La novia
Aunque se hace con frecuencia, no es tarea fácil adaptar obras de teatro al cine. Máxime cuando la obra es un clásico escrito en verso y prosa, y está llena de símbolos, algunos de los cuales se manifiestan como personajes. Escrita en 1933, “Bodas de sangre” es una de las tres grandes tragedias de Federico García Lorca, junto a “Yerma” y “La casa de Bernarda Alba”, que cimentaron su fama como dramaturgo. Tanto “Bodas” y “Yerma” abundan a la obra poética de Lorca de forma especial. El dinamismo dramático que domina los poemas épicos y narrativos del “Romancero gitano” se plasman en las dos obras de teatro no solo para adelantar la trama, sino para explicarnos las motivaciones psíquicas de los personaje, particularmente los impulsos sexuales que están expuestos en romances como “Preciosa y el aire” y “La casada infiel”. Este último podría ser una especie de preámbulo a “Bodas”.
Como en el drama, el único personaje que tiene nombre propio en el filme es Leonardo (Alex García), el hombre deseado por la Novia (Inma Cuesta), cuyo deseo por ella ha de causar la tragedia anunciada en el título. Está anunciada porque en manos del padre de Leonardo, fluyó la sangre del padre y el hermano del Novio (Asier Etxeandía). Es el motivo de unas ansias de venganza que no han cedido en el corazón de la Madre (Luisa Gavassa), que aún echa de menos a su marido muerto en la reyerta. A pesar de las declaraciones de amor entre el Novio y la Novia, sabemos que hay una fuerza externa que se interpone entre el amor tradicional que es el de marido y mujer.
La Madre tiene una gran dependencia de su hijo. Él es para ella la vida, y ahora se arriesga a perderlo a una mujer que no conoce, y que está emparentada con los “asesinos” de su marido y su hijo mayor. Esa tensión se evidencia en el apego de la Madre por su hijo, emoción que él reciproca con matices edípicos. Una bandera de peligro se alza cuando la Madre descubre a través de la vecina que la Novia tuvo un novio “hace tres años”. Fue Leonardo, y en ese “tres” están los tres puntos de un triángulo que el guión de la película (de la directora Paula Ortiz y Javier García) nos presenta como una unión adolescente entre la Novia, el Novio y Leonardo. Desde entonces, ha existido esa trinidad amorosa que siempre se manifestó con sensualidad intensa entre ella y Leonardo.
Las escenas entre los adolescentes no son parte de la obra original, que deja a la imaginación el tipo de noviazgo que condujeron “hace tres años” los que han de causar la tragedia. Es evidente que Leonardo no se casó con la Novia porque su condición económica está por debajo de la de ella y sus posesiones materiales se reducían, según nos dice a “dos bueyes y una mala choza”. Ahora que se acerca la boda, Leonardo merodea cerca de la casa de la Novia a caballo.
La pasión desenfrenada que representa el caballo es sutil y poética en la obra teatral y en las imágenes que Lorca fue desarrollando al respecto.
Duérmete, clavel
que el caballo no quiere beber.
Duérmete, rosal
que el caballo se pone a llorar.
Las patas heridas,
las crines heladas,
dentro de los ojos
un puñal de plata.
…
La sangre corría más fuerte que el agua.
En esa nana, cantada entre la Mujer y la Suegra, hay varias cosas escondidas. “El caballo no quiso beber”, es la renuncia de Leonardo a la Novia, y que ha estado llorando desde entonces. Sus viajes a ver la Novia de lejos, le arrancan las herraduras al caballo que tiene los “ojos desorbitados” y está “reventando de sudor”, según dice la Suegra, y que sabemos que remite al deseo sexual que está encerrado en el pecho y las ingles del hombre. Además, está el “puñal de plata”, que no solo es símbolo fálico, sino que presagia la pelea que ha de completar la tragedia y hará correr la sangre.
La Criada le pregunta a la Novia que si “[sintió] anoche un caballo”, “a las tres” (de la madrugada). Esto, es otra referencia al triángulo amoroso y al deseo de Leonardo que vuelve a pasar a caballo (en la escena se oye el ruido de sus patas) mientras las dos mujeres hablan y, al caer el telón, sabemos que ese “caballo” ha de volver.
Hago este recuento porque en la película no solo se ve el caballo y oímos el retumbar de su pezuñas, sino que la cámara nos lleva a Capadocia (“Tierra de bellos caballos”) en Turquía, cuya topografía en el área de Göreme es muy fálica. Para una obra de sutilezas poéticas, eso me pareció un extremo que toma por tontos a los espectadores. En palabras castizas, “we get it!” No solo eso, sino que volvemos a esa imagen varias veces. Las bellas imágenes que hemos visto desde el comienzo de la película sufren ante la puerilidad de estas y tiende a disminuir el impacto de la asombrosa toma inicial en la que la Novia, su traje ensangrentado, emerge del barro, no como una Eva costillar, sino como una mujer que sabe lo que quiere y desafía todas las convenciones sociales y las consecuencias de su acción, la Marcela del siglo XX.
Aunque la película conserva mucho de los diálogos de Lorca, y una gran parte de su poesía, incluyendo la conversación en el tercer acto, primer cuadro, entre la Novia (“Estas manos que son tuyas/ pero que al verte quisieran/ quebrar las ramas azules/ y el murmullo de tus venas.”) y Leonardo (“Que yo no tengo la culpa/ que la culpa es de la tierra/ y de ese olor que te sale/de los pechos y las trenzas”), se ve afectada por unos pasajes que tienen valor estético de por sí, pero que nada añaden a lo que escribió Lorca, ni a nuestra empatía por los tres personajes del triángulo.
Un carrusel con caballos, al que volvemos varias veces, es un símbolo que ya sabemos y poco ilustra. La historia de los adolescentes solo sirve para una toma que presenta a los tres personajes principales unidos de la misma forma que cuando en antaño jugaban: Leonardo y la Novia mirándose y el Novio acurrucado a las espaldas de ella, ya marginado desde el comienzo. La escena de la boda y el baile, es demasiado larga y autoindulgente, y solo prolonga lo que sabemos ha de ocurrir. Además, hay un error de continuidad: nos han dicho que hace un calor horrible y en el medio del baile hay un hoguera que sin duda derretiría puñales de plata.
Eliminadas esas, sí hay una toma espectacular y hermosa que nos abre al imaginario del mundo roto que ha de quedar como resultado de la pasión. Unos cristales estallan y sus fragmentos flotan, rodeando a la Novia como un reflejo de lo que ha de dejar tras de sí con su decisión. No tan feliz, ya que nadie, a menos que no conozca la obra bien, lo ha de descifrar, es que la Novia tosa vidrios sangrientos. La idea/imagen tiene su origen en una exclamación de Leonardo, “¡Qué vidrios se me clavan en la lengua!”
Sin embargo, la película es muy hermosa y las actuaciones uniformemente buenas sin que interfieran con ellas los hexasílabos ni los octosílabos. Es evidente que los actores conocen bien el teatro y los poetas del siglo de oro, y a Lorca. Se destacan en sus papeles los tres principales, pero Luisa Gavassa, como la Madre, es una gran fuerza y va mostrando la mezcla de ira contenida y ternura maternal que reside en su corazón, y nos conmueve. Es la que medía que entendiéramos el tema de la falta del hombre (“macho” como le dice a su hijo en un instante) en el hogar, asunto que se repite en “Bernarda Alba” y “Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores”.
Vale la pena ver esta cinta para que nos fijemos que “modernizar” no siempre funciona y aún las buenas intenciones, en este caso las de la directora guionista, pueden manchar lo que está completo. Aunque lo pretende, la directora no logra mejorar a Lorca y, de hecho, en momentos casi lo sofoca.