La ética de una profesión
“La verdad, tan simple como aterrorizante, es que las personas que, en condiciones normales, hubieran podido quizás sonar crímenes sin jamás nutrir la intención de cometerlos, adoptaron en condiciones de tolerancia completa de la ley y la sociedad, un comportamiento escandalosamente criminal”.1
Nadie podría dudar que el porvenir de una profesión está íntimamente ligado a la ética que la sostiene. Pero para poder considerar el alcance de este planteamiento, habría que perfilar lo que se entiende por ética y lo que la distingue de lo moral y lo legal. Estas distinciones toman particular relevancia en estos tiempos en que las cuestiones éticas están en el corazón de múltiples debates de las disciplinas de lo humano y que con demasiada frecuencia son atendidas mas desde una óptica moral y de prejuicio o desde una respuesta legal que desdibuja la diferencia entre culpabilidad y responsabilidad.
Habría que remitirse a la etimología y a la historia, a Grecia primordialmente, para atisbar el origen del ethos como solidario del despliegue y alcance de las acciones humanas. Recordemos que ethos se escribe de dos maneras, con eta y con épsilon: escrita con la eta, tiene que ver con la costumbre, esto es, con el modo en que el humano lleva a cabo sus acciones cotidianas ocupándose o no de sí; escrita con épsilon, el ethos acentúa la consecuencia que dichas acciones tienen en la formación del carácter y del destino propio. Estas tendrían que orientarse de acuerdo a un fin último que no es otro que la felicidad, la eudaimonia. Pero para orientar la vida en esa dirección, las acciones cotidianas tendrían que realizarse en concordancia con la práctica de ciertas virtudes (justicia, sabiduría, templanza y prudencia) cuyo conocimiento y ejercicio es condición necesaria mas no suficiente para acercarse al fin último de la vida humana. Y puesto que no vivimos aislados, las acciones propias tendrían además que contemplar no solo el bien propio sino la posibilidad del bien común. En eso radica la vida social, la vida en comunidad y el sostén de la cultura.
La ética sería entonces un asunto de práctica cotidiana, un cultivo constante de ciertas virtudes que se asumen y se practican, independientemente de que haya una ley social que lo exija o del peso moral que las atraviese. Siguiendo ese legado, planteariamos que la ética más que un asunto de prohibiciones y prescripciones, sería un asunto de convicciones y de responsabilidad respecto al bien propio y al bien común. El énfasis en las virtudes, en particular en la prudencia (phronesis), parte del reconocimiento de la tendencia a la desmesura (hybris) que habita la condición humana. La lección es clara, y sin embargo, habría que distinguir esta visión de la ética vinculada a la moderación y a la responsabilidad de cada cual sobre sus acciones, de los códigos de ética de las profesiones. Esto es de particular importancia en las profesiones de la salud pues los actos de estas profesiones inciden de forma contundente sobre la salud, la vida y la dignidad de otra persona.
Un código de ética es un instrumento que permite el cumplimiento con los mandatos de un colegio, una junta o una asociación profesional. Es una guía para dar un cauce ético, moral y legal a las acciones profesionales, pero no sustituye los principios éticos de cada sujeto. Históricamente, los códigos de ética en particular en el campo de la medicina, surgieron como reguladores externos de las prácticas de la salud ante la puesta al descubierto de los excesos ocurridos con la experimentación con humanos.
Dichas experimentaciones han sido de particular y perturbadora controversia, ilustrando la tendencia a la desmesura y a la violencia, en el afán hipotético por parte de algunos profesionales de la medicina de avanzar en el conocimiento y el desarrollo de la ciencia y del campo de la salud. Las ilustraciones son muchas y van desde los experimentos realizados por médicos estadounidenses a inicios del siglo pasado, quienes infectaron con peste bubónica a presos en Filipinas; pasando los experimentos de inoculación del cólera en poblaciones penitenciarias en Estados Unidos y por el devastador proyecto japonés del Escuadrón 731.2 Pero fueron los experimentos realizados durante la Segunda Guerra Mundial por médicos alemanes en los campos de concentración (contagio con enfermedades infecciosas, esterilización sin anestesia, efectos de la inanición, entre otros) los que generaron una reacción de sorpresa, indignación y profundo rechazo por parte de la comunidad científica internacional. El alcance de devastación de dichos experimentos llevó a catalogarlos, al igual que los del Escuadrón 731, como crímenes contra la humanidad.
Con la idea de que eso no volviera a repetirse, se crearon el código de Nuremberg y el código Internacional de Ética Médica en 1949. Nadie dudaba de la intención de su creación pero, el establecimiento de dichos códigos no solo no tuvo el efecto de contención esperado sino que eludió una serie de preguntas esenciales de carácter político, económico y ético que resuenan aún para muchos: ¿por qué estas perturbadoras acciones pudieron ocurrir? ¿Qué las hizo posibles? ¿Cómo resonaban y encontraban eco en acciones del pasado? ¿Sería posible que se repitieran? ¿Quién se beneficiaba y se podría seguir beneficiando? ¿Era un asunto de responsabilidad individual o colectiva?
El descubrimiento de los abusos del experimento Tuskegee, pocos años después fue la más contundente y perturbadora respuesta a estas preguntas, y la evidencia de la fragilidad de los códigos reguladores del quehacer humano en el campo de la medicina. Ello se tradujo en la creación del Informe Belmont en 1979, National Human Investigation Board, y los Institutional Review Boards cuya función era asegurar la protección de los pacientes en los estudios o experimentos institucionales.
A pesar del aparente control de los excesos en las profesiones de la salud, vehiculado por todas esas medidas cautelares, nos encontramos con un nuevo y aún mas perturbador escenario, esta vez referido al campo de la psicología, y más precisamente a acciones realizadas por psicólogos pertenecientes a la poderosa American Psychological Association.
Se trata de la puesta al descubierto de un sombrío escenario de complicidad entre agencias de gobierno y prominentes psicólogos norteamericanos para la implementación de interrogatorios de prisioneros (dentro y fuera de territorio norteamericano) durante la primera década del Siglo XXI. El contexto es el período subsecuente al ataque de las torres gemelas en Nueva York que dio paso a la creación del Patriot Act, del Home Land Security y de la Guerra total contra el terrorismo. En esta coyuntura se trenzaron los objetivos de protección, seguridad, defensa e inteligencia del estado, para lo cual se convocó el apoyo directo o indirecto de universidades e instituciones, así como de científicos de múltiples disciplinas. En particular de peritos de las ciencias del comportamiento. El espectro de los enemigos del Estado llevados a prisiones se amplió exponencialmente, dando paso al despliegue de espacios de interrogatorios en los que las técnicas psicológicas ocuparon un lugar de privilegio.
Ya muchas décadas atrás, organizaciones de psicología y de psiquiatría habían buscado ocupar un terreno ante el gobierno y la industria, demostrando el valor de sus técnicas en el campo de la milicia y la seguridad nacional en áreas como la selección de soldados y las técnicas de propaganda, la motivación y el control. Pero quizás lo más perturbador ha sido el envolvimiento de la psicología en el desarrollo de las llamadas técnicas avanzadas de interrogación con el recurso y la aplicación de técnicas de modificación de conducta.
Alfred W. McCoy en su libro A Question of Torture, Jane Mayer en su libro Dark Side así como artículos periodísticos del New York Times entre otros, han documentado los modos en que las agencias del gobierno americano encargadas de la inteligencia, la vigilancia y la seguridad, han utilizado durante décadas el peritaje psicológico de “científicos de la conducta” para desarrollar formas de quebranto de la personalidad y de sometimiento del deseo y la voluntad de personas privadas de su libertad.
Un artículo publicado en el New England Journal of Medicine en 20053, señalaba que la evidencia proveniente de fuentes diversas incluyendo el Pentágono, indicaba que en los interrogatorios realizados en Guantánamo se habían utilizados medidas agresivas contra los detenidos incluyendo: privación de sueño, aislamiento prolongado, posiciones corporales dolorosas, sofocación simulada y palizas; incluso se documenta el uso de técnicas conductuales diseñadas por un pasado presidente de la APA, Martin Seligman, para producir una forma de indefensión llamada indefensión aprendida.
Vinculada al maltrato infantil, se trataba de una técnica repetida de intimidación, sometimiento y maltrato que iría quebrantando las posibilidades defensivas del sujeto, llevándolo a la asunción de un comportamiento pasivo y de resignación frente a la adversidad. Se trataría de llevar al sujeto a los límites de sus posibilidades de defensa psicológica, en el terreno de la más angustiante de las posiciones subjetivas: la de un desamparo primario, sin soporte y sin palabra y sin otro horizonte que el del padecimiento de los excesos del Otro.
El descubrimiento de los efectos de estrago que el maltrato y el sometimiento infantil podían tener sobre la vida de un sujeto, fue utilizado como soporte teórico e ideológico para replicarlo como una técnica de abuso y maltrato en las prisiones norteamericanas. Las condiciones eran perturbadoras: alguien con poder –legitimado por el Estado- abusa de su posición para quebrar la voluntad de otro ser humano que no tiene ningun reconocimiento legal ni posibilidades de defensa ante el embate del abuso. Se trataba de una batalla en donde no habría adversarios, pues una de las partes, estaría sin recursos defensivos, colocado en el lugar del semejante extranjero y amenazante –el alius– a quien habría que destruir física y psicológicamente.
Decía Michel Foucault en su libro Vigilar y castigar que la sociedad moderna es una sociedad disciplinaria en la que el poder es motor de los intercambios humanos. Se trata de una relación desigual de fuerzas enfrentadas: una que ejerce el poder y otra que lo resiste, una que domina y otra que es dominada. Y el cuerpo lleva las marcas de esa lucha: “las relaciones de poder lo cercan, lo marcan, lo doman, lo someten a suplicio, lo fuerzan a unos trabajos, lo obligan a unas ceremonias, exigen de él unos signos”.4
Para Foucault, la administración del castigo a los criminales se habría transformado a partir del Siglo XVIII, dejando atrás el brutal sistema de tortura para dar paso a formas más sofisticadas de disciplina y control. Sin embargo, constatamos en pleno siglo XXI que la tortura ha sobrevivido y se ha nutrido del desarrollo de las técnicas diversas, en particular psicológicas, para ya no solo quebrar los cuerpos sino el psiquismo de los confinados cuyos crímenes son vinculados al terrorismo.
¿Qué pensar de aquellos psicólogos que conociendo el poder devastador de estas técnicas de quebranto subjetivo las recomienden, suscriban y enseñen a utilizarlas con otros seres humanos? ¿Qué los lleva a realizar dichas acciones o a ser cómplices de las mismas? ¿Qué es lo que ganan? ¿Acaso poder o reconocimiento? ¿Constatar la eficacia de sus técnicas? ¿Qué pensar de una Asociación de Psicólogos que frente al descubrimiento de estos excesos por parte de ciertos de sus miembros no se escandaliza ni reacciona con contundencia? ¿Qué puede animar su pusilánime complicidad?
Elisabeth Roudinesco en su libro Nuestro lado oscuro, una historia de los perversos nos recuerda que “la perversión, animada por la pulsión de muerte, siempre se encuentra asociada con un negativo de la libertad: aniquilación, deshumanización, odio, destrucción, crueldad, goce”.5 Pero la perversión a la que hace referencia Roudinesco, no se circunscribe a una enfermedad mental o a un cuadro psiquiátrico. Se trata de la perversión que conduce a la inversión de la ley para legitimar los excesos de su uso, para ciertos fines ajenos a la cultura y al respeto de la vida. Ya no se trataría de la irrupción de una pulsión indómita y solitaria que transgredería ciertas normas y principios sociales o morales. Se trata de la obediencia a una norma racionalizada pero no carente de oscuras ganancias. Con ello se perfila el alcance de lo que es la tortura como recurso del Estado y que los Nazis supieron imponer como paradigma de racionalidad.
Infligir intencionalmente dolor físico o psíquico a alguien como medio de castigo o para obtener una confesión por parte de un funcionario público u otra persona en el ejercicio de funciones públicas, a instigación suya o con su consentimiento o acquiesencia, es parte esencial de la definición de tortura que dio en 1984, la Convención contra la Tortura y otros tratos crueles, inhumanos y degradantes. El énfasis no está en la legitimidad política o moral de su uso, sino en la intencionalidad del daño, perfilando la dimensión conciente y deliberada del acto como elemento crucial de la definición.
En el caso preciso del uso sistemático de técnicas psicológicas puestas al servicio del quebranto de lo humano en las prisiones y otros escenarios de confinación por peritos del comportamiento, se perfila no solo la cuestión de la violación de códigos profesionales sino el uso de una violencia calculada, una violencia dosificada, cuya crueldad resuena sin duda con el lado más oscuro de lo humano. En dicho escenario los prisioneros, no solo son destituidos de su lugar de sujetos de derecho, sino que son llevados hacia la claudicación de cualquier esbozo de humanidad.
La puesta al descubierto de las técnicas de vejación, sometimiento y dominación utilizadas por parte de las agencias de seguridad del gobierno Americano, y que según la Cruz Roja Internacional y otros organismos internacionales de derechos humanos pueden catalogarse de tortura, han generado un intenso debate en la opinión pública y al interior de las dos APA: la American Psychiatric Association y la American Psychological Association. La APA psiquiátrica asumió una posición de contundente rechazo.
En cambio, la APA psicológica decidió formar un task force, cuyo informe planteó una paradójica y reveladora propuesta: por una parte había que rechazar que los psicólogos se involucraran en torturas u otro tratamiento cruel, inhumano o degradante, y por otro lado, habría que sostener que los psicólogos podían servir en roles consultivos para procesos de interrogación y de recolección de informaciones para propósitos relacionados con la seguridad nacional.
Estas dos encomiendas dejaban puesto un escenario de clara ambigüedad: un código de ética cuyas cláusulas albergaban posiciones irreconciliables y un gremio dividido en cuanto a asuntos éticos esenciales sobre su práctica. La cuestión remitía al punto más fundamental del ejercicio profesional de la psicología: el del respeto de la dignidad, de la vida y los derechos de otros seres humanos y el debate sobre las condiciones en que dicho principio podría o no ser contorneado, transgredido, violentado de forma legítima o ilegítima.
Cabe subrayar que las posibilidades de violación de un principio ético, legal o moral resultan en parte del modo en que dicho principio se formula, se establece y se escribe. El lenguaje salvaguarda el orden simbólico. Cuando un principio o un código conlleva elementos de ambigüedad, articulados así de modo intencional o no, esto permite que se pueda dar una transgresión sin que dicho acto sea catalogado como una violación. Usada para estos propósitos, la ambigüedad es el soporte de un decir sin compromiso, es decir, un decir que puede entenderse de distintas maneras o interpretarse de diferentes formas, desdibujando su función de límite y de discriminación. Por eso, la ambigüedad puede ser una oscura aliada para el despliegue de la impudicia y de la impunidad.
El informe aparecido hace unos dias y titulado All the Presidents’ psychologists6 perfila esta ambigüedad, al analizar el alcance de la participación de miembros de la American Psychological Association en los interrogatorios de prisioneros. Dicho informe analiza la complicidad denunciada entre la APA y las agencias gubernamentales sobre peritaje psicológico y el esfuerzo por diseñar un lenguaje sobre políticas de investigación a ser incluido en el código de ética del 2005 que fuera cónsono con el uso de las técnicas intensificadasde interrogación.
Es dificil hablar de los oscuros tópicos de la desmesura humana, sobre todo cuando se vinculan a una profesión que supone garantizar el bienestar de otros seres humanos. La mayoría no piensa que eso es posible. Nadie quiere saber ni puede saber decía Michel de Certau. “Para el espanto, añade Maurice Blanchot, no hay la buena distancia posible, solo la evitación o la fascinación. El que mira está o demasiado cerca –implicado y capturado- o demasiado lejos, -ajeno, quizás insensible”.7
Las acciones de crueldad y desmesura configuran una forma de violencia sostenida principalmente por el odio, la ignorancia y el goce. El desconocimiento o peor aún, la legitimación de dichas acciones, constituye un registro adicional de violencia, que no solo reitera la primera sino que le permite continuar desplegándose en total complicidad: ¿cuál puede ser el porvenir de una profesión si sus propias asociaciones, al no pronunciarse de forma clara y contundente, parecen legitimar técnicas que atropellan la dignidad y la vida humana?
Los psicólogos miembros de la American Psychological Association así como los programas de psicología que son acreditados por ella o buscan su acreditación, tienen actualmente ante sí un dilema ético: asumir como propia la ambigüedad de la decisión que dicha asociación ha tomado bajo el argumento que con ello se resuelve el problema de la legitimidad de las acciones de los psicólogos; u optar por tomar distancia, con pleno reconocimiento de lo que está ocurriendo, y denunciar estos modos de pensar la psicología que desconocen los fundamentos mismos que la sostienen.
Ante la debilidad del ethos de nuestro tiempo, surge el desafío de sostener la responsabilidad como pilar y eje de la vida propia y de la vida en común. Se trata de un asunto cotidiano, de una voluntad sostenida por acciones cónsonas con el respeto por la vida y por la libertad. Para ello es necesario el rechazo del auto-engaño, el reconocimiento de los límites y el compromiso consigo mismo y con los otros con los cuales conformamos eso que llamamos la condición humana.
- Harendt, H. (2006) Los orígenes del totalitarismo. Alianza Editorial. [↩]
- Este escuadrón llevó a cabo letales experimentos sobre humanos durante la guerra sino-japonesa entre 1937 y 1945 [↩]
- Bloche, G. & Marks, J.H., M.A., B.C.L. Doctors and Interrogators at Guantanamo Bay, N Engl J Med 2005; 353:6-8, July 7, 2005DOI: 10.1056/NEJMp058145 [↩]
- Foucault, M (1998) Vigilar y Castigar. Nacimiento de la prisión. Editorial Siglo veintiuno editores, México D.F., p. 32-33 [↩]
- Roudinesco, E. (2009) Nuestro lado oscuro, una historia de los perversos, Ed. Anagrama, Argentina [↩]
- Soldz, S, Raymond, N, Reisner, S. (2015) All the President’s psychologists: The American Psychological Association’s Secret Complicity with the White House and US Intelligence Community in support of the CIA’s “Enhanced” Interrogation Program” [↩]
- Viñar, M (2005). Especificidad de la tortura como trauma. El desierto humano cuando las palabras se extinguen. 44 IPAC, Rio de Janeiro, Julio 2005 [↩]