La confirmación de Kavanaugh o el encarcelamiento de la esperanza
Los eventos de esta semana me han dado duro. La encarnizada lucha por la confirmación de Brett Kavanaugh al Tribunal Supremo de los EE. UU. ha resultado en el triunfo del sector más retrógrado y fundamentalista de la política estadounidense. Kavanaugh fue nombrado en el 2006 juez del Tribunal de Apelaciones de Washington, el más importante después del Supremo, como recompensa a su rol como “agente” republicano bajo la presidencia de George W. Bush. Sus posturas en contra del aborto y del derecho a los hawaianos (y los “nativos americanos” de Alaska) a ser cobijados por la Constitución, así como el derecho de las grandes corporaciones a influenciar la política partidista y, por lo tanto, en la política pública de la nación, y su contención de que el presidente no debe ser citado por un tribunal (subpoenaed) mientras ocupe la Casa Blanca aunque haya pruebas de que ha violado la ley, lo colocaría en posición de entregarle el “imperio de la ley”, que ha distinguido a la Constitución de los EE. UU., al Partido Repúblicano (GOP).
La importancia de este nombramiento, sugerido por la Federalist Society, una entidad de cernimiento ideológico en lo jurídico del GOP, estriba en que aseguraría que la judicatura de los EE. UU. estuviese en manos de jueces conservadores por los próximos treinta años. Esa mayoría conservadora de la corte aseguraría que se favorezcan los intereses privados por sobre los intereses de los ciudadanos que no sean propietarios o accionistas de dichas empresas.
Durante la presidencia de Donald Trump (DT), esta estrategia se ha estado fraguando silenciosamente, eficientemente. Se estima que el presidente ha nombrado alrededor de dos mil jueces federales conservadores por toda la nación. Simultáneamente, los nombramientos de DT a las posiciones claves de su gabinete en las secretarías del Tesoro, Comercio, Protección Ambiental, Educación y Justicia, han ido adelantando las agendas de desregularización que liberan al sector privado de cumplir con obligaciones de protección de la ciudadanía en las comunidades donde operan, y aumentan sus ingresos y ganancias con los ahorros que surgen de no tener que ejecutar políticas de protección de sus trabajadores y el medioambiente.
A este bizcocho, se le ha cubierto con la crema de la reducción de las contribuciones corporativas de 35% a 21%. Esto le ha permitido a las corporaciones, lejos de invertir en infraestructura para aumentar sus operaciones y crear nuevos empleos como se ha argumentado que sucedería, comprar sus propias acciones aumentando su valor a la vez que mantienen a empleados y suplidores recibiendo ingresos que apenas se mantienen a la par con la tasa de inflación. Los jóvenes que están entrando al mercado laboral al presente son la primera generación desde la década de los 50 del siglo pasado que devengará menores ingresos que sus padres.
Mientras tanto, el presidente satura los medios de comunicación con sus espectáculos mediáticos y su exorcismo del resentimiento de la aún mayoría hacia todos los grupos que amenazan su hegemonía blanca absoluta: los negros, hispanos, orientales, musulmanes, las mujeres y la comunidad LBGTTQ. Los prejuicios que justifican la hostilidad y deseos cada vez menos reprimidos de expulsar o marginar las ya no tan minorías, proviene desde la época de la conquista del continente y la implantación de la esclavitud. Pero esta se ha mantenido oculta, aunque latente, por el “political correctness” que Trump ha rechazado para deleite de su base electoral. Mientras los desposeídos (blancos pobres, negros, latinos, LBGTTQ y mujeres) luchan entre sí a favor y en contra del presidente, los propietarios y ejecutivos de las principales empresas del país y, en muchos casos del mundo, continúan multiplicando sus ingresos. Mientras se exacerba la llamada “guerra cultural”, que no es otra cosa que una lucha de clases disfrazada con los colores de las razas; sus combatientes marginados reciben menos ingresos en términos relativos y, tomando en cuenta la inflación, en términos absolutos.
Todos, inclusive (y de acuerdo a mis amistades) yo, nos hemos dejado provocar por el presidente y nuestra atención, indignación y cólera se ha concentrado en él, en su racismo, su misoginia, su insensibilidad, sus atropellos, su desprecio por todo lo que no se parece a lo que él piensa que representa —cuando en realidad los verdaderamente acaudalados y poderosos lo desprecian por embaucador, grosero y depravado— mientras los habitantes del pantano que prometió vaciar se llenan los bolsillos y los trust funds de sus descendientes.
La gran ironía de la “persona” pública y privada, pues no creo que haya diferencia, de Donald Trump es que ha logrado y se nutre del respaldo de “la canasta de deplorables”, como los bautizó Hillary Clinton, que representan los sectores menos educados, más racistas y más culturalmente indigentes de la sociedad estadounidense. Su base, sus incondicionales, su ejército de prosélitos y aduladores, a su vez está compuesta, no exclusiva pero significativamente, por los “clase baja”, la turba, los lumpen que desde las clases medias hacia arriba, se miran con desprecio y hasta un poco de repulsión. He ahí la gran ironía. Quienes más apoyan al presidente representan, precisamente, lo que los verdaderamente opulentos piensan que lo define a él: el “white trash”.
La confirmación de Kavanaugh representa una bofetada a todas las mujeres que vieron en Ford un ejemplo de su propia vulnerabilidad, maltratada y vejada por el poder y el privilegio de los hombres, y del valor de denunciarlo sin importar las consecuencias. Para añadir “insulto a la herida” (add insult to injury), se ignoró el testimonio de varias mujeres y sus confidentes, se aplaudió la burla del presidente de la memoria fragmentada de la injuriada, se impuso “por sus pantalones”, literal y simbólicamente, la voluntad de los once hombres blancos del comité de lo jurídico y de los portavoces del Partido Republicano en el pleno del Senado. La genuflexión de Flake y Manchin ante la maquinaria atroz del GOP, y la lastimosa traición de Susan Collins a sus constituyentes, fue la estocada final a un movimiento de resistencia que creyó, tal vez ingenuamente, que confirmar a Kavanaugh simbolizaba desechar aunque fuera la apariencia de imparcialidad en el máximo recinto donde prevalecía el imperio de la ley por sobre el imperio de los hombres, en este caso, descaradamente, en el sentido literal.
Los eventos de esta semana me han dado duro. Las traiciones que conocemos de los gobiernos a sus discursos de democracia, justicia y equidad, privilegiando como siempre al vil metal por sobre nuestra humanidad, cada vez parecen generalizarse más, predominar más, renunciar más a un mundo hecho a imagen y semejanza de los valores que se profesan en vez de a las prácticas de quienes los violan impunemente. Vemos el giro hacia el totalitarismo en gran parte de Europa, el autoritarismo en las democracias de nuevo cuño en las naciones post-coloniales en Asia, África y Latinoamérica, el doble discurso de las izquierdas que terminan replicando los patrones de conducta de quienes derrotaron y el hipócrita discurso anti-izquierda de quienes ya no se ocultan para revelar sus intenciones: el enriquecimiento personal cueste lo que cueste, que usualmente es el salario y el bienestar de sus propios conciudadanos, de los ciudadanos de un mundo que se globaliza como nueva estrategia de colonización sin armas, a menos que resulte inevitable.
No es de extrañar que en nuestro paisito ya nadie abriga la esperanza de cambio. Los cabros se han adueñado del sembradío de las lechugas y el resto de nosotros sentimos que ningún partido es capaz de revertir la entrega del país a los políticos de carrera que, sin credenciales, compromiso, ni pudor, se acomodan como los mercaderes del templo a esperar que llegue el maná del norte para distribuírselo con muy poco disimulo.
No es de extrañar que tantos se estén yendo a ese norte que se acaba de colocar la pistola del totalitarismo en la sien y amenaza con disparar si protestamos demasiado. No es de extrañar que tantos de nosotros que tenemos hijos allá o, preferíamos que en Europa —a manera de esperanza civilizada ante la degradación de la vida civil de los EEUU— les decimos que se queden por allá, que acá no tienen nada que buscar, que esto va de mal en peor y que no hay quien lo arregle, no hay en quien creer, que no hay cómo darle respiración artificial a la esperanza.
Los eventos de esta semana me han dado duro. Pero prefiero desahogarme y comenzar de nuevo, alertando a mis estudiantes, provocando a mis amistades, denunciando a quienes no les importa la desgracia ajena. Por eso escribo. De esta forma no me rindo. Así me consuelo pensando que quien me lea comparta la ilusión, el anhelo, el deseo de que el mundo de nuestros nietos sea mejor que el nuestro y aun el de nuestros hijos.
De la esperanza vive el cautivo y hoy me siento cautivo de la esperanza.