La dignidad de Abelardo Díaz Alfaro
A mi madre, Olga B. González Córdova
Nuestro país es uno esencialmente autobiográfico, nos decía hace poco el escritor nacional Luis Rafael Sánchez. Con ello apuntaba a la peculiaridad puertorriqueña de querer contarlo todo incluyendo asuntos fundamentales de nuestras vidas y nuestra cotidianidad. Solo algunos hombres y mujeres sensibles logran ser autobiográficos a través de la expresión artística o literaria, como es la gesta del hombre que nos convoca hoy. En sintonía con lo anterior, el propio Luis Rafael Sánchez afirmaba lo siguiente al describir su oficio: «Si mi literatura sirve de trampolín para hablar del país me parece bien, pero yo no soy un político, yo no soy sociólogo, yo no soy analista. Yo trabajo desde la sensibilidad, la mirada sobre todo de la oreja. Yo escribo con la oreja».1
Abelardo Díaz Alfaro, a quien la vida lo llevó «por la trastienda» tierra adentro, era un sensible observador de la cotidianidad, uno que si hubiera tenido de oficio el de sociólogo, sin duda, hubiera sido un fiel discípulo del sociólogo alemán Max Weber. Es decir, era uno que prefería alejarse del empirismo positivista, y en su lugar establecía una profunda empatía con los sujetos que se encontraban a su alrededor. Quién sabe si en su peregrinar cuando joven estudiante por el Poly-Inter de San Germán o la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Puerto Rico, camino a su formación como Trabajador Social, encontró que esa empatía con su pueblo, sobre todo con el trabajador humilde, el buen jíbaro nuestro, sería su proyecto de vida como hombre de letras, a la par que aprendía el noble oficio de trabajador social. La vida «por la trastienda» tierra adentro, lo llevó a retratar sus encuentros, a presentarlos tal cuáles eran, sin desdoblamiento o retórica hueca, sin distorsión. Eso sí, cada una de sus palabras reflejaban la angustia y el dolor observado. Su interés no era evocar en su lector o en su audiencia, amargura o sentimientos masoquistas. No; era un llamado a entender nuestra realidad y un grito para actuar sobre ella, para transformarla.
Con gran razón y entereza, su compañera de vida, Doña Gladys Meaux, nos ha narrado como muchos de los personajes principales de la obra de este ilustre literato cagüeño, fueron productos de encuentros en la vida real. Así el toro josco existía en la finca de sus tíos en Toa Alta, donde lo vio luchar con el toro americano. Y en efecto, existió un Jincho Marcelo, encargado del Josco. O la Sica, cuñada de Jincho Marcelo, quien fue Doña Francisca Marrero residente de la calle del Melao de Toa Alta. O cómo Los Peyo Mercé, surgen de las vivencias laborales en el Barrio Río Abajo en Cidra. Allí Peyo Mercé era Pedro Núñez, un maestro que también era Trabajador Social y profesor visitante en aquellos tiempos. O que el Santa Claus que va a la Cuchilla era don Sergio Alfaro, un tío pro-americano que continuamente repetía su arrepentimiento de haber nacido en Puerto Rico».2
Asiduo visitante del cafetín del barrio, afirmaba: “Hablar en un cafetín de campo es una escuela. No concibo cómo un escritor puertorriqueñista no utilice como laboratorio de investigación un cafetín de un campo o un pueblo”.3
Era pues Don Abelardo, un observador partícipe auténtico de su realidad social. Algunas grandes personas de letras de su generación, en más de una ocasión y con cierto desdén, pretendieron encasillar su obra como mero «costumbrismo» con una visión arcaica y romántica de un pasado, pretendiendo incluso subestimar las posibilidades universales de su obra. La etiqueta no hacía feliz al Maestro cagüeño. Tenemos que escuchar la respuesta que ofreciera en una entrevista en el periódico EL MUNDO:
«Hay que conocer el pasado. El presente es efímero. Hay que conocer el pasado de nuestra historia y nuestra tierra para quererla y amarla como se ama a una madre, a una novia, a una esposa. Hay que tener raíces. Hay hombres sin raíces que no pueden elevarse hacia el cielo ni extender sus ramas hacia el futuro. Soy puertorriqueño y amo esta tierra y no concibo cómo se puede amar a otra tierra sin antes conocer y amar a esta, la nuestra».4
¿Cómo etiquetarlo como costumbrista sin arraigo universal cuando logra que algunas de sus obras estén traducidas en siete idiomas: checo, polaco, ruso, alemán, inglés, francés e italiano? Existen obras de Don Abelardo disponibles en textos en Nueva Zelandia, Gran Bretaña, Estados Unidos, Australia y Canadá entre otros, por mencionar solo el mundo angloparlante.
Como antes he dicho: conviene recordar que su fallecimiento fue anunciado por el periódico más importante del mundo, el New York Times. Una extensa nota publicada el 28 de julio de 1999, comenzaba con esta afirmación que traduzco del inglés: «Abelardo Díaz Alfaro, cuyas cuentos y narraciones cortas, dieron voz a la lucha de los puertorriqueños por su identidad, murió el jueves en su hogar en Guaynabo, un suburbio de San Juan. ¡Vaya manera de ser provinciano! ¡Tantos otros y otras que dicen escribir una literatura universal y sin embargo su obra no logra trascender ni los contornos de su barrio!»5
Muy certera y sabia es la apreciación de Margot Arce de Vázquez, cuando nos comenta que tal insistencia es un «esnobismo universalista-sin apoyo en una sólida y crítica consciencia nacional- [que] solo puede conducirnos a la peor de las negaciones que es la de la propia existencia».6
Sí; era un sociólogo que escribía con la oreja pero que, al decir de la antes citada ilustre mujer de letras cagüeña, Margot Arce de Vázquez, no era Díaz Alfaro un «sociólogo de cátedra». Más bien, su obra está escrita:
«Con sociología sobre el terreno en carne viva, en la carne y en el espíritu vivos y doloridos que él conoce con el lúcido conocimiento de la caridad verdadera. El tono de los cuentos de Díaz Alfaro es el inconfundible tono de los que sienten hambre y sed de justicia y quieren ser hartos. Porque ese hombre no se sacia con puras palabras ni con remedios materiales… los jíbaros de Tierrazo claman en su silencio y su íntima rebeldía por una plenitud que va más allá de la libertad política y solo se satisface con la cabal plenitud espiritual».7
Hay que recordar que mientras en su propia obra Margot Arce de Vázquez denunciaba de forma directa el problema colonial de Puerto Rico antes y después de 1952, reconocía en la obra de Abelardo Díaz Alfaro un retrato de los estragos del colonialismo y el imperialismo de abandono, otra gran mujer de letras, Monelisa Pérez Marchand, al describir la oreja con que escribe Díaz Alfaro en su cuento Los perros lo dramatiza de esta manera:
«Este cuentista no se limita a mirar desde afuera a sus criaturas literarias, por el contrario, se identifica tan esencial, tan poéticamente con ellas, que son estas las que de modo directo nos comunican sus vivencias, las que percibimos como verdaderas mordeduras en carne viva y no como meros sucesos de que ocurren a entes de ficción. Las criaturas literarias de nuestro cuentista son de ‘carne y hueso’ como diría Unamuno».8 Era verdaderamente un hombre original: al decir de Diez de Andino, «[bajaba] al fondo de nuestro campesinado; [bebía] en la fuente de sus necesidades; [escarbaba] sus penurias; [participaba] de su indigencia; [expurgaba] su miseria; y [vivía] sus apuros».9
Más que costumbrismo, estamos ante el realismo literario. No soy yo el llamado a seguir reflexionando desde la crítica literaria. Pero es que se me antoja decir que el sociólogo empático, de carne hueso, manifiesta su creación literaria desde este realismo. Se trata pues de alguien que no copia la realidad, sino que sin desfigurarla «crea algo nuevo partiendo de ella». Ricardo Gullón, literato español exiliado en Puerto Rico y amigo de Juan Ramón Jiménez, escribía sobre Díaz Alfaro:
«Tiene una imaginación poética que retiene de su mundo los detalles significativos, los que expresan verdaderamente el sentido de cuanto le rodea y son, por así decirlo, la clave de ese universo. Un mundo hecho de realidad y poesía, como todos los de los escritores verdaderamente grandes. Una imaginación para quien lo simbólico constituye el modo natural de expresarse».10
Por supuesto, su solidaridad era con el ser humano que habitaba en tierra puertorriqueña. Defender esta tierra en tiempos donde se fichaba y perseguía solo por expresar el más noble sentimiento pasional por nuestra nacionalidad, era muy difícil. Recuerdo perfectamente cuando en 1969, siendo yo estudiante de escuela superior en Notre Dame, aquí en mi pueblo de Caguas, decidimos dedicarle una actividad proclamándolo «hombre ilustre puertorriqueño». Llenamos el auditorio de banderas de Puerto Rico y retratos de nuestros próceres. Leímos sus cuentos y nos regocijamos en su agridulce criollismo. Al momento de dirigirse a los estudiantes, Abelardo Díaz Alfaro, como solía hacer en esos días cuando visitaba las escuelas superiores que lo invitaban, lanzó una apasionada defensa de nuestra puertorriqueñidad. Repito, era 1969; un año antes, había sido electo el primer gobernador que defendía la anexión de Puerto Rico a los Estados Unidos. Finalizada la ceremonia recibía mi primera felicitación de una persona histérica que se encontraba en la audiencia: «¡Comunista, que llenas este colegio de banderas comunistas y que invitas a comunistas! ¡Quién te dio el derecho de adoctrinar a mis hijos!» Ese mismo año, en comentarios independientes de este incidente personal que les narro, le preguntaban a Abelardo Díaz Alfaro sobre su analogía de Santa Claus con el mismísimo diablo en su cuento «Santa Claus va al Barrio Cuchilla». Estas analogías en su cuento, decía, sabía que le crearían problemas y que hasta lo tildarían de comunista. A ello respondía, y cito: «No soy antiamericano ni les tengo miedo a los norteamericanos;… [Yo] soy pro-puertorriqueño y [solo] le tengo miedo a los jíbaros americanizados, los jíbaros wash and wear».11 Y ese mismo año de 1969, publicaba la prensa la reacción de una joven universitaria tras escuchar la espontánea alocución de puertorriqueñidad que solía hacer Díaz Alfaro. Al acercársele a Abelardo e interrumpir la entrevista que le hacía el periodista Juan Cepero, le dijo: «Con el permiso. Permítame felicitarlo. Es usted el hombre más original que he conocido».12
Porque nadie más amoroso y respetuoso con la tierra que Abelardo Díaz Alfaro. Antes lo he dicho: en un sentido fue nuestro primer ambientalista. Su canto y evocación a quienes en ella laboraban prueban que este cagüeño apegado a su tierra y su gente solo proclamaba desde su Isla-nación una verdad universal: se ama la tierra donde se nace, se cultiva la misma porque nos devuelve vida y se honra a quienes la laboran pues nada puede ser más noble que cultivar la vida. Negar la tierra donde se nace, entregarla al extranjero, mancillarla con su abandono o propiciando su deterioro o desaparición, es en efecto, negar la vida, es cometer parricidio y matricidio. La tierra-patria y la tierra-vida imponen un deber sagrado. Algo tiene este valle que también sirvió de semilla para que otro ilustre puertorriqueño, Manuel Alonso, padre del costumbrismo puertorriqueño, escribiera el El Gíbaro, obra fundamental y germen en la historia de la literatura nacional puertorriqueña. Fue aquí en nuestro pueblo donde Don Manuel recibió su educación primaria. Con razón nos recuerda el cagüeño Dr. Eduardo Forastieri, que en 1946 Don Manuel Alonso tituló El Gíbaro Cagüeño, lo que puede considerarse la primera versión de la obra El Gíbaro.13 La fructífera obra literaria que ha emanado de esta tierra cagüeña permiten entender mejor la siguiente descripción de la poesía que nos ofrece el filósofo, el también cagüeño, Dr. Francisco José Ramos González: «Todo poema nace de la Tierra, es un don telúrico. Es sobre el cuerpo de la madre tierra que los hombres y mujeres pueblan el movimiento de este Planeta; y es sobre este mismo cuerpo materno que la escritura lleva a cabo el registro de su devenir».14
La última etapa de peregrinar en esta forma de vida conocida, la vivió el escritor exiliado en una parte de la jungla urbana de Guaynabo, en la urbanización College Park. Allí vivía, como decía «urbanizado» pues «no tenía el haber suficiente para comprar la tierra» que amaba y otros venden como si fuera una «mujer de partido». «Vivo entre rejas, urbanizado, como los pájaros tristes en sus jaulas. En estas cárceles de nuestros sueños y trinos».15 De hecho, allí murió años después en parte afectado por los ambages de un cruel asalto del que sería víctima en la jungla de cemento.
En la década de los setenta compareció ante la Junta de Planificación de Puerto Rico para oponerse a un proyecto que urbanizaría unos terrenos en el área de San Ignacio de Loyola en Guaynabo. No podía entender cómo iban a sembrar de cemento su mirador, su refugio. Como hacer entender a las autoridades que «urbanizar no es cementizar»: Cemento sobre cemento; urbanización sobre urbanización; lápida sobre lápida. Lo describía como «sepulcros blanqueados».16 Allí el jíbaro angustiado, quien presentía que ese mareo económico y falso crecimiento económico que se venteaba por todos los confines de nuestra tierra y el exterior, que cobraba visibilidad en el horripilante crecimiento urbano destemplado que solo servía los fines de lucro, que tardaría casi cuarenta años para que todos los que aquí habitamos cobráramos consciencia de que mucho era falso y artificial, allí frente a esa mal llamada Junta de Planificación (que debió llamarse junta de distribución equitativa de cemento), gritaba el poeta:
«Somos, quién sabe, los postreros defensores del verdor, al rescate del sepulcro de la fauna y la flora criolla, de la tierra que es nuestra, de nuestros hijos. Y se habla de contaminación del aire, de que hay que preservar el verde -el green- y sin embargo, quieren destruir este oasis de sombra noble que aún crece en el desierto de hormigón y rejas. ¿Para qué? Para construir una urbanización más. Como si no hubiera pocas en Puerto Rico. ¡No, y mil veces no!»17
Finalizaba el poeta con una contundente alocución:
«La “puerca” ominosa hollará este vergel. Destruimos el Edén y no podemos escuchar la voz de Dios en el trino de los pájaros. Se irán las reinitas de la Virgen, las golondrinas hacia tierras remotas. Siempre, al éxodo de los pájaros, se sucede el de los hombres. No, mil veces protesto como poeta, como cristiano, como jíbaro que soy. En nombre de Santa María, la que está en el rezo, por lo que he hecho por Puerto Rico, en nombre de la belleza: del pájaro y de la flor y de Dios».18
Al exaltar hoy los imperativos categóricos que evocaba constantemente Abelardo Díaz Alfaro, he de concluir con la reacción de una joven estudiante universitaria, Alma Pierina Rosignoli, quien me asistió en la investigación de esta breve reflexión. Tras su primer encuentro con este hombre tan original quedaba impresionada por su humildad, la cual la hacía evocar un importante valor o imperativo categórico: «no es lo que se dé o lo que se tenga lo que hace la felicidad, sino el valor, sacrificio y gratitud con la que se construye la vida lo que lleva a la felicidad».
Son estos tiempos de jauría, de perros lunáticos, hambrientos y malignos como los imaginados por Díaz Alfaro en su cuento Los perros; son tiempos de acreedores y juntas fiscales extranjeras frente a políticos sumisos y colonizados. Son tiempos de escuchar las embestidas del Josco y la dignidad voluntariosa del Rucio.
Hoy en este día, Don Abelardo, volvemos a proclamar la grandeza de este profeta, que hizo hablar la tierra que nos vio nacer, que escribió con la oreja pero fidelidad y realismo único. A 100 años de germinación en la tierra cagüeña, Abelardo Díaz Alfaro, a quien le dolía la patria pero se erguía digno en ella, es más vigente que nunca.
- Sánchez, L. (22 de marzo de 2016). Somos un país esencialmente autobiográfico. EL NUEVO DÍA, pp. 42-43. [↩]
- Ruiz Ellis, A. (s.f.). Perfil de Abelardo en Dialogo con Gladys Meaux. Recuperado de http://www.arecibo.inter.edu/
biblioteca/abelardo/dialogo. html [↩] - Cepero, J. (20 diciembre de 1969), Un Borincano de Pura Cepa, EL MUNDO, p.8B. [↩]
- Cepero, J. (6 de diciembre de 1969). Escritor Lamenta “Falta Humidad” Navidad Moderna. EL MUNDO, p.16-A. [↩]
- Ramos, C. E. (2013). Sentimiento criollo en la obra de Abelardo Díaz Alfaro y William Miranda Marín. [↩]
- Arce de Vázquez, M. (1 de junio de 1947). Margot Arce enjuicia obras puertorriqueñas, EL MUNDO. p. 14. [↩]
- Arce de Vázquez, M. (1 de junio de 1947). Margot Arce enjuicia obras puertorriqueñas, EL MUNDO. p. 14. [↩]
- Pérez, M. (9 de noviembre de 1957). Notas en Torno a “Los Perros,” Cuento de Abelardo Díaz Alfaro. EL MUNDO, p. 28. [↩]
- Díaz de Andino, J. (19 de mayo de 1962). Carta Abierta a Abelardo Díaz Alfaro. EL MUNDO, p. 7, suplemento sabatino. [↩]
- Gullón, R. (13 de abril de 1959). Abelardo Díaz Alfaro Narrador de Puerto Rico. EL MUNDO, p. 12. [↩]
- Cepero, J. (6 de diciembre de 1969). Escritor Lamenta “Falta Humildad” Navidad Moderna. EL MUNDO, p. 16-A. [↩]
- Cepero, J. (20 de diciembre de 1969). Abelardo Díaz Alfaro: Un Borincano De Pura Cepa. EL MUNDO, p. 8-B. [↩]
- Alonso, M. (2007). El Gíbaro. En Edición Crítica anotada de Eduardo Forastieri-Braschi (7ma ed.). San Juan: Academia Puertorriqueña de la Lengua Española Editorial Plaza Mayor. [↩]
- Ramos, F. J. (2012). La significación del lenguaje poético (p. 37). Madrid: Ediciones Antígona. [↩]
- Díaz Alfaro, A. (10 de mayo de 1971). Protesta de un Poeta , Escritor, Cristiano y Jíbaro. EL MUNDO, p. 20-B. [↩]
- Díaz Alfaro, A. (10 de mayo de 1971). Protesta de un Poeta , Escritor, Cristiano y Jíbaro. EL MUNDO, p. 20-B. [↩]
- Díaz Alfaro, A. (10 de mayo de 1971). Protesta de un Poeta , Escritor, Cristiano y Jíbaro. EL MUNDO, p. 20-B. [↩]
- Díaz Alfaro, A. (10 de mayo de 1971). Protesta de un Poeta , Escritor, Cristiano y Jíbaro. EL MUNDO, p. 20-B. [↩]