La manoseada y útil metáfora del pájaro y las dos alas
Si Puerto Rico es ala de algún pájaro, la otra ala tiene que ser por obligación la República Dominicana, tanto en lo que a procesos históricos se refiere, como a mentalidades, expresiones culturales y bloques políticos en los que han estado insertos a lo largo de muchos siglos. Desde la época de la conquista, Santo Domingo y Puerto fueron socios y se miraron entre sí. La razón de ser de la conquista de Cuba, en cambio, apuntó desde un primer momento hacia México y nunca miró al este.
Mermada la población indígena y agotado el oro, Santo Domingo y Puerto Rico empobrecieron y quedaron al margen de las principales rutas comerciales. Cuba, por su parte, era parada obligada de las caravanas mercantiles que transportaban a Europa las riquezas de México y Perú. Fue también la colonia consentida de la metrópoli en términos estratégicos y el epicentro del monopolio español del tabaco, principal generador de ingresos para la corona después de los metales preciosos. Humbolt dice en su memoria del viaje a la isla de Cuba a principios del siglo XIX, que La Habana no tenía nada que envidiar a las grandes ciudades europeas.
Si alguna tangencia encontramos entre Cuba y Puerto Rico es que ninguna de las dos se independizó cuando lo hizo el resto de las colonias de España en América. En un ejercicio contrafactual, estaría por verse si Santo Domingo no habría corrido la misma suerte a no haber sido por la cercanía de la Revolución Haitiana y sus implicaciones sobre un territorio insular compartido, que todavía hoy es problemático.
El caso es que donde único podemos hallar algunos puntos comunes es en el hecho de que Cuba y Puerto Rico permanecieron como las únicas colonias de España en América en el siglo XIX. Pero ni siquiera el trato recibido por la metrópoli era el mismo. Un ejemplo temprano es la Real Cédula de Gracias de 1815, que en su preámbulo establece de manera explícita que es una recompensa a la lealtad de los puertorriqueños y un mensaje a los cubanos y a las colonias insurrectas de lo que podrían recibir de España si se portaban un poco mejor. Unos años después, en 1868, en Puerto Rico fracasaba la débil intentona de Lares, mientras en Cuba iniciaba una Guerra de 10 años. Al tiempo que muchos cubanos peleaban en esa guerra, los politiquetes puertorriqueños, esos que la historiografía ha convertido en próceres, lloraban en las Cortes españolas, igual que lloran los de hoy en el Congreso de Estados Unidos.
En 1895 los cubanos emprendieron otra revolución armada en busca de su independencia. Los puertorriqueños en tanto babeaban por un estatuto autonómico, a través de lo que buena parte de la historiografía local llama con orgullo la «vía reformista».
Estados Unidos metió sus tentáculos en la guerra entre Cuba y España y en pocos meses, la metrópoli europea tuvo que reconocer su fracaso y firmar un tratado de paz. De nuevo, en el acuerdo diplomático la situación de Puerto Rico fue muy distinta a la de Cuba. Asimismo lo fueron sus respectivas historias a partir del parteaguas de 1898. Sin entrar en los problemas políticos que tuvieron que enfrentar los cubanos en los primeros años del siglo XX, como lo referente a la enmienda Platt o la protección del Tío Sam a la dictadura, Cuba se enriquecía, La Habana brillaba, sus cabarets tenían reconocimiento mundial y era escenario de una gran actividad turística. Puerto Rico languidecía. La industria azucarera en manos ausentistas lo controlaba todo y las ganancias se exportaban.
Para mediados del Siglo XX, Puerto Rico vuelve a recurrir a su apreciada vía reformista, a la negociación desigual, al posibilismo, en busca de algunos cambios. Cuba enfrentó y derrotó a la dictadura y su socio del norte con otra guerra, su opción volvió a ser la revolución armada.
En Puerto Rico también hubo una revolución armada, pero hasta la izquierda más nacionalista la invisibiliza. Prefieren ir a darse golpes de pecho a Lares, un movimiento en contra de una antigua metrópoli, cuyas repercusiones hoy son inofensivas, como el indio muerto al que podemos idealizar y reinventar porque no revisten peligro alguno. Sin embargo, poco se menciona o estudia la Revolución de Jayuya y sus ramificaciones en ataques armados a La Fortaleza, el Congreso, etc. El dogmatismo independentista puede reivindicar a Albizu y cantar los poemas de Corretjer, pero poco más. Prefieren declarar «padre de la patria» a Betances -un romántico francés nacido en un Puerto Rico que abandonó siendo niño y donde pasó una ínfima fracción de su vida-, que reunirse el 30 de octubre en Jayuya y celebrar la gesta de Blanca Canales, a quien no se me ocurriría nombrar madre de nada, ni siquiera por oposición, pero sí heroína, independentista paradigmática o algo por el estilo.
Cuba se decantó por una república comunista; Puerto Rico por una colonia maquillada. En época de la Guerra Fría, Estados Unidos intentó convertir a Puerto Rico en su vitrina hacia América Latina, y a Cuba en el villano, el gran traidor en quien el tío Sam procuró encarnar al bárbaro de América, al terror del continente.
Ante la reciente flexibilización de las relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba anda todo el mundo repitiendo los versos de Lola Rodríguez de Tió: Cuba y Puerto Rico son/ de un pájaro las dos alas. Y todos quieren ir a Cuba, y todos quieren hacer negocios en Cuba y grabar videos musicales y especiales de Navidad. Muchos de esos miraron para otro lado cuando el ala conservadora del exilio cubano asesinó a Carlos Muñiz Varela, y le siguen dando la espalda a los reclamos de justicia de ese y otros casos. Para eso no recuerdan verso alguno.
Desde luego, ignoran o callan que la autora de los versos tan mentados fue desterrada de Puerto Rico en 1887, año de los terribles compontes. Como consecuencia llegó a Cuba. En 1892 viajó a Nueva York y militó en el Partido Revolucionario Cubano. En 1899 regresó y se radicó en Cuba, donde murió en 1924. Si tomamos en cuenta la biografía de la poeta, entendemos que para ella Cuba y Puerto Rico «compartieran un mismo corazón». Ese corazón era el suyo, esa ave era ella, dividida, con un ala aquí y otra allá. Mucha gente repite -fuera de ese contexto, por cierto- los primeros versos (Cuba y Puerto Rico son/ de un pájaro las dos alas). Pocos conocen el resto de la estrofa (reciben flores o balas/ sobre un mismo corazón).
La ignorancia rampante y la demagogia capitalista convierten los versos de Lola Rodríguez de Tió en un slogan publicitario más. Con ello traicionan el corazón dividido de la poeta, las cuitas de su destierro, sus posturas independentistas y el valor de no amedrentarse en un mundo de hombres.
Todo esto se da en medio de la falsa ilusión de que el Puerto Rico en quiebra política y moral puede ir a colonizar a Cuba con sus inversiones y que con esas inversiones Cuba puede salvar a Puerto Rico. Esos son unos pocos, los que controlan el dinero y producen especiales de Navidad. Pero también están los turistas que quieren constatar que aquí vivimos mejor, que regresan muertos de la pena porque allá no hay ni jabón y La Habana, ¡tan hermosa y glamorosa que fue!, está en ruinas, da lástima. Van con la visión de National Geographic, en busca de ese «otro» exótico que valida su necesidad de sentirse civilizado.
¿Y República Dominicana? Bien Gracias. Nos asusta hermanarnos a ella. El turismo se encierra en los «all inclusive», nada de pasear por el malecón o visitar la Catedral Primada de América. Bailamos más merengue que salsa y conocemos mejor a Juan Luis Guerra que a los Van Van, Omara Portuondo o Isaac Delgado. Buena parte de los productos agrícolas que consumimos, incluidos los plátanos, vienen de Dominicana. De Cuba, hasta el momento no se me ocurre alguna importación significativa. Los prejuicios, la xenofobia, el aire de superioridad alimentado por la «colonia feliz» y, sobre todo, el discurso historiográfico que insiste en una puertorriqueñidad que se manifiesta y florece en el Siglo XIX, le dan la espalda a las coincidencias con Dominicana y a la cercanía de sus procesos históricos. No hay pájaro ni alas, ni poesía. Solo hay pánico a la comparación y a la posibilidad de parecernos demasiado.