La era sombría del capitalismo (III)
La filosofía es el noble esfuerzo por entender lo que ocurre: el acaecer de lo real. ¿Pero qué es lo real? Obsérvese que la pregunta es por lo real, no solamente por la realidad. Téngase en cuenta también que dicho esfuerzo es lo propio de una investigación ancestral e interminable, pues implica el experimento con la verdad. Lo real es la verdad, lo que real y efectivamente hay. A la verdad hay que entenderla en su sentido ontológico, y no solamente lógico o epistemológico. Pero preguntemos también, a la manera de un saludo coloquial, entre amigos (pues solo desde el amor y la amistad tiene sentido el preguntar de la filosofía): ¿qué es lo que hay?.
Más que un mero discurso especulativo e institucional, la filosofía es una experiencia que pone en juego, en el sentido más lúdico y agónico de la expresión, la pregunta por el nacer, vivir y morir. Un nacer, vivir y morir que implica no solamente a la condición humana sino a toda forma de vida. Y desde ahí al universo entero.
El preguntar de la experiencia filosófica apela a lo real, al pensamiento, a la sensibilidad, a los modos de habitar este mundo, esta tierra, este planeta. Solo desde ese preguntar puede llegar a ser fecundo cualquier saber, conocimiento o disciplina. Solo desde el amor a la sabiduría y el deseo de entender tiene sentido la formación intelectual y la labor educativa. Esto es importante destacarlo porque el discurso capitalista ha puesto en boga una nueva vocación, la del emprendedor. Aunque no sea su único significado, dicho término se suele emplear para referirse al mundo empresarial de los negocios.
A tono con esto, se habla, por ejemplo, de una educación financiera, la cual ha de empezar con los niños y adolescentes. Se trata de inculcar, desde la más temprana edad, la voluntad de prosperidad económica como paradigma de una profesión exitosa y garante de la felicidad personal. Nada más normal. Se entiende entonces la despedida ya habitual de la gente entre sí exclamando ¡éxito! Como si con ello se estuviese abriendo el panorama de una gran oportunidad de hacer dinero o, en su caso, sostener la actitud de un ‘pensamiento positivo’ para la ‘realizar los sueños’. Con esto último, ya tan vulgar, se pierde de vista algo elemental: que los sueños no necesitan realizarse, pues ellos son su propia realización.
La otra cara de esa actitud es el diagnóstico de la depresión, cada vez más generalizado en todos los sectores de la población a nivel mundial. La extensión del diagnóstico de la depresión, formalizado en el célebre manual de la American Psychiatric Association (DSM), se dispara desde finales de la década de los ’80 del pasado siglo, hasta convertirse entrado ya el siglo XXI, en un enorme caudal de riqueza para la poderosa industria de los psicofármacos. Medicar el sufrimiento y hacer como si se pudiese erradicar «el dolor de la vida» ha sido, sin duda, un gran éxito empresarial, propio de astutos emprendedores. Asunto este que ya fuera vislumbrado por Iván Ilich en su pionero libro Némesis médica (1975).
Nunca antes los llamados ‘valores’ se han visto más empequeñecidos y reducidos al valor homogéneo de la forma-mercancía. Nunca se ha vivido con tanta virulencia la pusilanimidad, la cobardía moral. Se ha pasado del fetichismo de la mercancía y del dinero que denunciaba Marx, a la mercantilización de la vida en todas sus manifestaciones. Sea la salud física y mental, el habla, los cuerpos, la educación, los deportes, el intelecto, la gastronomía, los hábitos alimenticios, la vestimenta, las vacaciones, la vida íntima, la sexualidad, los sueños… en definitiva: la esencia o potencia del deseo ha quedado cautiva de la avasalladora lógica del capital. Si el concepto de biopoder, que Michel Foucault acuñara en los años ’70 del pasado siglo, para luego abandonarlo (o mejor quizá: dejarlo en suspenso), tiene todavía vigencia, su sentido sería, a mi entender, precisamente ese. Hay que preguntarse hasta qué punto dicho concepto permitiría entender la manera en que la lógica del capital –su estructura, su funcionalidad, su discurso, su poderío–, se ha apoderado de la lógica de lo viviente. Escribe Foucault en La voluntad de saber (traduzco de la edición francesa de 1976): «La sociedad moderna es perversa, no en función de su puritanismo o como contrapartida de su hipocresía; ella es perversa real y directamente.»
En este contexto, el concepto de psicopolítica que se ha introducido como criterio superador del anterior por parte de Byung-Chul Han no se sostiene. No se sostiene porque al capitalismo no le interesa ni el control del psiquismo ni la acción política. Por el contrario: el capitalismo lleva a cabo la destrucción de la política y el desahucio del pensamiento y, por lo tanto, de la psique, de la fuerza espiritual que anima el entendimiento. Lo primero implica la destrucción de la política en el sentido liberal-burgués de la cultura como en el sentido radical de una transformación revolucionaria de la sociedad.
El desahucio del pensamiento significa la erradicación de la aspiración más noble de la condición humana: el amor a la sabiduría. Esto implica que el capitalismo es analfabeta, pues lleva a cabo la promoción a gran escala del desentendimiento; pornográfico, pues alienta de múltiples maneras una sexualidad des-erotizada, ávida de fantasía, pero huérfana de amor y de deseo; y populista, ya que confecciona las expectativas del gusto popular en función del diseño de las ofertas, es decir, de las estrategias del marketing.
La lógica del capital lleva a cabo la incautación, de manera tan intrigante como perversa, del tiempo y de la energía de los seres vivos, no solamente de los humanos. El capitalismo no es ‘fin de la historia’ ni la ‘encarnación del mal’. Es, simplemente, la puesta en evidencia de la profunda ignorancia que la condición humana tiene de sí misma, de sus propias fuerzas vitales, pero también de la Tierra que habita y del universo que la envuelve, a pesar de los ‘logros del progreso’ y los ‘avances de la civilización’.
El llamado de Han a la «des-psicologización» es acertado. Pero ello no puede hacerse cometiendo la elemental falacia de petitio principii o pequeño principio (begging the question), es decir, en este caso: introducir un confuso concepto psicológico para cuestionar la técnica de dominación psicológica del capitalismo neoliberal. Lo único que cuenta para el capitalismo es hacer bien las cuentas con la ampliación de la plusvalía al tiempo propio de cada cual. Que cada cual llegue a ser su propio explotador, como esta vez bien lo señala Han. Esa es una de las vertientes, por ejemplo, de la ‘comunidad virtual’ de Facebook, con sus dos billones de acólitos; o de la cada vez más temprana adicción a las computadoras, tabletas y teléfonos inteligentes, para mayor gloria de Apple y Microsoft. Sin embargo, el asunto de la lógica del capital es ontológico, no psicológico. No es una psicopolítica lo que lleva a cabo el capitalismo.
El capitalismo es una sistemática falsificación de lo real y, por lo tanto, de todo lo que se muestra o aparece como realidad. Lo que se impone como realidad no es más que una abstracción metafísica, por más efectivo, cautivador y adictivo que sea su poderío (o precisamente por eso): se trata de la categoría universal del dinero. Afirma Marx: «Todas las mercancías son dinero efímero; el dinero es mercancía imperecedera.»
Sobre ese endeble realismo, tan falsificador como metafísico (o si se prefiere: onto-teológico), se monta la religio del capitalismo, su fuerza vinculante (religare), su ‘religión’, la cual se erige sobre el desfondamiento de la cultura y la ruptura del lazo o vínculo social. En efecto, como bien se sabe, el dinero no une sino que separa. Por esa razón es indispensable sostener la falsificación a toda costa. ¿Cómo? Mediante –y esta mediación es medular–, la promesa del crédito, la perpetuación de la deuda y la redención por el préstamo como criterio básico de lo que es un buen ciudadano (o lo que es igual: un fiel consumidor).
Esa es la función sacerdotal del capital financiero, el vaso sanguíneo del capitalismo. De ahí su vampirismo, tan exitoso como delirante, como lo demuestra la oscilación de las acciones o valores bursátiles que va del entusiasmo al hundimiento, y viceversa. La Bolsa es maníaco-depresiva o, mejor, bipolar. De ahí que la solvencia económica, esto es: tener lo suficiente para vivir bien, sea algo prácticamente inconcebible o, en su caso, una inaceptable, sospechosa e incluso peligrosa anomalía. Esta forma de vida conllevaría la ausencia de deuda, la renuncia al préstamo, al lucro y al negocio, pues de lo que se trata es de afirmar el ocio, no de negarlo (nec otium); de acoger el tiempo libre, no de ocuparlo o suprimirlo.
A la luz de lo anterior puede explicarse el afán de desentendimiento, la huída hacia adelante y el horror vacui –horror al vacío–, característicos del desamparo de la condición humana que no ha hecho más que exacerbarse con el desfondamiento de la cultura moderna. Desde esta perspectiva, la manía depresiva de las sociedades contemporáneas, puede apreciarse como una angustiosa respuesta a la opresión anímica del capitalismo, al anhelo de éxito, poder y dinero. Para lidiar con esa angustia se cuenta ya con una buena gama de ofertas que operan sobre el mismo circuito opresivo, por más seductor y gratificante que sea su despotismo. Destaquemos aquí solamente dos: la nueva glamorosa profesión que lleva el deportivo, y divertido, epíteto de coaching y la técnica de relajamiento que tiene fascinados a los profesionales de la salud bajo el suculento nombre de mindfullness. No es casual que estos términos provengan de la cultura anglo-americana y de las modalidades del capitalismo estadounidense.
Recalquemos aquí algo que ya se ha dicho en anteriores columnas: un aspecto medular de la mutación neo-liberal del capitalismo responde a las estrategias de la triple alianza del marketing, la publicidad y las relaciones públicas. Esa es la propaganda fides del capitalismo. Se trata de un madridaje por el que se han sofisticado in extremis las técnicas de control social propias del neo-conductismo y el vertiginoso acaparamiento planetario de las tecnologías de la información que tienen su origen en los EE.UU.
En realidad, las grandes compañías de Syllicon Valley deberían ser reconocidas como una ejemplar ingeniería corporativa de mind suckers y no ya de brain washers. En este sentido, la tecno-esfera juega un papel cada vez más decisivo en la funcionalidad del capitalismo. La tecno-esfera puede definirse como la disposición tecnológica de la cultura (es decir, de las acciones humanas, de lo que se piensa, dice y hace), en tanto que cauce del movimiento serpentino de las «sociedades de control» – red, cifra, data, contraseñas –, para valerme de un fecundo concepto de Gilles Deleuze.
Volviendo a la pregunta por lo real, hay ahora que decir que se trata del asunto propio de una ontología no-metafísica, pues se trata de la investigación de lo que ocurre, de lo que acaece, de lo que está siendo a tono con la experiencia inmanente de la temporalidad. Estamos ante tres expresiones que denotan un mismo referente o significado, pero con diferentes sentidos. Lo que ocurre indica el transcurso, la ocurrencia del devenir. Lo que acaece apunta a lo que persiste sin que ello implique la permanencia de una realidad substancial, idéntica a sí, sea ‘subjetiva’ u ‘objetiva’. Lo que está siendo evoca la dimensión momentánea de la temporalidad: justo este momento. De esa manera no cabe confundir lo real con la realidad.
La realidad es todo aquello que aparece, se presenta y representa como tal. La realidad tiene la forma de lo que se aprehende o capta por vía de lo que se siente, percibe, nombra, imagina y recuerda. La realidad se configura como una entidad duradera e idéntica a sí en virtud de la confabulaciones del lenguaje, los hábitos del pensamiento y el complejo entramado de la percepción, la memoria y la imaginación, por el que se pone en juego la pujante actividad de los deseos. Basta con tener en cuenta la manera en que una lengua condiciona lo que se percibe como realidad. La experiencia pasa por el lenguaje, es decir, por la travesía simbólica de una determinada lengua, sea hablada, pensada o escrita.
Lo real es, en última instancia, indeterminado y abismal, pues no puede identificarse con un fundamento o principio regulador, sea Dios, la Cosa en sí, la Naturaleza o el Espíritu. Lo real está vacío de sí o de mismidad, pues no constituye nada en sí mismo. Lo real es el aparecer/desaparecer o surgir/cesar de lo que ocurre, acaece y está siendo, pero sin que esa actividad pueda llegar a ser objeto de captura y retención física o mental, más allá de lo que así se piensa, se concibe e imagina. En este sentido, lo que en un momento dado se muestra como realidad, está continuamente siendo desbordado por el incontenible flujo del devenir. Podemos llamarle a esto la desmedida de lo real.
Está claro que la realidad no oculta lo real. Más bien habría que decir que lo real es aquello, siempre indeterminado, siempre por determinarse, que nos sobrecoge en medio de lo que se muestra como realidad. Desde esta perspectiva, cada momento de vida, a la vez que está sostenido por el simple acto de la respiración («ser es respirar», al decir de Nietzsche), resulta inseparable de la integridad de lo que significa ser-tiempo (a no confundir con ser y tiempo). Se trata de lo que contiene y, a la vez, rebasa cualquier cálculo o medida del tiempo, como lo atestigua el crucial fragmento 52 de Heráclito: «El tiempo (αἰὼν, aieón) es un niño que juega a los dados. El reino es de un niño.» He ahí la paradójica intemporalidad del tiempo, la inmanente eternidad, que no está sujeta al antes, durante ni después.
No hay nada más real que la experiencia de la fugacidad infinita y la instantánea regeneración del tiempo. Dice Marco Aurelio: «Efímeros todos, los que recuerdan y los recordados.» Y en un destacado poema de la tradición Zen se dice: «En un instante ochenta mil puertas se abren. En un instante se consume el tiempo eterno.»
La experiencia de la temporalidad, de lo que significa ser-tiempo, es la puesta en evidencia del experimento con la verdad, con las condiciones reales de la existencia. Se explica así que la irrealidad de la creación artística sea más real que lo que habitualmente identificamos con la realidad, pues ella saca a relucir el insólito acaecer del vivir y morir. Con frecuencia lo que aparece como realidad se experimenta como irreal. Es el caso, por ejemplo, de una intensa experiencia erótica, una muerte súbita o la violencia del nacer, de la salida a la luz. Téngase en cuenta, al respecto, en esa obra de arte magistral que es Pedro Páramo de Juan Rulfo, donde los vivos parecen que están muertos y los muertos vivos. Se genera así la atmósfera de una temporalidad dislocada – out of Joint, al decir de Shakespeare –, haciéndose con ello evidente el vacío del mundo que ni se atiene ni se detiene.
Puesto que el capitalismo es una sistemática falsificación de lo real, reniega de la experiencia artística por vía de la apropiación del valor monetario de una obra de arte. Y reniega de la experiencia filosófica y científica por vía de la expropiación del pensamiento y la instauración de lo que se ha dado en llamar la economía del conocimiento. Por esta razón cabe afirmar que la lógica del capital es fundamentalmente nihilista, pues niega, deniega y reniega de todo aquello que no impulse la falsificación. Sale aquí a relucir una estupenda paradoja que puede formularse como sigue.
El capitalismo, como si fuera una gran obra de arte, ha puesto en evidencia el vacío del mundo, es decir: el hecho de que no hay un fundamento último de lo real. Pero dado que esto resulta imposible de congeniar con la codicia de sus intereses, el engranaje de su estructura estriba en la continua y desbocada producción, no ya sólo de mercancías, sino de subjetividades, es decir, de persistentes sujeciones afectivas, concebidas para perpetuar la falsificación y recubrir o tapizar el vacío. Esa es la función de la tecno-esfera en su articulación con la metafísica del capital: la disposición tecnológica de la cultura permite re-presentar la supuesta realidad, por más banal que esta sea, para no tener que confrontar el vacío del mundo.
Esas son las subjetividades, por ejemplo, de la adicción al trabajo y al entretenimiento, que van ciertamente de la mano hoy en día; como de la mano van el mediático proselitismo religioso y el anhelo de prosperidad económica. Esa es la subjetividad de las ‘sexualidades’ en boga que reniegan de la ‘identidad sexual’ (masculino/femenino), para identificarse como metro-sexual, bisexual, asexual, poli-sexual… . Ésa es la subjetividad de la malsana costumbre de inscribir @ o x para indicar la paridad de género (tod@s / todxs). Como si se pudiera con una grafía sublimar lo que no es más que un pobre e insípido maltrato del lenguaje.
Todo esto llama mucho la atención, pues ocurre en una época, que es la nuestra, en que la investigación científica está descubriendo, no sin perplejidad, lo decisivo del concepto físico de vacío como criterio explicativo de los fenómenos cuánticos y del tiempo como piedra de toque para entender los movimientos de contracción y expansión del universo. Nunca ha habido un despliegue tan voluminoso de conocimiento científico, inmerso en una fanfarria tan ensordecedora de estupidez, imbecilidad y arrogante superstición.
El falso infinito de la lógica del capital se estrella, literalmente, con el infinito real que exige el reconocimiento de los límites. Un límite no es una limitación sino, por el contrario, la condición para compenetrarse con los confines de lo ilimitado. Así, por ejemplo, ¿dónde empieza y acaba un cuerpo? La piel, las células, las moléculas, los átomos, las partículas, ¿acaso no conforman unos pliegues que se abren a un universo que puede considerarse, a la vez, finito en la medida de su composición e ilimitado en los contornos de su actividad? ¿Acaso la velocidad de luz, siendo finita, no es igualmente absoluta ya que no depende de ningún marco de referencia en la curvatura espacio-temporal del universo, tan único en su envoltura como infinitamente múltiple en sus despliegues? ¿Acaso los límites del pensamiento no cesan de disiparse en lo insondable de la mente y de la materia?
Dado que no hay en el mundo nada que permanezca ni, por lo tanto, nada a qué aferrarse, la fugacidad y la vacuidad, en vez de experimentarse como pérdida y carencia, permitirían reconocer que el vacío del mundo es también su plenitud. En efecto, si se acepta que nada permanece idéntico a sí, precisamente porque no hay un ser o ente (divino, humano o inhumano) que existe en sí ni por sí mismo, entonces todo es uno en virtud del vacío que, estando absuelto de su propia vaciedad, nada excluye ni conserva para sí. Recordemos estos versos de William Blake: To see a world in a grain of sand / And heaven in a wild flower / Hold infinity in the palm of your hand / And eternity in an hour.
No es que no haya alternativas al capitalismo; es que el capitalismo no ofrece alternativas. Tan sólo un innumerable catálogos de opciones, pero todas bajo el mismo y prepotente círculo vicioso que es también un síntoma de impotencia. Al decir de Marx: «la mercancía cambiada por dinero y el dinero cambiado por mercancía.» (¡Qué aburrimiento!) La alternativa real al capitalismo no es un partido político más, aunque sea anticapitalista. La única alternativa es perseverar en la potencia del entendimiento, en la alegría, la entrega y el amor de la práctica de la sabiduría. Sólo desde ahí es posible una genuina acción política. Para su realización es necesario, sin embargo, una paciencia infinita (sobre todo con uno mismo), un esfuerzo inagotable (persistente, cotidiano), una inquebrantable confianza en la luminosidad de la mente y la templanza de los cuerpos. Es necesario lograr la solvencia ontológica, y no sólo económica, para así disolver la falsificación de lo real, de la que todos, en mayor o menor grado, participamos.
La filosofía, contrario a lo que llegó a decir Marx, no se limita a interpretar el mundo, tampoco se trata de transformarlo, pues el mundo – o mejor, los mundos: los planetas, los trillones soles y las trillones de galaxias –, persiste en su instantánea regeneración. La filosofía tampoco deja las cosas como están, como sostiene Wittgenstein.
La filosofía es una experiencia y un experimento con la verdad cuyo esfuerzo consiste en habitar este mundo ennobleciéndolo con lo que se hace, dice y piensa, sin repudios ni adherencias, sin odios, ni pasiones que levante la voz. El desafío consiste en no quedar enredado en la retorcida basura humana, en las ineludibles enredaderas, sea con la auto-mortificación, la vana esperanza de un mundo mejor o con la inocua creencia en un más allá ultramundano. Para decirlo en términos dantescos: el infierno, el purgatorio y el paraíso están ahora aquí. Todo está ahí, en la inmensidad del momento que es también la inmensidad del universo entero. De ahí nada está excluido, ahí nada permanece.