La literatura dominicana del siglo XXI
Moya Pons fue puntilloso en su narrativa de ese accidentado periplo, del cual resaltó los indudables avances de la República Dominicana en materia social, política y sobre todo económica. Bien entendida, la narrativa de Moya Pons podría leerse como la historia de la consolidación del capitalismo dominicano, alcanzada a partir de un dilatado rosario de tropiezos que incluyó dos invasiones estadounidenses y una de las más cruentas y prolongadas dictaduras del siglo pasado.
Inicio este comentario sobre las letras dominicanas del siglo XXI haciendo referencia a Moya Pons y su historia del capitalismo dominicano porque entiendo que la literatura dominicana del tercer milenio explota desde diversos ángulos la misma veta, aunque no precisamente para ponderar de manera acrítica la modernidad del Santo Domingo actual. En consecuencia, el abigarrado y colosal archivo de las letras dominicanas puede leerse como el principal barómetro de la pregonada modernidad democrática.
La literatura dominicana del siglo XXI procura registrar la complejidad de ese «gran cambio» en el organigrama social del país. Me refiero a una literatura de gran vitalidad que en sus apuestas ensaya con el abordar con ironía los procesos históricos, toda vez que dimensiona sus estrategias en las prácticas de la vida cotidiana y la producción de subjetividades.
Las letras dominicanas de hoy se preocupan por documentar no solo las nuevas formas y relaciones sociales de la pujante sociedad que le sirve de marco, sino los itinerarios del afecto y los ambivalentes matices de la modernización, tema, este último, que supone por un lado el crecimiento económico más estable de la región del Caribe y buena parte del continente americano al tiempo que se recrudece la desigualdad social.
Asimismo, el archivo literario dominicano del tercer milenio da cuenta de esa entreverada madeja de contactos llamada cultura dominicana, y que incluye el cada vez más intenso intercambio a través del turismo y la inmigración con tradiciones y modos culturales provenientes de Latinoamérica, Europa, Norteamérica y en particular el Caribe que nos hermana con Cuba, Puerto Rico, Venezuela y Haití. Estos contactos son profundos e insoslayables, y en mi opinión constituyen el caldo de cultivo de las mejores propuestas literarias de las últimos años.
En su «Panorámica de la literatura dominicana», conferencia dictada en Casa de América el 4 de junio, José Alcántara Almánzar se esmeró en vincular las letras dominicanas del siglo XXI con lo que identificó como la «cultura de la protesta» en la literatura de los años sesenta y setenta. Hace falta matizar esta interpretación, puesto que se trata de manifestaciones literarias de crisis muy distintas.
La «cultura de la protesta» que Alcántara Almánzar ve en la literatura de ese período se ancla en la coyuntura de una crisis muy específica, y que tiene que ver con la adecuación del sujeto dominicano a un nuevo paradigma de sociedad después de los tres decenios de dictadura, el golpe de Estado a Juan Bosch, la guerra civil y la segunda invasión estadounidense en 1965. Es decir, es una literatura que apunta a la complejidad de ese proceso de reestructuración en todos los renglones. Materia muy distinta es la crisis que sirve de trasfondo a la literatura dominicana del tercer milenio, más orientada a relativizar las marcas de la Historia que obsesionó a buena parte de los autores de la segunda mitad del siglo 20.
Sobresale en el vasto archivo de las letras dominicanas del siglo XXI la producción de Marcio Veloz Maggiolo, Ángela Hernández, Aurora Arias, Junot Díaz, Josefina Báez, Frank Báez, Rita Indiana, Rey Andújar y Miguel Yarull. La literatura de estos autores asedia los modos tradicionales de pensar la cultura dominicana a través del cuestionamiento de la mitología que ha contribuido a legitimar una visión edulcorada de la modernidad dominicana.
En su trilogía de la primera década del nuevo siglo, Marcio Veloz Maggiolo sigue marcando la pauta entre los autores dominicanos más intrépidos al producir novelas de singularísima factura, como El hombre del acordeón (2003). También desde la novelística, Ángela Hernández hace lo propio con sus indagaciones en torno al peso del trujillismo en el imaginario dominicano con Mudanza de los sentidos (2001) y Charamicos (2003). Por su parte, Aurora Arias retrata en su formidable Emoticons (2007) los azares de un Santo Domingo que no compagina con la cultura de pompa y boato que adorna los suplementos dominicales.
Otros autores fundamentales de los que permiten señalar el rumbo de la literatura dominicana del nuevo milenio son Josefina Báez y Junot Díaz, cuya obra destaca sujetos reconocidos en su capacidad de autoformación y resiliencia para dibujar los contornos de una pedagogía alternativa del sujeto dominicano. Del mismo modo, la considerable producción de Frank Báez, Rita Indiana Hernández, Homero Pumarol y Rey Andújar reivindica para la literatura cierta dimensión política basada en su carácter emancipador. Es preciso destacar también la impresionante obra de Miguel Yarull, recogida en su libro Bichán (2010, 2018), a la cual la crítica apenas ha prestado atención.
El espacio literario dominicano del siglo XXI es amplio y diverso, señal inequívoca de que se cimenta en una firme tradición conformada por el oficio de varias generaciones de escritores de dentro y fuera de la isla. Es evidente que estamos ante una literatura que goza de muy buena salud. Sus practicantes, repartidos en grupos muy disímiles en términos generacionales, llevan tiempo llamando la atención de la industria editorial en la República Dominicana y el extranjero. Esta industria vive un momento de particular efervescencia de la mano de sellos independientes dominicanos como Cielonaranja, Ediciones De a Poco y Zemí, e internacionales como Isla Negra, Callejón y Aguadulce en Puerto Rico, Corregidor en Argentina, y Siruela, Periférica, Planeta y Amargord en España.