La historia de los derrotados o el conjuro colonial

“Toda historia es historia contemporánea”, afirma Benedetto Croce. Esto no quiere decir, sin embargo, que los textos historiográficos adopten necesariamente una distancia crítica y una perspectiva interpretativa que les permita elaborar una narrativa que contribuya a comprender la compleja relación entre pasado y presente. En el caso del tema que nos ocupa, el 98 y la americanización, con demasiada frecuencia las narrativas históricas nos ofrecen apologías celebratorias, denuncias que demonizan o épicas autocomplacientes del pasado. Es decir, versiones simplificadoras y maniqueas que borran las paradojas, las contradicciones y los giros inesperados de los procesos históricos. Este no es el caso de La historia de los derrotados: americanización y romanticismo, 1898-1917 (San Juan, Ediciones Laberinto, 2019). Por el contrario, Nazario ha escrito un libro elocuente y riguroso, de una prosa impecable (envidiable), que hace una importante contribución a la historiografía profundizando nuestra comprensión de la complejidad del periodo que estudia. Más aún, es un texto muy pertinente para entender el momento actual por el que atraviesa Puerto Rico, y particularmente, los imaginarios políticos y culturales que todavía bloquean una salida alterna a la crisis del país. El filo más agudo de este libro radica en la crítica al discurso (y sus efectos) —lo que Nazario llama “la conjura colonial” (todo es culpa de la colonia)— de los sectores hegemónicos del campo intelectual y cultural puertorriqueño, que se consideran herederos simbólicos de la elite letrada de principios del siglo XX. En tal sentido, este es realmente un trabajo de historia contemporánea.
El libro es el tercer texto historiográfico que publica Nazario. En los primeros dos, Discurso legal y orden poscolonial. Los abogados de Puerto Rico ante el 1898 (San Juan, Ediciones Puertorriqueñas, 1999) y El paisaje del poder. La tierra en el tiempo de Luis Muñoz Marín (San Juan, Ediciones Callejón, 2014), este historiador entrelaza textos legales, literarios e históricos para interrogar el discurso de la elite letrada y el devenir político de Puerto Rico. Su más reciente libro es la culminación del análisis que Nazario ha hilvanando en estos dos estudios previos. De modo que se puede leer como el tercero de una trilogía no cronológica, sino temática. Tomados juntos estos tres libros hacen una contribución fundamental a la interpretación histórica que trabaja la historia intelectual y política puertorriqueña durante la primera mitad del siglo XX.
¿Quiénes son los derrotados y cuál es su historia? La respuesta a esta interrogante podría parecer obvia, pero no lo es. La expresión los derrotados se refiere al sector letrado puertorriqueño a comienzos del siglo XX que comienzan a asumirse como derrotados y que articularán un discurso en defensa de sus intereses políticos desde esta autofiguración. La misma noción de derrotados es un recurso retórico que sugiere una ambivalencia deliberada. ¿Sostiene Nazario que, en efecto, este sector fue derrotado, o juega con la palabra para subrayar el carácter victimista del discurso nacionalista que se convertirá eventualmente en la historia de los derrotados?
El título del libro es también una treta literaria del autor pues quien lea La historia de los derrotados no va a encontrar en el texto una historia (narrativa) de los derrotados. Lo que Nazario narra no es la historia de los derrotados, sino el momento en que el sector letrado da un giro discursivo (que el autor fecha en 1913) que producirá posteriormente la historia de los derrotados. Por esto, el autor recurre a la estrategia retórica de escribir, en distintos momentos: “Más tarde, cuando se escriba la historia de los derrotados, los eventos del 1898 se concebirán como un choque de culturas. Sin embargo, para muchos letrados y políticos del Puerto Rico de entonces, la diferencia en costumbres o idiosincrasias con Estados Unidos no causó temor” (Nazario, p. 259).
Según Nazario, los escritores de mayor resonancia en el siglo XIX eran liberales y modernizadores. Su patriotismo cívico ―no nacionalista, étnico o cultural― recibió con entusiasmo los eventos del 98 que, inicialmente, no significaron una ruptura sino una intensificación de su proyecto progresista. Sin embargo, rápidamente el proyecto modernizador americano reveló sus lados negativos. Ante los cambios políticos posteriores a la invasión se produjo, afirma el autor, una reacción de sensibilidad romántica.
[…] a medida que se frustra la lucha por el self government, algunos de los escritores más representativos de principios del siglo XX ―Luis Llorens Torres, José de Diego, Nemesio Canales, y aun Muñoz Rivera― comienzan a sentir el 98 como derrota y desplazamiento por la civilización americana […] En la tradición intelectual del país, en el modelo de pensamiento de su élite política y literaria, se operó un shift. Un repunte del romanticismo fue el síntoma o la expresión de este desplazamiento. […] El modelo de pensamiento y emoción que guió la tarea urgente de entender y expresar las consecuencias y los temores del 98 fue romántico ( Nazario, pp. 13-14).
A partir de este giro, estos escritores asumen reactivamente la perspectiva de los derrotados, arman un nuevo relato en el que renuevan los significados de las figuras y los eventos de la historia puertorriqueña. Además, seleccionan, nombran y definen las características, esto es, las forma de ser del puertorriqueño. Lo que hace Nazario de manera muy efectiva en este libro es deconstruir o desmistificar el discurso/relato que que se autofigura como derrotada.
El régimen estadounidense (primero el militar y luego el Foraker) emprendió a nombre del progreso la modernización de la isla, poniendo en vigor reformas no solo económicas, sino también de los derechos civiles. No obstante, la incorporación, con garantía de igualdad política, no se concedió. Estados Unidos impuso un régimen colonial tutelar invocando la diferencia o la inferioridad, cuando no racial, educativa. Y con ello, postula Nazario, “desplazó ―de una plaza que nunca había llegado a ocupar― a la élite local que, en consecuencia, comenzó a identificar sus intereses propios en oposición a los americanos” (Nazario, p. 11).
El reclamo de self government de los letrados no reflejaba una oposición a la agenda sustantiva de los Estados Unidos; más bien exigía que la pusieran en vigor los puertorriqueños. Con notables excepciones, indica Nazario, las quejas se centraron en las formas, sobre todo en el nombramiento de un funcionariado importado, más que en los contenidos civilizadores de las medidas de gobierno. Cabe destacar, que en un principio, el agravio de la no es el desplazamiento económico de los sectores locales, ni la amenaza cultural pues los letrados conciben la americanización como modernización cosmopolita más que como sustitución de tradiciones nacionales. Será, por tanto, la contradicción política antes que económica o cultural, argumenta el autor, la que dará paso al discurso puertorriqueñista de este grupo de escritores.
El proyecto moderno que impulsó el 98 venía atado al tutelaje, no por la elite progresista de Puerto Rico, sino por modernizadores estadounidenses, es decir, por la dominación colonial. En reacción a esto, los letrados y la clase política “fueron girando de las nociones de la ciudadanía cívica a la étnica; adoptando, invertidos, los requisitos de raza y costumbre que los más retrógrados congresistas nacionalistas americanos exigían de los aspirantes a ciudadanos” (Nazario, p. 265). Entonces, si bien son los americanos quienes, para fundamentar el régimen colonial, quienes primero articulan la diferencia racial y cultural, la elite letrada invertirá el discurso imperial apelando a un nacionalismo étnico y reactivo para defender sus intereses políticos: ser la clase dirigente del país.
Para la segunda década del siglo XX, destaca Nazario, en el discurso letrado la identidad se desplazará hacia lo étnico y se fundamentará crecientemente no en la imaginación de un proyecto de futuro compartido, sino en la representación de un pasado fundante. En su giro discursivo, la elite educada redefinirá la personalidad del país, que pasará de ser entendida como la manifestación de un interés político a la proyección de una idiosincrasia sicológica. Los derrotados asumirán, “como un deber moral, la defensa de la esencia, de lo que ya se era. Se opondrá a las corrientes de cambio. Se volverá reaccionaria” (Nazario, p. 17).
En síntesis, los eventos posteriores a la invasión del 98 produjeron, en la clase letrada, “sensaciones de ataque, asedio y victimización”, que nuclearon la definición misma de la identidad puertorriqueña. Esta narrativa puertorriqueñista que emergió en la segunda década del siglo XX y se consolidó a partir de la Generación del Treinta con el discurso del “trauma del 98”, aún circula en el campo intelectual y cultural y en el pensamiento político. En palabras del autor: “Los conceptos con que [los letrados] trataron de entender el país, y los lenguajes con que representaron su realidad tras la invasión […] operan como un marco para el pensamiento y un vehículo para la expresión de proyectos y de agravios” (Nazario, p. 8). De ahí la pertinencia de este libro.
Es importante reconocer que el texto de Nazario dialoga con los trabajos historiográficos de Fernando Picó, Silvia Álvarez Curbelo y Astrid Cubano, entre otros. No obstante, lo quiero destacar aquí es que el libro de Nazario retoma (aunque con variaciones y revisiones importantes) la línea argumentativa del ensayo fundamental de José Luis González, El país de cuatro pisos y otros ensayos (San Juan, Ediciones Huracán, 1980). Recordemos que el ensayo de González es su respuesta a una pregunta que le hicieron unos estudiantes puertorriqueños en México: “¿Cómo crees que ha sido afectada la cultura puertorriqueña por la intervención colonialista norteamericana y cómo ves su desarrollo” (González, p. 10)? Por razones de tiempo no puedo hacer el contrapunteo, pero basta recalcar que hay importantes vínculos (aunque también diferencias) entre ambas reflexiones que merecen discutirse en algún otro momento.
Destaco, someramente, dos asuntos claves. Primero, partiendo del desmontaje de la noción central al discurso puertorriqueñista de “homogeneidad cultural”, esto es, el supuesto de que la cultura nacional es homogénea, ambos autores reconocen la perspectiva diferenciada en términos de clases y étnicos-raciales respecto a la americanización. Los sectores subalternos no participaban del relato de la homogeneidad de la nación. Los socialistas de principio de siglo y luego los comunistas en los treinta percibían en el discurso de los derrotados un instrumento al servicio de la clase propietaria. Para estos, dice Nazario:
[…] más pesaba la clase que la patria, cuya definición, aunque se adornara con el jíbaro y el taíno, controlaba una elite blanca y aburguesada. […] En el 98, al elemento iletrado, campesino o urbano, sin posibilidades de acceder a los puestos gubernamentales, le fue indiferente el reclamo puertorriqueñista del funcionariado. Con frecuencia, apoyaron a los carpetbaggers como aliados en su afán de igualdad social, y contrapeso a una vieja élite blanca, burguesa o hacendada. Las turbas —populares, mulatas y parejeras— interpretaron el igualismo americano contra el señoritismo español (Nazario, p. 268).
Mientras los letrados, en su giro conservador, ven la americanización como una amenaza a la esencia de la nacionalidad puertorriqueña[1], los sectores populares, particularmente, los trabajadores la identifican con derechos civiles, sociales y económicos y con el progreso material. Además, la ven como un ajuste de cuentas con los sectores criollos dominantes, cuya defensa de la “identidad nacional” no sienten como suya. Como dice González:
La clase trabajadora puertorriqueña […] también acogió favorablemente la invasión norteamericana, pero por razones muy distintas de las que animaron en su momento a los hacendados. En la llegada de los norteamericanos a Puerto Rico los trabajadores vieron la oportunidad de un ajuste de cuentas con la clase propietaria en todos los terrenos. Y en el terreno cultural, que es el que nos ocupa ahora, ese ajuste de cuenta ha sido el motor principal de los cambios culturales operados en la sociedad puertorriqueña de 1898 hasta nuestros días. […]Entonces, así como sus valores culturales le sirvieron a la clase propietaria para resistir la norteamericanización, esa misma “norteamericanización,” le ha servido a la masa popular para impugnar y desplazar los valores culturales de la clase propietaria (González, pp. 32-34).
Los sectores trabajadores, pues, privilegian su identificación de clase o social y no la nación supuestamente asediada.
Propongo que, en esta fractura entre el discurso de la élite letrada y la subjetividad de las mayorías sociales radica una clave histórica para entender, por un lado, el escaso (y menguante) apoyo que ha recibido el independentismo entre los trabajadores y sectores subalternos y, por el otro, el crecimiento y apoyo entre estos mismos sectores del “anexionismo”. O como pregunta González: “¿Por qué los puertorriqueños pobres y los puertorriqueños negros han escaseado notoriamente en las filas del independentismo tradicional y han abundado, en cambio, en las del anexionismo populista”? (González, pp. 34-35)
Segundo, ambas interpretaciones también coinciden en que, pese a lo que ha planteado el relato puertoriqueñista, la americanización no significó transculturación o asimilación cultural. Si bien el dominio norteamericano sobre Puerto Rico ha implicado imposición colonial, postulan González y Nazario, también ha conllevado aspectos progresistas fundamentales en lo económico, social y cultural para la sociedad puertorriqueña. Este desarrollo paradójico de la “americanización” es un punto ciego del discurso nacionalista o soberanista que, desde una posición de superioridad moral y una perspectiva maniquea de la historia, descalifica como “enajenados”, “asimilados”, “manipulados” y “vende patria” a los amplios sectores populares que apoyan la estadidad. ¿Cómo es que se pretende hacer política desde un discurso que es incapaz de escuchar y dialogar con estos amplios sectores populares y que los descalifica de estas maneras?
El libro de Nazario también dialoga con algunas perspectivas intelectuales que en la década de los noventa criticaron y desmontaron el esencialismo identitario del discurso (neo)nacionalista. Como dice el autor, refiriéndose a las respuestas diferenciadas a las medidas implementadas a partir del 98: “Desde ya puede verse que la nacional es una entre muchas identidades que tiene un individuo: de género, de clase, de profesión, de religión, de región, y de ciudad. Las identidades son múltiples, interseccionales” (Nazario, p. 267). Su texto entonces vuelve a interrogar ¿por qué se privilegia la identidad nacional sobre otras formas de identificación? ¿Quiénes construyen la identidad nacional? ¿De qué modo y para qué? De este modo, el análisis de Nazario actualiza discusiones, que —tanto en el caso de González como en el llamado debate “posmoderno”— quedaron bloqueadas precisamente por la hegemonía en el campo intelectual de la historia de los derrotados.
El autor concluye con la siguiente afirmación: “En el dogma nacionalista (y en el estadista) el concepto colonial se ha convertido en un conjuro que explica todos los problemas de Puerto Rico, y lo exime de la engorrosa tarea de pensar su compleja realidad” […] (Nazario, p. 277) Ante esto, lo que correspondería es “desarrollar estrategias de poder inmediato que lo liberen del papel de víctima que le asigna la historia de los derrotados, que es la historia de la isla cenicienta a la espera del príncipe de la independencia o de la estadidad” (Nazario, p. 276). Ojalá que los planteamientos que hace Nazario en su libro encuentren hoy un terreno fecundo y que esta discusión no quede truncada una vez más. Felicito a Rubén por este excelente libro e invito a todos y todas las presentes a leerlo y a pensar su aguda reflexión.
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*Versión revisada de la presentación del libro de Rubén Nazario Velasco: La historia de los derrotados: americanización y romanticismo, 1898-1917 (San Juan, Ediciones Laberinto, 2019). 3 de octubre de 2019, Librería Laberinto, San Juan, Puerto Rico.
Referencias
José Luis González, El país de cuatro pisos y otros ensayos (San Juan, Ediciones Huracán, 1980).
Rubén Nazario Velasco, La historia de los derrotados: americanización y romanticismo, 1898-1917 (San Juan, Ediciones Laberinto, 2019).
[1] González plantea lo siguiente sobre el giro discursivo de los letrados: “Es perfectamente demostrable, porque está perfectamente documentado, que la clase propietaria puertorriqueña acogió la invasión norteamericana, en el momento en que se produjo, con los brazos abiertos. Todos los portavoces políticos de esa clase saludaron la invasión como la llegada a Puerto Rico de la libertad, la democracia y el progreso, porque todos vieron en ella el preludio de la anexión de Puerto Rico a la nación más rica y poderosa —y más “democrática”, no hay que olvidarlo— del planeta. El desencanto sólo sobrevino cuando la nueva metrópoli hizo claro que la invasión no implicaba la anexión, no implicaba la participación de la clase propietaria puertorriqueña en el opíparo banquete de la expansiva economía capitalista norteamericana, sino su subordinación colonial a esa economía. Fue entonces, y sólo entonces, cuando nació el “nacionalismo” de esa clase, o, para decirlo con más exactitud, del sector de esa clase cuya debilidad económica le impidió insertarse en la nueva situación” (González, pp. 29-30). Para González, entonces, el giro conservador de este elite letrada se debió a razones económicas, mientras que para Nazario los agravios, al menos hasta los años treinta, fueron políticos.