La cultura del otro
Acaba de ocurrir un acontecimiento prometedor para el desarrollo de la cultura puertorriqueña. No me refiero principalmente a la reciente creación de la Comisión para el Desarrollo de la Cultura, aunque me enteré de la noticia en el Museo de Arte de Puerto Rico, precisamente cuando el gobernador, en conferencia de prensa ante una muestra representativa de los sectores diversos del quehacer cultural, anunciaba la composición de los miembros de su bien escogida Comisión. En un aparte de aquel acto, casi como un non sequitur, García Padilla anunció también que se proponía firmar un proyecto de ley propuesto por la Cámara y ratificado por el Senado, que autoriza la concesión de licencias de conducir a extranjeros sin permisos de residencia.
La resonancia de este anuncio, sobre todo en el contexto aparentemente inconexo de una comisión para el desarrollo de la cultura, da que pensar. En un país donde la cifra de indocumentados, casi imposible de calcular, se cree que oscila entre doscientos y cuatrocientos mil habitantes, la posibilidad de que, gracias a la licencia, esta contundente población pueda abrir cuentas de banco, conducir libremente por la vías de rodaje y realizar trabajos por contrato, representa un acto de justicia social. Hasta qué punto habría que añadir que se trata también de un acto de justicia cultural.
No cabe duda que el Estado no obra por exclusiva deferencia filantrópica. De lo que se trata, en buena medida, es de incorporar a la economía legal un sector de la producción hasta ahora limitado a la economía subterránea. La licencia de conducir los obliga también, que conste, a pagar impuestos por el trabajo debidamente contratado. No obstante, esta súbita visibilización de ese otro Puerto Rico del que no se habla, abre un resquicio que permite vislumbrar zonas de convivencia e intensidad que no suelen figurar en las definiciones más socorridas de la llamada cultura nacional.
Lo que hay que admitir, de entrada, es que el mero hecho de reconocer la existencia jurídica de un sector tan determinante y tan ninguneado de la vida cotidiana de este país obliga a un examen de conciencia sobre qué ha sido y qué puede ser la llamada cultura puertorriqueña. Cuando se piensa, y para muestra, baste por ahora con este botón, que la comida puertorriqueña que se sirve en casi todos los restaurantes, la misma que le vendemos y le celebramos al paladar del turista, está casi exclusivamente preparada por cocineros y cocineras dominicanas en las trastiendas de esos restaurantes, no está demás replantearse la supuesta puertorriqueñidad de “nuestra” cuisine. ¿Cuántos extranjeros indocumentados se necesitan para encender la bombilla de la puertorriqueñidad?
Esta ley pone de manifiesto la singularidad caribeña de nuestra cultura, no porque compartamos el folclor, la música, la gastronomía o los colores y luminosidades del trópico, sino por la presencia corpórea, por la cohabitación actual, real y cotidiana de los cuerpos antillanos de los dominicanos, haitianos, cubanos, isleños e incluso latinoamericanos que limpian nuestras casas, destapan las tuberías, instalan el cable de la televisión, construyen las urbanizaciones y componen también, día a día, el cimiento material, no la etiología ni el supuesto origen mítico, de la cultura puertorriqueña. Puerto Rico elucubra sus visiones de la cultura bastante alejado del archipiélago al que pertenece, no ya solo geográfica, sino sobre todo demográficamente.
Lo que nos trae de vuelta, aunque no lo parezca, al tema de la Comisión de la Cultura. El discurso del gobernador que precedió el anuncio de los nombramientos abundó en una propuesta inclusiva de lo cultural, abierta a las diferencias, exenta de partidismos, más enfocada en el presente que en la idealización estática del pasado, dispuesta a interesarse por una gama amplia, inclusiva y generosa de propuestas artísticas disímiles. No se puede negar que hay un talante nuevo, un aire refrescante y prometedor en estas palabras, sea quien sea que las haya escrito y articulado para el gobernador. Habrá que ver y esperar qué surge de este nuevo ángulo y de qué modos los miembros de la Comisión y la nueva directora, Lilliana Ramos, si resulta designada, se hacen cargo de las declaraciones del gobernador y se comprometen a exigirle que les responda a la altura de ellas.
Los que defienden la diversidad a veces olvidan que el respeto a la diferencia produce incomodidad y ansiedad y que rara vez culmina en resoluciones felices. La verdadera diferencia suele estar reñida con la mera felicidad. Hace falta una visión de la cultura menos dispuesta a la celebración y más interesada en mirar de frente las contradicciones profundas y las amargas precariedades del Puerto Rico de todos los días.
Todo dependerá, a la larga, de cuánta diferencia real quepa en la promesa de la diversidad. A veces los reclamos de diversidad terminan convirtiéndose en coartadas para disimular el regreso de la consabida fantasía de la reconciliación que termina borrando las diferencias y sepultándolas, nuevamente, en las madrigueras del rencor. Sería, por otra parte, una soberana pérdida de tiempo que esta Comisión extinga sus energías en la falsa controversia de la creación de una secretaría de la cultura y la posible desaparición del Instituto según lo conocemos. Si es cierto que esta Comisión se ha escogido para abrirle el camino a una supuesta nueva secretaría, entonces valdría la pena hacerle menos caso a esta agenda secreta y hacerle más caso a las prometedoras palabras del mensaje del gobernador. Hay demasiado trabajo que hacer en el terreno de la ampliación de esa legítima cultura de la diferencia a la que él se refiere con tanto entusiasmo como para perder el tiempo inventando estructuras cuya razón de ser sea su eventual desmantelamiento por el próximo partido de turno. Esa triste historia la tenemos demasiado cerca con el cambia cambia de las Juntas de Síndicos y las Juntas de Gobierno de la atribulada universidad del Estado. Creo en un profundo pesimismo con los meros cambios mega estructurales.
Hay que ser agradecidos. El Instituto de Cultura nos ha servido bien encargándose de la preservación de la memoria cultural de este país. Ahora lo fundamental es dar el paso de la cultura del acervo a la cultura del otro, de ese otro que no vemos porque estamos demasiado convencidos de nuestros prejuicios, de nuestras ideas hechas, y por eso no lo vemos, aunque a veces lo tenemos en las narices.