La dama de la triste figura
A mi padre, Balbino Colón Martínez,
por ser tremendamente íntegro, con o sin toga.
Así, los abogados tienen la obligación de desalentar y evitar ataques injustificados en contra de los jueces o el buen orden de la administración de la justicia, pues nada bueno augura a nuestra sociedad si se pierde el respeto hacia nuestras instituciones, máxime cuando se trata de una institución que su razón de existir es impartir justicia.
–In re Guzmán 181 DPR 495 (2011).
Recientemente el país se enteró de que en dos semanas comenzará a operar en Puerto Rico una división especial o “task force” del FBI, dedicada a investigar la corrupción en la judicatura. Así lo anunció esa policía federal en rueda de prensa sobre la radicación de cargos contra el abogado del sonado narcotraficante, Junior Cápsula. Las reacciones no se hicieron esperar. De inmediato el Juez Presidente del Tribunal Supremo señaló que la Rama Judicial de Puerto Rico “ya cuenta con todos los mecanismos para garantizar que sus funcionarios actúen a la altura que se espera de ellos”. Y como para muestra con un solitito botón basta, hizo referencia al caso del exjuez Reinaldo Santiago, destituido por acusaciones de violencia doméstica de su ex-esposa; como si se hubiesen necesitado grandes destrezas investigativas en el mismo. (El Nuevo Día, 27 de agosto de 2013).Al día siguiente, Hernández Denton fue portada de El Nuevo Día. En el reportaje, el Juez Presidente exhortó al pueblo a confiar en la rama judicial; y como el botón de muestra ya lo había utilizado el día anterior, el peso de su argumentación descansó en establecer que el Supremo evalúa regularmente a los jueces y juezas, y “suspendemos y desaforamos continuamente a abogados”, según se le cita. Se quejó entonces de que los federales no hubiesen tenido la cortesía de advertirle sus planes. Al respecto, añadió la Jueza Administradora de los Tribunales, que ese es el tipo de señalamiento que abona a la percepción (no aclaró si correcta o errada) “de que los puertorriqueños no podemos trabajar sobre los propios puertorriqueños”. Esa condena a la intromisión de los federales con nuestro sistema de justicia arrojando sombras sobre su probidad, logró reclutar el apoyo de múltiples interlocutores; desde el Secretario de Justicia de Puerto Rico, hasta a la Presidenta del Colegio de Abogados.
El asunto volvió a ser noticia cuando el Juez Presidente hizo declaraciones desde la Asamblea del Colegio. Según la edición del 8 de septiembre de 2013, Hernández Denton aseguró que se trata de “ataques” que buscaban minar la confianza del pueblo en la rama judicial, y propenden a la anarquía. Añadió que:
“La confianza del pueblo en su judicatura es indispensable para nuestra vida en sociedad. En nuestra democracia, el pueblo necesita sentirse confiado en que cuenta con una rama judicial eficiente, sensible, transparente e independiente a la cual llevar sus controversias y reclamar sus derechos. El pueblo necesita sentirse confiado en que no hay que tomarse la justicia en sus manos. Siendo así, un ataque a la confianza en la rama judicial, es un ataque a la convivencia pacífica y ordenada de nuestro país.”
Para empezar a analizar los referidos sucesos debemos reconocer que por mucho que nos ofenda, mientras continuemos siendo colonia de Estadios Unidos, el FBI continuará interviniendo humillantemente en todos los asuntos internos de Puerto Rico relacionados al interés metropolitano de garantizar cierta funcionalidad del estado colonial y su control del mismo. Por ser ello así, sería absurdo esperar que esas intervenciones se parezcan más al consejo preocupado de un amigo, que al bofetón inesperado de un padrastro por desordenarle su caja de herramientas. No obstante, nuestra aversión al dominio norteamericano tampoco puede llevarnos a comprar esta nueva versión del “Puerto Rico lo hace mejor” que nos pretende vender la Administración de los Tribunales. La desfachatada intervención de los federales en el procesamiento de la corrupción gubernamental en Puerto Rico ha encontrado tierra fértil en la sistemática falta de voluntad de los regentes locales para meterle mano. Que el FBI interviene parcializadamente y en función de sus intereses particulares como ente dominador externo, es una verdad irrefutable; pero que en Puerto Rico hemos institucionalizado localmente la impunidad, es igual de cierto.
Por eso resultan tan preocupantes las declaraciones vertidas en el abstracto por el Juez Presidente sobre la importancia de mantener la buena imagen de nuestra judicatura para evitar caer en la anarquía. Y es que, como aclara la pauta publicitaria de Sprite: “La imagen no es nada, la sed lo es todo”. Nuestro país no necesita que le vendan imágenes bonitas sobre la justicia, sino que le aplaquen su sed de ella. Para ello, tenemos que reconocer que en efecto nuestro sistema judicial puede estar más propenso al cáncer de la corrupción que lo que pensamos, de muchas y múltiples formas. No pretendo implicar que se trata de un mal generalizado o mayoritario, pero sí de que la judicatura se encuentra tan o más vulnerable a ese maligno que cualquier otra institución o rama de gobierno. Recordemos que la corrupción es la proxeneta del poder, y los jueces y juezas ejercen muchísimo poder sobre los asuntos más fundamentales de la vida, libertad y propiedad de las personas que acuden ante las diversas salas de justicia. Descartar de plano esa posibilidad me parece irresponsable.
A los jueces y juezas no los mandamos a buscar por catálogo con especificaciones claras sobre su programación ética. Estos son personas que han crecido y se han formado dentro de los mismos contextos generales que el resto del país, y han estado expuestos, de una u otra forma, a los mismos elementos contaminantes. Peor aún, según hemos señalado en columnas previas, el principal ingrediente para obtener un nombramiento judicial es contar con importantes contactos dentro del mundo político. Ello implica que la generalidad de los jueces y juezas son personas que mantienen diversos tipos de vínculos cercanos con una clase política caracterizada por una ausencia generalizada de estándares claros de comportamiento ético; para ponerlo en términos elegantes. Algunos de ellos, como sabemos, han sido nombrados mediante procesos torcidos en cuanto a la observancia de la normativa constitucional aplicable se refiere. De tal modo, no podemos negarnos a la posibilidad de que una porción de tales, padezcan de algún grado de contaminación en términos de su falta de rigurosidad ética. ¿Realmente debemos ser tan cautos como para pensar que todos los nombramientos producto de ese sistema serán siempre personas de la más incuestionable integridad ética? ¿Podemos razonablemente confiar en que en ese proceso de selección, contrario a otras áreas, la clase política actúa desinteresadamente en función de los mejores intereses del país? Todos los sistemas anticorrupción que conozco, parten de la premisa de la posibilidad real de que las personas envueltas incurran en conductas inapropiadas, y en función de ellos se establecen mecanismos de control. No obstante, con respecto a nuestro sistema judicial, según el Juez Presidente, aparentemente se trata de un lujo que nuestra democracia no se puede permitir.
Al parecer yo vivo en un país distinto al del Juez Presidente. En el de él, aún no reina la anarquía y la gente confía en sus instituciones, porque existen sobradas razones para así hacerlo. Lamentablemente, en el mío los jueces y las juezas de los últimos 35 años fueron nombrados por gobernantes a los cuales en su mayoría se les cuestiona su falta de pulcritud en la gestión pública y sus desvíos en la observancia de la Ley. Un país donde la Comisión de lo Jurídico del Senado (encargada de recomendar la confirmación de los jueces a ese cuerpo) ha sido presidida por personajes de tan baja calaña como Juan Rivera Ortiz, Freddie Valentín y Héctor Martínez, los tres convictos por corrupción, y por otros que nunca se caracterizaron por ser ejemplos de transparencia. De tal modo, en mi país, uno tiene que ser tonto para descartar la probabilidad de que se hayan colado jueces y juezas éticamente vulnerables en las filas de la judicatura, o que incluso hasta hayan sido nominados y confirmados por esa misma proclividad.
Dada la ausencia de un sistema meritocrático, el grueso de los jueces y juezas no son otra cosa que abogados comunes y corrientes con contactos político-partidistas. Por lo tanto, provienen de la misma masa de profesionales que, según el Juez Presidente, continuamente son desbarrados por el Tribunal Supremo. Y me pregunto: si los abogados y abogadas en nuestro país estamos igual de propensos que el resto de la población a incurrir en desviaciones éticas, ¿cuál es el milagro que obra en la psiquis de esos abogados o abogadas que al ser nombrados jueces y juezas los vuelve impolutos? No hay milagro ninguno, solo un sistema que se encarga bien de proteger su imagen, para que la ciudadanía no le pierda la fe. A ese fenómeno en columnas previas lo hemos nominado como la “ficción de la honorabilidad”. Y es que, sencillamente, todo nuestro sistema de justicia descansa en la frágil presunción de que esos a quienes les toca adjudicarle a cada cual lo que le corresponde, lo harán honradamente, con honestidad y libres de ataduras y otras consideraciones que no sea la aplicación objetiva de la ley según la entienden; e independientemente de quiénes sean los actores particulares ante sí.
Pero, ¿responde en todos los casos esa imagen a la realidad? Si la respuesta es que no, entonces no se puede exigir que la ciudadanía se haga de la vista larga con el argumento de que si se cuestiona el sistema nos arropará la anarquía. No podemos limitar el asunto de la corrupción del sistema al hecho crudo de que un juez o jueza acepte dinero para favorecer a una parte, como implican las circunstancias del anuncio sobre el task force del FBI. Da igual para los ciudadanos si la propensión a favorecer impropiamente a una parte es producto del dinero o de cualquier otra consideración extrajurídica, como por ejemplo partidista o clasista, ya sea por conveniencia o por cobardía. En cualquiera de los casos la imagen del juzgador o juzgadora imparcial simplemente desaparece.
No me malinterpreten, existen muchísimas juezas y jueces que cargan como sacerdocio impecable todo lo que representa el título de Honorables. En sus salas se imparte justicia a base de los hechos probados y en estricto seguimiento de las reglas aplicables, sin atención a la condición, afiliaciones o apellidos de las partes o sus abogados. Tampoco se dejan presionar por un sistema que, al evaluarlos internamente, pone mas énfasis en la cantidad de casos que resuelven (aunque sea de forma injusta y atropellada) que en la sabiduría de sus resoluciones; aspecto que también tiende a corromper los procesos al banalizarlos. Jueces que cuando se equivocan lo hacen con honestidad, convencidos de que han actuado correctamente y están haciendo cumplir la ley imparcialmente. Juezas que cuando afectan los intereses de una parte, generan en la misma respeto hacia la integridad de los procesos y la razonabilidad de sus argumentos. Pero también existen salas donde el comportamiento de los magistrados deja mucho que desear y que se convierten en terribles teatros de una justicia cobarde o acomodaticia. El problema es que a pesar de ser concientes de la naturaleza viciada del proceso mismo de selección de las juezas y jueces del sistema, la Administración de los Tribunales insiste en vendernos la imagen, en vez de procurar saciarnos la sed.
Está bien que la dama de la justicia utilice una banda sobre los ojos a la hora de procurar dar a cada cual aquello que en derecho le corresponde. El problema es que no se la quite en la intimidad de su hogar cuando se desnuda frente al espejo; para no confrontar la realidad de que su imagen presenta reminiscencias de fea dama de triste figura, muy distinta a la seductora hermosura que pintan los carteles. Y ello es muy lamentable, porque quienes la miran desde afuera observan su viva imagen.
En la edición del 30 de agosto de 2013 de 80grados, Francisco José Ramos, en su artículo titulado La corrupción es Estructural, nos señala lo siguiente:
Lo que sostiene una institución no es solamente su historia y su prestigio. Es también, o sobre todo, la fuerza vinculante de sus miembros y, por lo tanto, su prestancia y su entereza. Cuando dicha fuerza se debilita o pierde su vigor, cuando se va desintegrando el ámbito de su distinción y cuando se diluyen los criterios que regulan o modulan las acciones, esto es: el despliegue axiológico de su actividad o ἐνέργεια (“energéia”), para valerme del hermoso vocablo griego, se puede decir que se está de lleno en un proceso irreversible de descomposición. En tales circunstancias, todo el esfuerzo consiste en sostener el semblante, es decir, el aspecto retocado de una determinada proyección de imagen.
Nada más con el testigo. El potencial de corrupción, esa inclinación a actuar en contra de lo que entendemos correcto, nos afecta a todos y todas. La cita que introduce este artículo no tiene otro propósito que recordarme que, como abogado, debo medir y ponderar muy cuidadosamente cada una de las expresiones que vierto en esta columna. Por ello eliminé párrafos, y suprimí ciertas referencias particulares; autocensurándome para no perjudicar mis intereses profesionales. Quizás haya algo de ello en el apoyo generalizado que recibieron las expresiones del Juez Presidente. Pero al menos yo lo reconozco; al percatarme de la desagradable imagen que veo en mi espejo.