La flor del bambú
A propósito de Bambú y otros horizontes de Vanessa Droz1
Se ha dicho que el kaiku es un «ascetismo artístico» o un «arte ascético».2 La palabra «ascetismo» connota el sentido de una práctica o ejercicio espiritual. Sin embargo, el vocablo griego ασκέω, de donde proviene esa palabra, significa trabajar o dar forma artística a un material, colocar algo con cuidado o ejercitarse en algún oficio o tarea física, como el atletismo o el ballet, por ejemplo. Con lo cual las expresiones ascetismo artístico o arte ascético serían algo redundantes. Aún así vamos a retenerlas para examinar su sentido en la cultura japonesa y la forma artístico-poética del haiku que Vanessa Droz ha decidido hacer suya en Bambú y otros horizontes, en una cuidada y bella edición del Instituto de Cultura Puertorriqueña.El haiku es un arte inseparable del budismo Zen y de la práctica meditativa que lo distingue que es el zazen. El Zen se introduce en Japón a través del budismo chino y del coreano, entre los siglos III y V de la era cristiana. Con la llegada a la China del legendario monje y sabio Bodhidharma en el siglo VI, las enseñanzas del Buddha Shakyamuni adquieren una potente vitalidad. Nace así lo que se conoce como el budismo Chan’g, el cual tomará en Japón el nombre de Zen. El desarrollo del Zen coincide con el momento de la extraordinaria creatividad artística, política y espiritual de la célebre dinastía Tang (618-907) en China. A lo largo de esos mismos siglos, Japón se abrirá, deliberadamente, a la influencia e incorporación de los aspectos más sobresalientes de la milenaria cultura china, llevando a cabo la integración del budismo, el confusionismo y la tradición autóctona del shintoismo.
Como resultado de esa fecunda compenetración cultural, se genera la escritura japonesa. Esta escritura se basa en la adopción de los caracteres o ideogramas chinos (kanji) y la invención de una gramática que tiene como eje dos estructuras silábicas (haragana y katakana). Este gran invento que es, de por sí, una acto poético, será crucial para el cultivo de la poesía, la sensibilidad y el pensamiento nipón. Así, a finales del siglo VIII, se publica la primera antología poética japonesa, bajo el nombre de Manyoshu («Colección de la miríada de los mundos»). Aunque el kaiku en su forma definitiva de diez y siete sílabas (5-7-5) no se consolida hasta el siglo XVII, el lirismo simple, directo y evocativo de la belleza de la naturaleza de esa pionera obra literaria, de una parte, y la sólida tradición del budismo Zen, de otra, conforman el ánimo que da pie a la composición del haiku.
Lo anteriormente dicho es indispensable para referirnos a Bambú y otros horizontes. Los pliegues de esta colección de haikus tienen como trasfondo miles de años de experimentación con ese diseño de las palabras que es la escritura. A tono con esto, nada raro tiene que el libro se inicie con un poema que la poeta nombra, justamente, «Concepto»: Es japonesa / la espiga del bambú / en mi cabeza. Está claro: el concepto consiste en un diáfano ejercicio de conversión literaria. Aquí la integración de una forma poética ajena a la cultura occidental pasa a ser la voz propia e íntima de una de las más distinguidas voces poéticas, puertorriqueña, caribeña e iberoamericana.
El haiku traza el horizonte espiritual de la cultura japonesa de la misma manera que el bambú indica el horizonte poético de este libro de haikus. La poeta se hace eco de esa misma espiritualidad con estos versos de Io Sogi que sirven de epígrafe al penúltimo poema de la colección: Lirios, pensad / que se halla de viaje / el que os mira. De seguido, un heterodoxo haiku llamado horizontal dice así: Piensa, horizonte, que te está viajando la que miraba.
El viaje y la mirada son fundamentales en este enérgico y vibrante, pero también sereno y sosegado poemario. La mirada es el acto visual que se posa, que observa y atiende. La mirada es la dimensión espiritual de la visión. Se puede ver sin la perspicacia de la mirada; ver para no mirar o desentenderse de lo que se mira. También se puede ver con el afán de poseer lo que se mira; con la captura del ojo cazador, del mirón o voyeur.
Pero cuando se atiende libremente a lo que se ve, sin el anhelo aprehensivo de la captura ocular – esa «erección del ojo», como le llama Jacques Lacan –, y con el reposo de la mirada, la pupila se detiene para dar paso a la contemplación de lo que ocurre, a la «caricia del tiempo», para valerme de la expresión de un querido amigo.3 La contemplación es el punto álgido de la mirada que permite que aflore la diligente admiración: El aéreo traje / que despliega el bambú / es puro encaje.
La experiencia del viaje, por su parte, no puede tener otro referente que la travesía de lo infinito. Lo infinito es la ruta asintótica que un poema recorre sin llegar nunca a alcanzar el principio ni fin del recorrido. Recuerdo este verso de Gerardo Diego: «La poesía es un único verso interminable». No otra cosa es ese horizonte que viaja de la misma manera que «las horas y los días flotan en la eternidad», como reza un importante poema de la tradición Zen, el Shodoka.4 En nuestros ojos siempre está viajando el horizonte, escribe nuestra poeta. Escribe de su parte el gran Bashō (1644-1694): «La luna y el sol son eternos viajeros. Aún los años no hacen sino deambular. Toda una vida en una embarcación, o en la vejez, tirando entre años de un caballo cansado, cada día es un viaje, y el viaje mismo es la morada».5
Desde esa travesía de lo infinito, la escritura de un haiku brota de una sensación o sentimiento primordial, a tono con una particular fuerza mental que en japonés lleva el nombre preciso de dai ichi nen. En su composición, el destello de la imagen poética se realiza con unos pocos trazos pictográficos o unas cuantas palabras. Esta breve intensidad poética hace del haiku un fenómeno único en la literatura universal. Por esa razón, la expresión dai ichi nen, implica también tanto la experiencia fugaz del momento oportuno (kairós, occasio), como el recogimiento del que brota una determinada expresión poética. El haiku vive despojado de todo rebuscado artificio y, a su vez, asentado en la más exigente disciplina artística. Escribe Vanessa: El ojo mira / tanto vuelo que sueña / y se desvela.
Este desvelar-se es también un desvelamiento que no revela nada que no sea lo absoluto de un instante, completamente absuelto o vacío de sí. Con acierto ha escrito, al respecto, Yves Bonnefoy, que la significación de un haiku no desvela nada, sino que «al contrario retiene – en lo absoluto de un instante [¡magnífica paradoja!] – lo que muchos entre nosotros tomaría por un velo».6 El velo es en realidad la veladura de un sobrevuelo. (Téngase en cuenta este significado tomado del Diccionario de la Lengua Española: «‘Veladura’: tinta transparente que se da para suavizar el tono de lo pintado».)
Estamos así ante el fenómeno de una cultivada espontaneidad que es completamente afín a las artes marciales, al arte caligráfico, al arreglo de las flores (ikebana), a la ceremonia del té o la práctica de zazen. De una parte, se deja a un lado la intención o pretensión de hacer arte o de crear una forma literaria; y, de otra, se deja palpitar el fruto de una cuidadosa vida espiritual profundamente arraigada en los actos y fenómenos más simples de la vida cotidiana. Selecciono dos haikus de Bambú que dan cuenta de ello: «Modus vivendi»: Escribo, no hablo. / Mano y manifiesto. / No hablo, escribo; «Historia»: Vuelo del ámbar, / mariposa sin gracia, / la cucaracha.
Definida así la la cu ca ra cha – «mariposa sin gracia» –, pienso que este es el momento de precisar lo que en este contexto se entiende por espiritualidad. Esto es particularmente importante dado que vivimos en una época en la que el capitalismo universal ha trastocado, con el valor abstracto del dinero y las proteicas formas de la mercancía, todos los aspectos de la cultura, en particular los supuestos «valores espirituales».
La palabra espiritual viene del latín spiro, que significa justamente soplar (aura spirat, «sopla una brisa», por ejemplo), respirar, vivir, ser y dejar ser. De ahí también el verbo ‘aspirar’ y el sustantivo ‘aspiración’. Si tenemos en cuenta la lengua japonesa, quizá la expresión más cercana a este campo semántico sea do shin (小 道) literalmente: «sendero de la inteligencia y del corazón».
En este sentido, en tanto que experiencia espiritual, la escritura del haiku no es un paréntesis en la vida sino, al contrario, una manera de compenetrarse con el silencio de las palabras y el vacío del mundo que es también su plenitud. No otra cosa es el mencionado sendero. De esa manera espacio y tiempo se funden en el instante de la composición. Se trasluce así el momento que se expande y dilata en la simple naturaleza de lo que ocurre, a la manera de un hálito en la intemperie: Solo las moscas / marcan la hora exacta / de nuestra muerte, escribe la poeta. ¿Por qué? Podríamos preguntar. Y respondemos con un haiku del gran poeta japonés Issa (1763-1827): Porque: Hay que tener confianza / las flores se marchitan / cada una a su manera.7 Las moscas y las flores; las mariposas y las cucarachas: todo es uno, al decir de Heráclito; y uno es mucho, podríamos añadir.
La muerte y la vida tienen cada una sus momentos diferenciales: en un momento se nace, en un momento se muere. Pero son también la integral de un punto indivisible, del emplazamiento de un horizonte que se torna circular, y donde lo infinito (∞) equivale justamente a cero (0). Ya en su libro Estrategias de la catedral (2009), la poeta escribe, a la manera de un proto-haiku: Cierro los ojos y muero, / abro los ojos y nazco. / Pestañeo y gano vida, / Pestañeo y gano muerte. («Intermitencia», p. 44)
Por esta misma razón, el ascetismo – ¿o atletismo?– espiritual del haiku es una flor que se abre al instante de sus desfloraciones, como las flores del bambú. Por eso también esta espiritualidad contiene también la frescura de una fuerza erótica. Nuestra poeta logra expresarlo, por ejemplo, así: «Habitación»: Se mece alado / el tallo del bambú / duermo a su lado; «Pubis»: En la ladera / la moña del bambú / engendra muslos; ¿Es un cuerpo / este poema que ama / o es un sueño? El haiku se muestra entonces como la encrucijada de una refinada sensualidad: Cuando el bambú / cruza sus verdes ramas / es crucigrama.
Un libro de un maestro Zen (Zenkei Shibayama) se titula en inglés A Flower Does Not Talk, «Una flor no habla». Esto puede parecer demasiado obvio. Sin embargo, si se atiende bien, puede llegar a ser una revelación. (De hecho, el título alude a la historia de transmisión de las enseñanzas del Buddha en el Zen.)8 En efecto, puesto que una flor no habla, necesita ser nombrada, aunque fuera con un sonrisa. Surge entonces la experiencia de aquello que al nombrarse calla, pues es ajena a la necesidad del nombre, a la vez que rebasa por completo el asunto de lo inefable o de lo inexpresable. La poesía consiste precisamente en la recuperación de esa función primordial del lenguaje que nos lleva a nombrar lo que surge y cesa en medio del gran silencio que todo lo envuelve a manera de la abertura inmensa de los cielos. En un poema, sea o no un haiku, «la poesía se vuelve sobre sí misma para escuchar su propio silencio», ha dicho José Lezama Lima. Este silencio, lejos de todo mutismo, subjetividad o ensimismamiento, nos remite a los confines de lo ilimitado. Es así como, «en cada instante, ochenta mil puertas se abren y en cada instante se consume el tiempo eterno», se nos dice en el ya mencionado Shodoka.
La flor que no habla es la oportunidad de dejar ser lo que cada cosa llega a ser, en su insoslayable e infinita fugacidad. Es así como hasta el bambú se sorprende cuando se escribe un haiku: El bambú tiembla / por los haikus que escribo. / Piensa que finjo. En efecto, nada más natural que ese espontáneo artificio humano que son las palabras. La palabra poética nos devuelve al momento decisivo en el que la cosa nombrada calla para dejar ser aquello que se nombra, sin que haya que decir ni explicar nada. Escribe Basho: Curiosa confluencia / al final cada uno se vuelve / un brote de bambú. Y nuestra poeta escribe: Cuando el bambú / sube hacia el cielo / es nube verde. La travesía de lo infinito es también ese viaje infinito del pensamiento que es la metáfora. Para apreciar un haiku no hay que creer ni esperar nada. Basta con observar la evidencia de la luz o la transparencia de un «juego de arquería»: El arco esconde / en su escarpada luna / su arquitectura.
Pienso que este libro marca un hito en obra poética de Vanessa Droz. Su lúdica y densa simplicidad juega con los motivos más recurrentes de una fecunda, cultivada y penetrante escritura que es la suya. De ahí la importancia que tienen todos los detalles de las amplias páginas y pocas palabras de este hermoso libro, que se despliegan a la manera de una composición arquitectónica y musical: los espacios, las transiciones, los entresijos, las bordaduras, las complicidades, los momentos, los títulos, las silencios, la sintaxis, la grafía… . Todo ello para acoger el volátil soplo o espíritu de los haikus, esos extraños y entrañables «dibujos del pensamiento»9 que desde hace milenios resguardan, más allá de toda creencia o incredulidad, el horizonte circular del vacío, cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna: Como moneda, / el dúctil horizonte / aplana la Tierra: Usted está aquí X.
- Curiosa y sorprendente es la flor de bambú. Esta planta que crece más rápido que otras, florecen una sola vez en su vida, pero a una edad avanzada: después de los 32, ó 55, ó 65 años, según las especies; la que más tarda es la Phyllostachys nigra, cultivada en Japón y también en muchos jardines europeos, que florece a la edad de 120 años. Pero el hecho curioso es este: la floración de todos los individuos de la misma especie es contemporánea en todo el mundo, tanto en las regiones de origen como en los países de importación; o sea que la flor del bambú tiene lugar en forma simultánea hasta en ambientes climáticas
distintos. En las flores se forman con rapidez las semillas y luego las plantas mueren. Naturalmente florecen todos los individuos, tanto cañas más viejas como las que apenas han hecho despuntar sus rizomas, porque todas tienen la misma edad: en efecto, todas pueden ser consideradas como parte de un individuo único nacido en su tiempo de una semilla, y luego multiplicado por vía vegetativa mediante rizomas y por división de macollas. El fenómeno de la flor de bambú se explica, en parte, por las radiaciones cósmicas que, periódicamente, alcanzan valores máximas; pero el fenómeno no está aún bien aclarado. La floración está ligada a muchos factores, a veces oscuros e incomprensibles, cuya investigación ocupa hoy a no pocos especialistas. Ver http://learsivezman.blogspot. com/2012/04/la-flor-de-bambu. html. Las anteriores palabras texto sirven de referencia al texto que sigue, el cual fue leído el 1 de octubre de 2016, en el Jardín Botánico de Río Piedras, como parte de la presentación del libro de Vanessa. Droz. [↩] - Ver R. H. Blyth (1963/1984), A History of Haiku, Vol. I, Tokyo, The Hokuseido Press. [↩]
- La expresión es de Gyomar Velázquez. [↩]
- Son versos del poema Shodoka de Yoka Daishi (665-713). Cito del libro El canto del inmediato satori (2000). Barcelona, Editorial Kairós. [↩]
- Sam Hamil, trad. (1999), The Essentials Bashō, Boston / London, Shambala. [↩]
- Yves Bonnefoy, Du haiku, en Entretiens sur la poésie (1992), Paris, Ed. Mercure de France. [↩]
- Tomado del libro de Byung-Chul Han (2015), Filosofía del budismo Zen, Barcelona, Herder, p. 141. [↩]
- La historia va así: «Estando el Buddha Shakyamuni en el Monte del Buitre (Grdhrakuta), mostró una flor ante la audiencia de sus monjes. Todos guardaron silencio. Solamente Mahakashyapa sonrió ampliamente. El Buddha dijo: ‘Tengo el verdadero ojo del Dharma [la vision de la Enseñanza: Shobogenzo, en japonés], la mente maravillosa del Nirvana, la verdadera forma de lo que no tiene forma, la sutil puerta del Dharma, independiente de las palabras y transmitida más allá de toda doctrina. Se la confío a Mahakashyapa.» Texto tomado del libro Two Zen Classics. Mumokan, Hekiganroku (1977/1995), New York/Tokyo, Weatherhill, p. 41. [↩]
- La frase es de Immanuel Kant. [↩]