La Mariconera

No es en grillos, ni en cadenas en lo que usted penará,
sino en una soledad
y un silencio tan profundo
que parece que en el mundo
es el único que está.
—Filosofía de un Confinado,
David el Loco (Bobby Valentín va a la Cárcel, vol 2, 1975)
-¿De qué te ríes, papi?
-Angelo y Paquito, que son una jodienda.
And that was that.
Después el cigarrillo Merit. Después ojear el periódico. Después barrer el frente de la oficina, porque esta tarde viene el arquitecto Portela a buscar los planos.
Angelo y Paquito. ¿Angelo y Paquito? Me puse a dibujar perros y caballos en mi libreta, pensando en Angelo y Paquito que son una jodienda. Pensando en que papi conoce a todo el mundo en Santa Rita. A María la del café; a los muchachos de Vieques que vinieron a estudiar y ahora vagabundean por ahí; a Carlos y Blondi, que lloraron la muerte de Bob Marley como si se hubiese acabado el mundo (were they wrong?); a Travieso, que se robó una nevera de un segundo piso en un hospedaje de señoritas y acabó casado con la señorita que alquilaba el apartamento de donde robó; a Tite, la loquita que hace unos zapatos de cuero bien extraños y fabulosos, y que dicen que a veces se queda en casa de Merlo, que también se rumora es loca; a Róber, que caminaba su perro y luego fue mi maestro de francés; al cartero; al misterioso Consuegra, que posiblemente es encubierto, que posiblemente es chota, que tiene algo que ver con lo del Cerro Maravilla, que yo creo que es camarón, que yo creo que vigila a los estudiantes, que se desaparece por meses largos, que a veces no se sabe de Consuegra por un año, y que aparece de repente, de la nada, con dinero, con cadenas, a beber ron, a joder, a preguntar. Hay que tener cuidado con Consuegra. A tu madre no le gusta Consuegra así que no le digas que anda por ahí. Pero hoy el misterio no era Consuegra, hoy el misterio eran Angelo y Paquito, de quienes jamás había escuchado.
Papi era maestro delineante profesional, miembro fundador del Colegio de Delineantes de Puerto Rico, y amaba convertir gente en delineantes profesionales; hombres y mujeres, locas y macharranes, viejos y jóvenes. Si usted tenía ganas de aprender, papi le abría las puertas de la oficina, le ponía una cangreja o tiralíneas en la mano, le hablaba de los cartabones de 45 grados y por qué nunca le habían gustado, de los “as built”, de las líneas y guías, de los planos, de las navajas x-acto, de las escuadras, de las reglas suizas y por qué son muchísimo mejores que las alemanas, del plotter y el amonio, de los rapidógrafos. Todo aquello tan fascinante, tan técnico, tan especializado, de olores tan específicos, de precisiones tan admirables.
A trabajar. Papi se sentó en su silla, frente a su mesa de dibujo, inclinada, de tapete verde y se abrazó a su mesa con una intención de amor, en silencio absoluto, salvo por el ronroneo tibetano del aire acondicionado. ¿Cómo explicar el paso del tiempo de aquellos minutos tan técnicos y puntillosos? Eran horarios de un pulso firme y tranquilo, tiempos sin pulso; de ángulos agudos y obtusos, de plantillas, cartabones y compases, del olor del amonio mezclado con el aroma de eucalipto, de deslizamientos mínimos de la muñeca que significaban una pared dibujada, un ducto dibujado, una ventana dibujada. Papi, ahora me doy cuenta, se drogaba mientras delineaba. Tenía un pañuelo bañado en alcoholado al que le daba nariz cada cierto tiempo. Papi hacía su propio alcoholado con botellas de alcohol de farmacia a las que le metía hojas de eucalipto sembrado y atendido por él mismo. Papi sufría de dolores de cabeza y mal humor si no tenía contacto con su paño empapado en alcoholado. Papi olía a alcoholado constantemente. La oficina era un opium-den de alcoholado criollo en medio de Santa Rita; todo silencio, todo concentración, pero todo productividad.
Pasaron horas largas; envejecida la mañana, cuando llegó Ariel, la loquita flaca y liviana, jíbara y buena gente, la del pulso de oro, que llevaba ya años trabajando con y para papi, desde que papi lo recogió de la calle, borracho, lloroso y sucio semanas después de que Ariel se había dado de baja de la universidad porque le estaban haciendo la vida imposible por patuleco, por maricón, por loca chancletera, por jibarita. Yo adoraba a Ariel, quien tenía manos blancas, delicadas y sin pulso, dedos finos y alargados y sin pulso, ideales para un delineante profesional; y para ser ninja.
Papi y las locas. Tema delicado. Lo que sucede es que entre a los que enseñó y convirtió en gente útil, en delineantes profesionales, había más de lo normal de su radio de locas. Locas afeminadas, locas machos, locas alegres, locas tristes. También habían muchos viequenses. Y by the way, yo no uso la palabra ‘loca’ normalmente; pero ellos mismos se llamaban locas sin dolor o problema alguno —que yo adivinara— allá para 1982. Seguimos.
-Bendición Ariel.
-Dios te bendiga mi nene. Buenos días, Don Albri.
Silencio.
-Don Albricio, por ahí anda el muchacho ese medio loco, el actor con el afro grande, Teófilo, preguntando si no quiere meter al nene en su escuela de actuación. Campamento de verano.
-¿Tu quieres ir al campamento de actuación?
-No. Yo quiero ser delineante como ustedes.
-Que no, dice el nene.
Ariel introdujo una boya flotante de realidad a la mañana oceánica de alcoholado, equiláteros y silencios. Siempre lo hacía. A papá le daba trabajo regresar de su viaje de cangrejas y rapidógrafos, pero regresaba a coger aire. Y aprovechaba para fumarse un cigarrillo Merit al fresco, siempre al frente de la oficina (nunca dentro), cuya puerta daba a la mismita calle Humacao, mirando meditativo hacia la acera de al frente, donde sabía que otro grupo de delineantes profesionales tiraban líneas, cartaboneaban, sostenían la ontología y el orden universal, toqueteaban triángulos escalenos y dibujaban, mientras él cogía aire como un delfín tras casi ahogarse de olvidos.
Al frente; literalmente al cruzar la calle. Donde, de casualidad, trabajaba mamá de secretaria de ingenieros y arquitectos junto con Marina, la secretaria griega color sepia que hablaba español con un acento hermoso y fumaba (dentro de la oficina) y pronunciaba ‘cigariyo’ en vez de ‘cigarrillo’. Al frente, donde papi tuvo su primera oficina de delineante profesional en un cuartito, tras independizarse de jefes y pelabichos que lo que quieren es mandar y disponer y yo soy delineante profesional, miembro fundador del Colegio de Delineantes de Puerto Rico y hago las cosas a mi modo y cuando quiero, y si quiero estar tirando líneas un viernes por la noche, no tengo jefes jodiéndome la existencia y amargándome la bilis.
Al frente; papi casi nunca cruzaba, salvo cuando caminaba con mami en las mañanas, del carro hasta la entrada de su oficina, y la besaba en los labios y le deseaba un buen día. O cuando cruzaba hasta la entrada de la oficina de mami al mediodía para esperarla e irse a almorzar juntos. En esos años papi ya hacía travesuras, pero aún se amaban. Lo sé y lo recuerdo porque me ponía incómodo la sensualidad y lo romántico. Era indudable que se amaban.
-Ya es hora de almorzar; me voy con tu mamá ahora que llegó Ariel y que puede atender la oficina y coger el teléfono. Cuando me vaya te vas al frente a donde José y dile que necesito el cartabón pequeño que le presté la semana pasada, y dile que dije yo que no se vuelva a hacer el loco y que dije yo que esta es la última vez.
-Sí papi.
Papi y mami se fueron a almorzar, y tiempo después, tras acabar un dibujo de un bodegón de naturaleza muerta que estaba haciendo, le dije a Ariel que iba a buscar algo para papi en la oficina de al frente, a hacerle un favor a papi. Cuidado al cruzar la calle, me dijo Ariel.
Al frente, la oficina —que había sido una hermosa casona— vacía en hora de almuerzo; salvo al fondo. Donde solo estaba José, solo, con su barba sin bigote, con su piel roja y brillosa de alcohólico descontrolado, con sus ojos de serpiente verde monte, con sus dedos cortos y abultados de uñas largas.
-¿Quieres un refresco?
-Ok.
Me trajo una Coca Cola, nunca me voy a olvidar.
Le dije que papi quería el cartabón pequeño que le había prestado la semana pasada y le dije —parafraseando para evitar incomodidades— que papi decía que por favor le devolviera las cosas sin tener que pedirlas de vuelta. Y él me preguntó si ya tenía novia. Y le dije que no. Y me dió el cartabón de papi. Y le dije que tenía que hacer pipi. Y me dijo que el baño de aquí está dañado pero puedes ir al del sótano.
Y fui al sótano. Oscuro. Húmedo. Alfombrado. El baño era —perdónenme la franqueza— un mujerío de vaginas y tetas de Playboy y Penthouse como empapelado de todas las paredes. Y revistas triple X encima de la bacineta. Yo me sentía mareado, porque quería ver y no ver al mismo tiempo. Quería ser hombre, aunque me sabía y quería ser niño. Miré detrás de la cortina de la ducha, y habían montañas de revistas triple X en columnas respetablemente altas. Me concentré en mirarme el cosito mientras orinaba con puntería extrema, cuestión de llevar la atención a otro sitio que no tuviese mujeres en cueros. Y cuando acababa la misión de orinar con puntería, vi y sentí la mano de José —que se había acercado con ese silencio sin pulso solo posible a francotiradores, ninjas y delineantes, y que estaba detrás mío como una víbora gorda y peluda— agarrar lo que ustedes saben y preguntarme si me gustaban todas esas mujeres que estaban tan buenas.
-No
-¿Tu eres maricón, como Ariel?
-No
-¿Qué te pasa? ¿Te da miedo que se te pare y se te ponga grande y duro? Vamos a ver si se te para. Míra las paredes, a ver si se te para. Que quiero ver cuan grande se te pone.
-Déjame tranquilo, por favor.
-Yo creo que tú eres maricón. Ariel ¿verdad? Ariel te ha hecho algo, ¿verdad?
-Nada, nunca. Ariel es como mi tío. Déjame ir, porfavor.
-Si no eres maricón puedes venir a este baño cuando quieras, pero no le digas nada a tu papá. Este es nuestro secreto. Este baño. Vete.
Y salí, con la inocencia quebrada, aunque no rota. Salí con ganas de llorar y un dolor inmenso de no poder hacerlo; con lejanas y desorganizadas ganas de venganza. Pero no de tanta venganza como para contarle a papi, que si se enteraba de seguro que agarraba la 9mm que tenía en su inseparable mariconera y hubiese asesinado a José, y al que se le parara en el medio a decir ‘pero’. Pensaba en la mariconera de hierro, de fuego y humos; la mariconera de sal y amargura. Salí pensando en que deseaba más vivir con mi papá y jugar pelota con él y verlo besar a mami, y verlo hacerle cosquillas a mi hermana, que la muerte de José el puerco… Vi y repasé la destrucción de mi familia, de mi niñez, de mis estudios, la muerte de mamá, el resentimiento de mi hermana, la 9mm, la furia Aquilea de papá, repasé el poema Filosofía de un Confinado escrito y declamado por David el Loco, numerito brutal del disco Bobby Valentín va a la Cárcel (volumen dos), vi la cárcel, todo en un segundo lo ví. Yo siempre fui inteligente. Y siempre entendí las leyes del karma. Salí de aquella oficina recién nacido, vuelto plasma, hecho un feto de tres meses, pensando en papi y mami, quienes llegaban en ese preciso momento de almorzar en el centro de Río Piedras.
Cuando vio que regresaban de su almuerzo, Ariel salió de la oficina de papi —cuya puerta daba directamente a la calle— me dijo cuidado al cruzar la calle y le dijo a papi que el arquitecto Portela había llamado para decir que pasaría a recoger los planos un poco más tarde de lo previsto; y de paso Ariel me miró con aquella mirada llena de dark matter y vacíos, mirada negra y sabia, mirada dura y triste, tierna y protectora mirada, y no dijo nada de lo que ya se había enterado sin yo decir ni esta boca es mía. He knew.
Papi besó a mami en los labios en la puerta de la oficina de al frente, y entró a su propia oficina a dar la pelea, a dar la lucha, a ganarse las habichuelas. Ariel, silencioso y pesado como un ángel encabronado que tiene las alas emplastadas en sangre y bitumul, también trabajaba.
Hasta que Ariel pidió a papi el Merit de mi confesión; y papi se lo dio comentando desde su inmenso trip de alcoholado y cartabones que qué raro porque tú nunca fumas, y Ariel le explicó (innecesariamente —ya papi se había regresado a su dibujo y su silencio—) que un cigarrillo al año nunca mató a nadie, y luego Ariel me miró y me dijo que quería hablarme de la escuela de Teófilo Torres, que era tremendo actor, y explicarme una cosa; que lo acompañara a la acera.
Afuera, en la calle, vestíbulo de la oficina en la Calle Humacao número 1112, Ariel me miró sin ojos ya, sin boca ya, sin pestañas, toda su cara era coágulos y holocaustos…
-¿Qué te hizo José?
-Nada.
-No me mientas. Tú sabes que a mí no me puedes mentir. Tú sabes que yo no soporto la mentira. Tú sabes que yo sé. ¿Qué te hizo José?
Llanto. Llantos. Ariel se agacha para que mi cara se encuentre con la suya.
-¡Mi niño! ¡Mi hijo! ¡Hijo de puta! Lo voy a matar. ¿Te tocó allá abajo?
-Sí.
-¡Bendito Dios! Pero no te hizo más nada…¿verdad? No puede ser. No estuviste tanto tiempo. Dios mío, por qué lo dejé irse solo, Cristo amado, perdóname Señor por dejarlo ir solo, perdóname Dios mío…¿Te tocó atrás, el fondillito?
-No.
-¿Estás seguro? No me mientas. ¿Te hizo algo más?
-No, te lo juro. Nada más. Fue bien rápido.
-No le digas nada a tu padre, que tú sabes que lo mata y mata a todo el mundo y va a acabar preso. No vale la pena perderlo todo por ese sucio…no vale la pena…¿ok? No vuelvas más allí.
-Ok. Yo sé. Yo no digo nada.
-Sí, por favor, no digas nada a nadie. Pero te prometo que yo a ese sucio le voy a hacer pagar. Mírame. Ese cabrón la va a pagar. ¿Me escuchaste?
-Sí. Pero ten cuidado.
-Yo lo agarro…cuidado tiene que tener él.
En ese momento llegó una station wagon y se paró frente a nosotros con tres tipos preguntando por papi; wagoneta del cielo; wagoneta Panamericana; wagoneta de cantantes. Angelo y Paquito.
Eran Angelo Cruz, armador de los Indios de Canóvanas de frente ancha y acento del Bronx, héroe de plata Panamericano del 1979; junto con Ismael Miranda, el niño bonito, el de Larry Harlow, el de así se compone un son; y al volante y en gafas, Paquito Guzmán, el negro chombo, el loco aquel que nunca te olvidó, el de la de Tommy Olivencia, ronco y melodioso, llamando Albricio Albricio vente que hoy es viernes social, y así mismo salió papi por la puerta que daba a la misma calle Humacao que ni Alberto Juantorena, y no vio los llantos confesionales, ni los dolores pedófilos, ni vio nada de nada, y sobre todo, no nos miró ni a mí ni a Ariel, y se montó con el armador y los dos cantantes; y se fue, sin dar explicaciones, porque para eso él era delineante profesional, maestro delineante, miembro fundador del Colegio de Delineantes de Puerto Rico, y no tenía que darle explicaciones a nadie sobre nada por ningún motivo. Papi era enemigo de la pregunta; sobre todo de las preguntas que se dirigían hacia él.
Esa noche, contrario a lo que yo esperaba, papi llegó temprano a casa. Llegó sobrio y pensativo. Y llegó con Ariel, que no tenía camisa y que estaba con los pantalones llenos de sangre y llorando y dormiloso y hablando sinsentidos. Mami acostó a Ariel en el sofá de la sala y yo escuché escondido cuando papi le contó que…
….hace como dos horas Ariel se apareció de repente, de casualidad, con José el borracho de tu oficina, en la barra donde yo estaba con los muchachos, y se puso a darse palos como si el mundo se fuese a acabar y de repente se fue con José a una esquina a beber, yo ni me di cuenta, alejados de todos y de los muchachos. Rarísimo porque tú sabes que a Ariel le gusta dar chiste y la jodedera, y de la nada Ariel le cayó encima a José y le dio una pela que si no se lo quitamos de encima lo mata. Yo no sabía que ese flaco era tan fuerte. Le ha dado a José, que de camino al hospital va. Y nadie sabe qué pasó. Ariel ni hablar puede, ya tú ves la juma que tiene… A José se lo llevaron al hospital y nunca dijo qué pasó. Aunque yo creo que ni dientes le dejó Ariel en esa boca. A mí sin cojones ni pena, que el cabrón de José se quería quedar con un cartabón suizo carísimo que le presté la semana pasada y hasta tuve que mandar al nene a buscarlo en la hora de almuerzo…
Al otro día Ariel nos hizo desayuno a todos. En silencio.