Una formación humanista
El amigo Manuel Martínez Maldonado me ha pedido que comente su más reciente libro Testigo: ver y pensar, cine, arte y universidad. En este volumen recoge numerosos escritos sobre estos temas. En esto soy reincidente ya que me pidió que presentara sus novelas El color de la muerte y El Vuelo del dragón en las que entreteje la narración literaria con eventos históricos. Ambas las disfruté.
Nosotros nos conocimos cuando él estaba terminando de escribir la segunda novela. Él me llamó para decirme que había incorporado al almirante William D. Leahy como un personaje en su narración, un gobernador tan olvidado como importante en la coyuntura política clave del comienzo de la Segunda Guerra Mundial y el ascenso del Partido Popular Democrático al poder. Hacía algún tiempo yo había editado y publicado dos versiones inéditas de las memorias de Leahy sobre su gobernación de Puerto Rico. En el caso de El Vuelo del dragón el autor desarrolla una trama que enlaza la Guerra Civil Española con los eventos políticos en Puerto Rico en una narración muy cinematográfica y con mucha acción. Me agradó mucho que mi trabajo de investigación histórica le hubiera servido a un escritor para una obra de literatura.
El autor tuvo la gentileza de invitarme a almorzar al restaurante Under the Trees, si no recuerdo mal. Desde ese día nos hicimos amigos ambos matrimonios en una relación que aprecio mucho y que tuvo un origen literario. También compartimos, según descubrimos, varios amigos comunes con los que ocasionalmente nos reunimos. Estos amigos generalmente tenían en común ser universitarios.
De Manuel lo que más me llamó la atención fue la amplitud de sus intereses y de sus conocimientos que abarcaban la poesía, la literatura, el cine, la medicina, la política y la universidad, entre otros campos. Cuando estaba editando con José A. Bolívar los dos volúmenes titulados Puerto Rico en la Segunda Guerra Mundial le pedí que contribuyera con un ensayo sobre la investigación médica, lo cual generosamente hizo. Esta capacidad de contribuir sobre una diversidad de temas en varios campos y disciplinas está evidenciada en este libro.
A menudo se usa con desdén el concepto diletantismo para descartar las contribuciones de académicos o intelectuales con intereses amplios. El diletantismo tiene que ver con la mediocridad o la superficialidad de algunos que pretenden opinar sobre lo que desconocen, no con la amplitud de intereses y la capacidad de hacer aportaciones valiosas en campos diversos.
Si lo segundo fuera un defecto tendríamos que descartar muchos pensadores importantes desde Giordano Bruno hasta Jean Paul Sartre o Jacques Maritain. ¿Podríamos entender el psicoanálisis sin el sustrato de mitología griega que Freud aprendió en un Gymnasium alemán? En efecto lograr lo segundo, la amplitud de intereses y conocimientos, la capacidad para integrar saberes, debería ser un modelo y una meta de todo sistema de educación superior: formar un sujeto que sea competente en una o varias especialidades y en la cultura general. Esto a veces le provoca inquietud a ciertas personas que creen que es mejor saber mucho sobre casi nada y nada sobre todo lo demás.
A menudo en nuestros encuentros con Manuel y sus amigos discutíamos sobre la universidad, la nuestra y la universidad en general, coincidiendo en nuestras perspectivas sobre la necesidad de una educación humanista e integradora. Para ambos la experiencia universitaria nos había marcado como estudiantes, profesores, investigadores y hasta como administradores.
Con alguna diferencia cronológica ambos estudiamos el bachillerato en Río Piedras, en la Universidad de Puerto Rico. Él de 1954 a 1957 un bachillerato en química y yo de 1964 a 1968 un bachillerato interdisciplinario con concentración en Ciencia Política. Luego nos habíamos ido a continuar estudios graduados fuera de Puerto Rico. Era en un momento en que la educación universitaria te habilitaba para una vida intelectual con amplios intereses y para desarrollar con éxito estudios especializados.
En 1953 la UPR se había celebrado por todo lo alto el Cincuentenario de una universidad que crecía y se fortalecía culturalmente. En la época de los estudios de Manuel ya estaba montado desde hacía una década el “básico” como parte de la reforma universitaria, se inauguró la nueva Biblioteca General, se iniciaba el Festival Casals, los viajes culturales a Europa y, como me recordó el autor, visitaba Puerto Rico la Ópera Metropolitana de Nueva York, entre tantos otros ofrecimientos culturales.
En su libro Martínez Maldonado se refiere brevemente en la introducción a la forma en que se despertó su interés por los temas que aborda en el libro a través de diversas experiencias y lecturas. Pero como él me ha pedido que hable de la universidad diré que su capacidad para moverse competentemente entre sus diversos intereses se debe en no poca medida a su experiencia intelectual en el tipo de universidad que se construyó en Puerto Rico, y de la cual va quedando cada vez menos. Ese bachillerato que fue el basamento para sus estudios posteriores de medicina en Filadelfia debió ser fundamental para habilitarle para continuar educándose y haciendo valiosas aportaciones a través de su vida.
A pesar de los agudos conflictos universitarios de los sesenta, ese clima intelectual y cultural lo pude vivir y me marcó en forma decisiva. Por primera vez leí obras importantes que eran discutidas en un ambiente de libertad en los salones de clase y en los pasillos, vi cine de calidad orientado por las extraordinarias notas de Esteban Tollinchi, conocí la música clásica para lo cual había hasta un salón en el Centro de Estudiantes, asistí a mis primeras obras de teatro entre las que estuvo “Los soles truncos” de René Marqués comentada por el autor en su libro, y viví tantas otras experiencias que me retaron y formaron. En esos años no tuve amigos ni profesores virtuales, sino de carne y hueso y de cuerpo presente. Entrar a la universidad era entrar a un lugar real con edificios y mucha gente diversa, era conocer los bares de Río Piedras, el tumulto del Centro de Estudiantes, no meramente apretar una tecla de ENTER para escuchar en calzoncillos a un profesor que no te puede ver si tú no quieres.
Si incurro en la nostalgia sobre mi experiencia universitaria me excusan, pero mucho le debo a esa Alma Mater que me ha ayudado a vivir mejor y a devolverle al país algo de lo que me proveyó. Pero no se trata solo de nostalgia ya que tuve durante mi vida profesional la oportunidad de estudiar y trabajar en varias universidades de América Latina, Estados Unidos y Europa para confirmar mi juicio que la Universidad de Puerto Rico me había provisto una formación excelente y casi gratuita, como lo hizo con nuestro autor.
Ver y pensar para ser testigos presupone habernos apropiado de un legado intelectual y cultural a través de estudios y lecturas en lo cual la universidad juega o debe jugar un papel decisivo. Por esto consideramos que no podemos entender este libro sin tomar en cuenta que presupone un cierto tipo de universidad capaz de proveer una formación humanista.
El libro que celebramos hoy es evidencia de la variedad de intereses y temas que han atraído la atención y la reflexión educada de Manuel Martínez Maldonado, aunque no de todos ellos. En el subtítulo dice que trata de Cine, arte y universidad. En la selección que ha hecho no ha incluido sus escritos sobre medicina ni su producción poética que nos consta que es notable. Aun así resulta impresionante los numerosos temas que aborda de forma competente e interesante.
La universidad está a través de toda esta colección de escritos que él ha titulado Testigo: ver y pensar ya que para ver y pensar se requiere educar la mirada y cultivar la mente. El autor además de la formación que recibió en nuestra universidad, posee una sólida educación científica y la experiencia de haber administrado instituciones universitarias en Estados Unidos, experiencia que lo puso en contacto, entre otras cosas, con las necesidades de la investigación de ciencias naturales. Martínez Maldonado tiene claro lo que debe ser la principal función de una universidad:
Su principal función es la educación de profesionales que sostengan la sociedad con honradez, con sentido común, y lógica, y que puedan contribuir a articular una política y una visión del país que permita la solvencia económica y moral (las leyes del hombre) de la nación.
Es una visión que comparto y que comparten otros educadores destacados quiero citar. Fernando Savater en El valor de educar, por ejemplo, destaca la importancia de la educación para la viabilidad de la democracia.
El propio sistema democrático no es algo natural y espontáneo en los humanos, sino algo conquistado a lo largo de muchos esfuerzos revolucionarios en el terreno intelectual y en el terreno político: por tanto no puede darse por supuesto sino que ha de ser enseñado con la mayor persuasión didáctica con el espíritu de autonomía critica. La socialización política democrática es un esfuerzo complicado y vidrioso, pero irrenunciable. 116.
Otros grandes teóricos de la educación como John Dewey, Ortega y Gasset y Robert Hutchins, aunque con perspectivas distintas, han recalcado la importancia de la educación para la democracia.
Por otro lado, Dennis Alicea en su libro de 2018, Educación en una democracia desgarrada, un libro que debe ser releído en esta coyuntura de crisis de nuestra educación superior, se refiere a las ideas de Dewey y otros teóricos sobre el nexo entre educación y democracia:
La educación le da a la gente un lugar en la cultura y le da a la cultura un lugar en nosotros. Nos pone en contacto con el mundo y los otros seres, de un modo distinto a si careciéramos de la instrucción y el conocimiento que la educación provee. La mente educada, de ordinario, ilumina los sucesos y las cosas con su conciencia de la temporalidad. Pasado y futuro son entrelazados a un presente que no cesa, un continuo que solo el entendimiento de la historicidad radical de los fenómenos permite conectar y, a la vez, diferenciar. 133-134.
Más adelante señala:
Educación y poder político están necesariamente entrelazados. La incultura nunca será una guía sabia para organizar la vida social y política. Pienso que una educación que promueve los valores de la convivencia -tales como la solidaridad, los derechos del sujeto, el respeto y la tolerancia a las diferencias, etc.- será superior que aquella otra educación que impulsa la mera alfabetización. Un sistema educativo que estimule la formación de seres libres y creativos será más virtuoso que aquel otro que masifica las creencias, y solo aspira a desarrollar una comunidad homogénea. La educación es un proyecto ético y humanístico que nos debe enseñar a salvaguardar y apreciar los derechos humanos, las libertades civiles, las instituciones políticas que crean balances e impiden la concentración de poder. Como proyecto ético y humanístico, valora el conocimiento y la racionalidad para la organización de la vida humana. 142.
Edgar Morin en su libro de entrevista biográfica Mi camino, editado por Djénane Kareh Tager, se refiere a la visión de Jean Jacques Rousseau en el Emilio de que la educación es educación para vivir, que él acota que se trata de aprender a vivir, señala lo siguiente:
Vivir es vivir en tanto individuo que hace frente a los problemas de su vida personal, es vivir en tanto ciudadano de su nación, es vivir también como parte de lo humano. Desde luego la enseñanza de la literatura, la historia, las matemáticas, las ciencias, contribuye a la inserción en la vida social, y las enseñanzas especializadas son necesarias para la vida profesional. Pero, cada vez se es menos capaz de afrontar los problemas fundamentales u globales del individuo, del ciudadano del ser humano. Para ello es necesario reunir y articular las disciplinas entre sí. Como también es necesaria una manera más compleja de conocer, una manera más compleja de pensar. 215.
En otra publicación, Por una política de la civilización, Morin dice:
El progreso admirable de los conocimientos se acompaña con una regresión del conocimiento por la dominación del pensamiento parcelario y compartimentado en detrimento de toda visión de conjunto. 40.
Esta es la visión que tenemos de la universidad y que informa la postura del autor. Por lo tanto, el valor de la universidad se mide por lo que hace con los estudiantes: cómo los habilita intelectualmente, cómo los enriquece culturalmente, cómo los forma integralmente para ser profesionales. No por la aportación que pueda hacer como empresa a las cifras macroeconómicas de la economía o por el abaratamiento del funcionamiento de las instituciones educativas a través de su creciente degradación.
Nos dice Martínez Maldonado:
Hay que fortalecer el bachillerato. “…en un país pobre como este, su función es educar a los ciudadanos para que contribuyan a la sociedad. Ese es el repago que espera el pueblo de su universidad…”
Todo esto nos puede parecer de lo más razonable a nosotros que nos interesan los libros y el conocimiento y que conocemos el valor de la educación universitaria. Sin embargo, a las nuevas derechas extremistas sustentadas políticamente en la ignorancia, la falta de educación y los prejuicios racistas y xenófobos, y a veces disfrazadas bajo ropajes neoliberales, no les interesa fomentar el acceso universitario sin exclusiones, ni promover una formación humanista de excelencia, ni tonterías como la lectura de clásicos o el fomento del conocimiento histórico, ni la promoción de las artes, sino universidades lo menos costosas posibles para el estado y de acceso exclusivo a minorías de muy altos ingresos. No importa que grandes grupos sociales no tengan acceso a la educación, ni que se debiliten los programas que enseñan lo que llaman “conocimientos inútiles”, ni que se impongan leyes que obligan a enseñar que la esclavitud tuvo ventajas para los esclavos…
Manuel Martínez Maldonado polemiza en estos textos con los que considera enemigos de la universidad humanista en la que cree, que es también la de la ciencia. Refuta la idea de que la misión de la universidad es hacerse cargo del desarrollo económico de Puerto Rico a través del desarrollo de “descubrimientos e inventos hechos con fondos federales” según las fórmulas ley Bayh-Dole. Nos recuerda las promesas fantasiosas y engañosas de los que decían que las patentes nos salvarían, como si fuera deseable la privatización del conocimiento. Desbanca también como ideología la fantasía de la “economía del conocimiento”, el machacoso lema que ya oímos cada vez menos a medida que se hunde el Titanic. Y no hablemos de la “ciudad de las ciencias” y otros ensueños de esa naturaleza.
La idea de una Universidad autosuficiente y rica a través de alianzas con la industria, es solo un pretexto para irle retirando los necesarios apoyos que recibe del estado como ha estado ocurriendo en Puerto Rico. De nada vale citar ejemplos de Estados Unidos porque son realidades distintas, muy distintas. Se trata de una excusa para quitarle recursos a la universidad. Ninguna alianza industrial-académica va a resolver los problemas de Puerto Rico en el corto plazo. Una universidad cada vez más débil y con menos recursos no puede aportar al desarrollo económico. Y en nuestro medio la debacle ha sido de todo el sistema universitario, público y privado. La responsabilidad la tiene convenientemente “la crisis demográfica”, y no la falta de voluntad del estado para asegurar la estabilidad y continuidad del sistema.
Debemos recordar de paso que no podemos dar por sentado nuestro sistema universitario. No tuvimos universidad por cuatro siglos. Cuando la tuvimos no fue realmente una universidad. En realidad, empezamos a tener universidad a partir de la década de los treinta del siglo pasado. Y quizás se le ocurra a algún genio neoliberal que esa institución no es costo-efectiva para una isla pobre con una población pequeña y menguante.
El autor celebra los logros de la ciencia por científicos puertorriqueños y celebra “el desarrollo de cienciapr.com como un gran logro para la ciencia puertorriqueña…” desarrollado por Daniel A. Colón Ramos. Ese gran logro no requirió un enorme financiamiento federal o fondos derivados de patentes, sino una buena dosis de creatividad. El autor defiende la ciencia y el método científico frente al irracionalismo los ataques al conocimiento científico en un tiempo de auge de movimientos políticos autoritarios como el que hace el columnista del New Yorker Jonah Lehrer que le achaca grandes males a lo que llama una religión científica a base de hechos que no se le pueden atribuir a la ciencia o el que hace un expresidente universitario resentido atribuyéndole a la universidad un carácter casi maléfico.
Los textos de Manuel Martínez Maldonado son provocadores. Muestran también indignación. Pero tienen el propósito de alertar sobre los peligros que se ciernen sobre la universidad y, por lo tanto, sobre Puerto Rico, para hacernos reflexionar sobre este importante asunto.