La magia del año cero
Villanueva también era escritor pero nunca había recibido un premio por nada, excepto en el año en que un grupito en Santurce de gente más o menos despistada le había otorgado una placa con su nombre deletreado con una eme en vez de una ene, celebrando su anonimidad. Héroe Olvidado se llamaba el reconocimiento que figuraba en la placa, la cual le arrancaron de la mano después de la ceremonia dizque para corregir el error ortográfico. Luego el grupo desapareció y Joaquín jamás supo de la placa.
Ese día de lectura trasnochada que le hizo recordar ese reconocimiento absurdo que le dieron con una mano para quitárselo con la otra, Villanueva entendió la dura verdad de que todo lo que sabía lo había aprendido a partir de los cuarenta años. Al terminar el libro supuso que era justo incluir en ese ámbito a la mujer que había conocido y perdido a la misma vez en el 1998, a los cuarenta y cinco años, después de un día de insólito placer.
En su libro Figueres parecía tener una memoria fotográfica que recordaba cosas que había aprendido a una edad bien temprana, mientras que al leerlo Joaquín se dio cuenta que la suya era un sedazo. Toda la vida vivida antes de su cuarenta aniversario era un matojo de neuronas atrofiadas. Al año cuarenta y uno eso había empezado a cambiar gracias a una sed de conocimiento que se le metió por dentro como un diablo. Y después vino la experiencia de otro tipo de saber al cual ya estaba acostumbrado pero que en este caso le había parecido inconcebible por trece años.
De su niñez no recordaba nada. En sus años escolares había aprendido a leer y a escribir, a disecar ranas, y a resolver problemas algebraicos, pero se había graduado con una ignorancia total de la historia y política de Puerto Rico pues en la escuela pública de su época se hablaba más de George Washington que de Betances. A los diecinueve años se había metido en una ganga y por tres años estuvo envuelto en una serie de fechorías que no quería recordar. Después, fue militante de izquierda pero esa experiencia había quedado bloqueada en su memoria por el resumen traumático de una reunión que el agente de la policía que se había infiltrado en el comité de su barrio le ofreció una vez a sus superiores: «La reunión comenzó a la 7:30 pm y terminó a las 11:30 pm. No se discutió nada de importancia.»
Fue a los cuarenta años que empezó a leer todo lo que antes había ignorado, en parte porque entonces había adquirido más responsabilidades. Una de ellas era profesional y requería que tuviese un buen manejo de la historia política del Siglo Veinte. Más que nada, a esa edad había por fin sentido una urgencia que aunque tardía era muy intensa de aprender todo lo que fuera posible aprender, en parte para poder hacer su trabajo y en parte para sentirse bien.
Leyendo La magia del año cero, Joaquín pensó varias veces que era imposible que Figueres recordara con tanta fidelidad tantas cosas de su pasado. El testimonio relataba cosas que él supuestamente había aprendido durante su niñez, durante su adolescencia, mientras era estudiante subgraduado en la Universidad de Chile, cosas que su padre le había dicho en momentos trágicos, los hombres no lloran le había dicho su padre, o que su madre le decía cuando él le imploraba que le dejara usar pantalones largos, cuando seas hombre, le decía su madre.
El libro incluía detalles inverosímiles como recordar letra por letra después de un olvido de más de veinte años los versos de un poema que Figueres había estudiado en el primer año de universidad o partes de un libro que su madre le había obligado a leer cuando tenía siete años, detalles que nadie era capaz de recordar a menos que hubiese un record por escrito de esas cosas, de esos detalles, archivado en algún sitio de la casa, asediado por la negligencia y envuelto en telarañas, que durante una limpieza él sin proponérselo había recuperado. Joaquín pensó que lo más seguro era que Figueres era como el personaje de una caricatura en un ejemplar de 1948 de Puerto Rico Ilustrado, que mirando un libro abierto tan grueso que parece tener miles de páginas, dice: «Si la memoria no me falla, ese acontecimiento sucedió en el año de mil cuatrocientos noventa y cuatro…»
Joaquín tenía muchos archivos de la clase que se distingue por contener tantos documentos como polvo y telarañas, los cuales repasaba de vez en cuando. Durante una de esas incursiones, un archivo que le perturbó bastante fue el de su vida profesional pues le reveló que había trabajado en una escuela por una generación sin llegar a conocer a fondo a nadie. De eso se recuperó rápidamente pues esa gente no le importaba. Pensó en su amigo Arturo Martínez que había tenido una experiencia similar, pero no estaba dispuesto a repetir bajo ninguna circunstancia la acción de Arturo de pegarse un tiro en la cabeza durante una reunión para lograr que sus colegas le prestaran atención después de veintisiete años de sentirse marginado.
En su oficina Villanueva tenía dos armarios de tres gavetas cada uno, llenos de fólderes con todos sus prontuarios, con cientos de fotocopias de artículos, con tres binders de su portafolio de docencia, decenas de recortes de periódicos, una colección de llaveros, cuatro haces de tarjetas comerciales amarrados con bandas elásticas, y la tarjeta postal y la carta que su amiga Julia Inés Santana le había enviado diciéndole que no quería continuar con el romance ilícito que habían iniciado. Julia era alta y muscular. Era artista y tocaba el piano. Trabajaba en un museo de arte y le gustaba la música de Willie Rosario. Fue en un concierto al aire libre de Rosario en el Paseo de la Princesa en el 1985 donde Joaquín la conoció y donde se hicieron amigos al instante. Cuando Joaquín pensaba en esos detalles se quedaba patidifuso al recordar que la conoció como es mejor conocer a una mujer y la perdió como es peor perder a una mujer, ambas cosas en el mismo año.
Después de trece años deseándola, de flirteos mutuos que Joaquín no sabía interpretar, un período que un amigo había definido con una risa reprimida como el foreplay más largo del mundo, por fin se habían visto sin ropa en un cuarto semi-oscuro de un hotel de San Juan, disfrutando sus cuerpos y lamentando en susurros no haberlo hecho antes. Ahora en la carta ella le decía que se había envuelto con él en un momento de vulnerabilidad y que se sentía culpable por haber engañado a su marido. También se había dado cuenta de que no quería dejar a su esposo y un romance clandestino sería difícil y muy complicado. Quería pensar en él por el resto de su vida con ternura, feliz por el placer inmenso de aquel día en San Juan, pero nada más.
Joaquín leyó y releyó la carta. La puso en su escritorio y caminó en círculo varias veces en el pequeño espacio entre su escritorio y sus armarios. Levantó las persianas venecianas para que el sol iluminara la oficina y releerla al amparo de la luz natural. Pensó que no era justo haber esperado tanto para tirársela sólo una vez, aunque en realidad el día fue como un juego de pelota en el que en un sólo inning hay múltiples batazos. Reconoció que la quería mas allá de ese momento sensual. Pero para ella ese momento fue suficiente a pesar de que tanto el disfrute monumental de los dos, como la afinidad que había cementado su amistad previa, presagiaban una aventura deliciosa extendida al infinito. Pero no, la aventura terminó antes de que él lo supiera, antes de la misma fecha en que el correo le puso su estampa al sello que ella le pegó al sobre que trajo su ultimatum. Joaquín se la imaginó lamiendo el sello con la lengua que él había saboreado, notando la ironía de que su romance terminara en menos de tres meses con el mismo acto físico con que había comenzado. Julia despareció por completo. Joaquín trató de comunicarse con ella varias veces pero cada intento terminó con el mismo punto final de la carta.
A los cinco años de recibir el anuncio de Julia, de conocer la decisión unilateral que lo dejó trastocado, Joaquín buscó la carta en todos y cada uno de los fólderes colgantes que poblaban los dos armarios. Fue una tarea tediosa y prolongada, pero persistió en completarla pues quería recordar a su fugaz amante. Como su memoria no funcionaba bien, necesitaba ayuda y juraba que sería solamente esa vez. Se sentía deseoso de revivir el romance, instigado por el shock que la lectura del libro de Figueres le había causado, una vez percibió el contraste entre la memoria vívida del chileno y su memoria ausente y cansada. Figueres le había hecho pensar en Julia en parte porque creía que ella debía ser como los recuerdos de Figueres que aparentemente eran inmunes al efecto del tiempo. Como todavía se sentía herido por la decisión de Julia, quería revivir la pasión que los mantuvo encerrados un día completo en el hotel de San Juan, para entonces ser él, aunque fuese no más que en un acto simbólico, quien de alguna manera retomara el control de los hechos y le pusiera el maldito punto final al romance.
Al no encontrar la carta se quedó lelo sin saber qué había pasado. Pensó que en vez de meterla en un folder quizás la había hecho pedazos al leer la mención de ella de que se había metido con él en un momento de vulnerabilidad. Eso lo jamaquió un poco pues le hizo pensar que ella lo acusaba de forma velada de haberse aprovechado de su debilidad y por el susto quizás había roto la carta. Su memoria no lograba ponerse de acuerdo consigo misma: ahí estaba el recuerdo de su alarma que podría haber resultado en una carta hecha cantos, pero también había una pequeña estela de pensamiento que le decía que la había puesto en un folder titulado con un nombre equívoco para camuflajearla. Pensó en el libro de Figueres y supuso que el contraste entre su memoria y la de él era un artificio literario. Escribió una nota: «Coño, recordar experiencias y cosas aprendidas en el transcurso de una vida completa con tanto lujo de detalles es algo sobrehumano,» y la guardó en un archivo que tenía en su casa. Pensó que ese día en San Juan debería haber sido imposible de olvidar con carta o sin carta.
De ahí, la mente de Joaquín dio un brinco desmesurado que le causó un sobresalto. En una persona normal eso habría significado sentir un escalofrío o que se le pararan los pelos de punta pero lo que Villanueva sintió fue una presión intensa en la nariz y en la cara, acompañada de una sensación ardiente que se extendió a su cerebro, algo así como cuando uno se mete en la boca sin querer una porción exagerada de wasabi. Ya antes había pasado por eso la primera vez que cenó en un restaurante japonés pretendiendo saber cómo comer con palillos y sin saber lo que era el wasabi que pensó era un majado de aguacate, es decir, palta, en caso que Figueres esté leyendo este relato.
Se asustó al comprender que la estratagema de guardar la carta en un folder con un nombre surreal no ofrecía garantías de que iba a permanecer oculta en secreto y cuando después de rebuscar el archivo no la encontró, se puso paranoico pensando que alguien la había descubierto y ahora la tenía en su poder esperando el momento propicio para usarla como instrumento de un chantaje, una posibilidad que le aterraba aun cuando no le quedaba claro por qué o a cambio de qué lo podían chantajear. Atascado en ese pensamiento absurdo –habían pasado cinco años del recibo de la carta– entretuvo varios escenarios para manejar su preocupación sin poder apaciguarse.
Su amiga Julia se había disipado en la miasma de los años y no tenía motivo para divulgar lo que había hecho con él. Él no tenía una posición pública de la cual podía caer desgraciado una vez revelado su desliz romántico. De hecho, en una situación como esa la cultura del patriarcado estaba a su favor y en contra de ella. Tampoco era un documento profiriendo soeces contra él para desprestigiarlo. Como lo sugería la placa que, aunque sólo por un minuto, el grupo de Santurce le había otorgado, Joaquín nunca se había distinguido prominentemente por nada y por ende no tenía mucho que perder si se veía envuelto en un escándalo que de entrada hubiese sido como una tormenta en un vaso de agua. Era cierto que cuando joven había sido un maleante pero nunca lo habían arrestado y en su trabajo su record era impecable. A pesar de que la policía había amasado una carpeta descomunal de sus actividades izquierdistas, ahí no había nada que si saliese a la luz como un anejo al posible escándalo iba a exacerbar el bochinche inicial. Joaquín no tenía mucho dinero, lo cual era evidencia inferencial de que no era un corrupto.
No obstante, ofuscado por la irracionalidad de su paranoia, empezó a sacar fólderes del archivo en un estado de desespero hiperbólico, sacudiendo cada uno y tirando su contenido al suelo para asegurarse de no pasar de vista la carta en caso que estuviera pegada a otro documento, como a veces sucede cuando al pasar las páginas pegadas de un libro uno salta de la número 40 a la 44. Ese fue su último y más metódico intento de encontrar la carta. Se quedó con las ganas de tener la última palabra con Julia, de decirle con el gesto de meter la carta en el triturador que a él nadie lo abandonaba, que él era quien decidía si seguían o si terminaban. Reflexionó un poco y llegó a la conclusión de que esa actitud era infantil y que quizás aún después de los cuarenta años todavía no había aprendido nada. Sólo entonces pudo calmarse.
La carta no apareció. Joaquín terminó exhausto y frustrado, sintiéndose oprimido e incompleto. Llegó hasta cuestionarse si la carta había existido, si en verdad había tenido un romance clandestino del cual no había evidencia documental y que sólo parecía ser un producto de su memoria frágil. Peor, al terminar el rastreo, Joaquín vio que entre los miles de documentos que a través de diez años había acumulado no había nada digno de preservar. Ahí no había nada de lo que había aprendido a partir de su cuarenta aniversario. Volvió a pensar en Figueres ahora creyendo con envidia que su memoria era extraordinaria. En contraste, el contaba con cuarenta años de ignorancia y una década posterior con un archivo deficiente y sin poder recordar casi nada, afligido por el absurdo de querer recuperar la memoria de Julia para revivir su rechazo pensando que ello le daba una oportunidad de desquitarse.
A la semana de comenzar su búsqueda de la carta, que era lo único que podía confirmar más allá de la duda razonable que una vez en su vida había vivido un breve pero muy intenso romance con una mujer casada, se había deshecho de todos los documentos que había guardado. Ahora, a los 50 años, su archivo era un reflejo más fiel de su vida de Héroe Olvidado. Si se moría mañana nadie tenía que pasar el trabajo de disponer de su papelería y nadie tendría la oportunidad de preguntarse con aire de mofa y exasperación por qué había acumulado tantas cosas inservibles. «Mira éste, guardó un recorte que dice que Fidel Castro dio un discurso de cuatro horas al repique de un bongó,» pensó que alguien diría al ver ese recorte del Diario-La Prensa que él encontró mientras investigaba el radicalismo de los puertorriqueños en Nueva York durante los años sesenta y que era emblema de la trivialidad de sus records. A base de ese supuesto, se alegró de su decisión de tirarlo todo, aunque también se preocupó por quizás privar a historiadores futuros de la materia prima de su trabajo. Entonces recordó la placa al Héroe Olvidado y echó su preocupación a un lado.
Después de comprender que su vida intelectual había comenzado a los cuarenta años, le dio pena entender que sus conocimientos eran vastos pero igual que los documentos de su archivo eran irrelevantes. No sólo había perdido cuarenta años de oportunidades para cultivar su intelecto a cabalidad sino que además todo lo que había aprendido no servía de nada si no lo podía recordar o si lo que recordaba era amplio pero insignificante. No sabía si sentir orgullo o vergüenza por redimir su memoria a base de un recuerdo de importancia puramente sentimental. Una vez superó la incredulidad sobre la incidencia de su romance, todavía se quedó triste al saber que la durabilidad fantasmagórica de esa experiencia dependía de la existencia de sólo dos personas mortales, una de las cuales había dicho que quería mantener un recuerdo tierno del romance. De esas dos personas sólo tenía constancia de una, aunque en un momento de suspensión animada creyó que era posible que él había pasado a mejor vida y era otro quien escribía este relato. Daba igual, aunque era posible que si él estaba muerto y ese otro se había apropiado de su nombre, podía haber inventado a Figueres y a Julia nada más que para escribir un cuento y publicarlo. En cualquier caso, antes de salir de la oficina, Joaquín pensó que ahora comenzaba su año cero.
Era un cero distinto al de Figueres que se refería al año en que sus padres habían muerto, fusilados por la dictadura de los militares chilenos. Para Joaquín el año cero era como el momento en que Camus alegaba que Sísifo adquiría la capacidad de la consciencia. Era el año del vacío, el año en que todo el pasado que hasta la fecha él había documentado se había desvanecido, en el que se le presentó la oportunidad de reflexionar sobre su experiencia al amparo de la poca memoria con la que contaba, al amparo de lo que había aprendido a partir de su cuarenta aniversario y tomando como punto de referencia esencial la aventura romántica que le sirvió de rasero para evaluar otras aventuras y otros sentimientos similares. Fue el momento en el que cobró consciencia de que durante cuarenta años no había aprendido nada, y esto sólo a base de dos simples hechos: la lectura de una memoria que acentuaba los defectos de la suya y la incapacidad de encontrar una carta que documentaba uno de sus romances.
Después de triturar y echar al zafacón el caudal de documentos que había mantenido por tanto tiempo sin saber que no valía la pena guardarlos, Joaquín miró sus armarios con detenimiento, vislumbrando en su mente el vacío de los dos carapachos como para asegurarse de que no había dejado en una de las gavetas ni el olor de un rastro. Otra vez pensó en Julia, ahora rascándose la cabeza y tratando de descifrar el misterio de la desaparición de su carta. Quizo volverla a ver pero sólo por un instante. La imaginó tendida en la cama esperándolo. La escuchó tocando el piano. Sintió uno de sus muslos con sus dedos, acariciándolo como si estuviera tocando a cámara lenta el tambor daya de una tabla. Por razones inexplicables decidió que ese momento había sido tan terrible como tan mágico. Puso toda su atención en la parte mágica.
Era la magia de la alucinación que te dice que te estás volviendo loco pero al saberlo en vez de ingresarte te das un trago. La del vacío que se convierte en una puerta que te lleva a un espacio distinto, donde te espera una vida nueva y, si tienes suerte, un amor apasionado. Para Joaquín, la magia de su año cero estaba en el acto de transformar una conclusión, de superar un fracaso existencial y romántico, al convertirlo en la antesala de una aventura nueva y extravagante. Era como pasar de una dimensión a otra, tranquilo y sin equipaje, nada más que con la consciencia de que necesitaba un cambio. Joaquín decidió que jamás miraría hacia atrás, que jamás se volvería a quejar de su memoria defectuosa o de lo que no sabía o de lo que había conocido y no podía constatar. Decidió que no le importaba no ser como Figueres, que si lo único que podía mantener en su presente era el hecho de haber conocido a Julia, ese era el mejor tipo de conocimiento con el que podía contar y con eso le bastaba. Lo importante no es cúando comienza el futuro si no cómo. Esa fue la última vez que puso pie en su oficina y al salir, después de cerrar la puerta, botó la llave.