la espera que busca el arte- una epifanía: la soledad como consigna mientras se crea.
El punto límite de la búsqueda en su cuerpo: «Al otro lado de la verja no hay nada / porque no hay ninguna verja». La verja es un vicio de la creación. Y la palabra es el látigo de la espera. La oralidad, entonces, es el pegamento que puede restablecer un futuro, que anticipa una resolución, una carta a sí mismo, una violencia sonora que incide en el espacio, complementa y también se instala. Madera, color y palabras proponen la necesaria violencia de la paz que se piensa, de la creación que estalla, de otro destino posible.
En su espacio de clausura el cuerpo que espera (el del artista) tiene un referente: la voz que no cesa de advertirle y las creaciones que no cesan de sugerirle. En ese espacio -y en este espacio- Rivera Toro se posiciona a favor de la continuación del tiempo que la espera ha clausurado, cueste lo que cueste, hasta el fin. Y en la instalación toda le tiende su mano y su voz al miedo, a los plurales miedos, a las melancolías, a los finales certeros («Y no queda de otra que mirar la misma muerte a los ojos», dice), y aunque todo lo que ha hecho es explorar silencios y voces mientras espera, se rige (o dice que quiere ser regido) por la circunstancia de silencio. Y de su voz sale: «Soy yo… Al que no se le debe escuchar ni un minuto más».
Pero sí. Eso es lo que quiere. Hablar. Hablarse. Hablarles. Luego de haber transitado en su carrera cielos y nubes y pulsar con vídeos las ideas y performear con ganas e instalar con razones en esta y otras variadas geografías, Rivera Toro se asienta nuevamente en medio de su fuente más cercana (él mismo y su ciudad y su Isla), y sí, quiere que le escuchen aunque diga lo contrario.
Es una entrega filosófica. Porque la espera es un engaño que se puede resolver a favor de quien espera. Para eso aquí el arsenal de texturas, sonidos y colores sirven como antesala de lo que llega con la espera: un después. Una resaca de emociones para la supervivencia. Para retratar, pintar, construir, domesticar, vivir y matar la espera de mil y una formas, con la certeza de que eso -el después- es todo lo que existe, todo lo que hay.
Este próximo jueves, 10 de diciembre al las 7:00 p. m., abre la nueva exposición individual del artista visual Quintín Rivera Toro. La misma lleva por título “El esperador”, una instalación en sitio que además incluirá trabajo en escultura y pintura. La exposición se llevará a cabo en el espacio Recinto Cerra, proyecto del artista Jaime Crespo, localizado en la calle Cerra 619 en Santurce, Puerto Rico. Para más información llame al 787 239 3040 o escriba a [email protected].