La obsesión con la economía
La mayoría de los problemas económicos actuales tienen sus raíces en temas como la falta de respeto a la ley, la ausencia de valores éticos, la injusticia en el acceso a oportunidades, el poder de la avaricia, la falta de valentía y la carencia de honestidad. La crisis estadounidense del 2008, por ejemplo, la provocaron unos empresarios especuladores deshonestos que cometieron actos inmorales al violar la ley aprovechándose de funcionarios públicos cobardes y corruptos que se hicieron de la vista larga mientras unos pocos nutrían su insaciable codicia, los mismos que cuando explotó la crisis con la que se enriquecieron, recibieron 900 mil millones de dólares adicionales. Al mismo tiempo, se les embargaban injustamente las propiedades a muchos pobres que cayeron víctimas de sus especulaciones.
Uno de los mayores problemas con el desarrollo económico es la falta de transparencia en los procesos de creación y distribución de riqueza. Muchas leyes diseñadas para promover la igualdad de oportunidades –aunque no de resultados, según algunos- se aplican arbitrariamente, por lo que se alejan de su objetivo y acaban utilizándose para reducir las opciones de la mayoría y privilegiar a un grupo relativamente pequeño de la clase política y económica del país. La joya de esa corona son los contratos del gobierno, que en cualquier país representan un caudal inigualable de lucro potencial. A nadie sorprende que entre los criterios imprescindibles en la otorgación de contratos públicos se encuentren la lealtad e incondicionalidad partidistas. No hay manera de cumplir esa máxima si no es manipulando de alguna manera el aparato legal. Ya sea con la corrupción directa o con la aplicación caprichosa y la interpretación acomodaticia de los procedimientos legales, los favoritismos político-partidistas requieren de burlarse de la ley. Eso lo sabe todo el mundo.
El sentido de la ética nos hace humanos, como señalaba Aristóteles. Sin embargo, el problema económico contemporáneo está plagado de historias sobre seres humanos que violentaron todo sentido del bien y el mal a cambio del lucro personal ilimitado. Aquellos que a finales del siglo 20 se burlaron del aparato legal que regulaba los mercados de inversión e hipotecas, eran conscientes de la inmoralidad de sus acciones. La crisis no fue producto de fuerzas del mercado, anónimas e impersonales, sino de personas con nombre y apellido que tomaron decisiones inmorales con consecuencias devastadoras.
En la década de 1980, la administración del Presidente Ronald Reagan eliminó la mayoría de las regulaciones a la industria bancaria que servían como protección mínima de los sectores medios y populares de la población. Esa libertad de acción les permitió a inversionistas inescrupulosos tomarse riesgos -con el dinero de otros- que no se permitían anteriormente. Los políticos que, como Reagan y Margaret Thatcher, fomentaron la inmoralidad de la desigualdad social a través de sus políticas públicas, eran conscientes de lo que hacían. La historia, eventualmente, los condenará. Por otro lado, no fueron fuerzas impersonales del mercado, sino gente de carne y hueso quienes generaron la escalada en aventuras militares, promovidas por empresarios de la industria armamentista y las telecomunicaciones que, escudados tras mentiras descaradas que ellos mismos difundieron, produjeron enormes ganancias mientras el erario público se desangraba, ocasionando déficits fiscales y reduciendo desembolsos a muchos programas de justicia social. Ese problema no lo habría resuelto un análisis macroeconómico de los factores objetivos de crecimiento, sino la aplicación de valores éticos fundamentales por hombres y mujeres reales.
En cuanto a la justicia, John Rawls, el teórico político contemporáneo de la democracia liberal, indicaba que las diferencias sociales podían existir y hasta ser ventajosas para la sociedad, siempre que se adjudicaran a las posiciones y no a las personas que las ocuparan, y que hubiera igualdad de oportunidad de acceder a ellas. Sin embargo, el sistema de mercado actual protege y promueve la superioridad de los individuos que ocupan las posiciones de poder económico y político, además de proveer ventanas muy pequeñas de superación para el resto de la población. A medida que aumenta el prestigio, poder y caudal de las posiciones socio-económicas, se reduce el número de personas con opción real de ocuparlas. Vista desde esa óptica, la lógica del mercado actual es antidemocrática.
A nivel mundial la escala es verdaderamente indecente. Los países ricos han generado visiones de mundo complejas para generar un sentido de superioridad sobre aquellos pueblos que no han superado sus propias deficiencias. Es mejor ser un país rico que un país pobre, pero no es una condición intrínseca de unos y otros sino del lugar circunstancial que ocupan en la distribución mundial de riquezas. Tampoco se trata de reproducir la experiencia de unos pocos países como un modelo ideal que subestima y desvaloriza a aquellos que no triunfan, sino de encontrar su propio camino bajo igualdad de oportunidades. Esa paridad de opciones no ha existido nunca en las relaciones económicas internacionales, así como tampoco ha habido justicia en los mercados mundiales.
Una de las leyes fundamentales de la economía de mercado se basa en la avaricia. La ley de acumulación de Adam Smith planteó que los seres humanos, por naturaleza, somos individualistas y procuramos siempre acumular más riquezas. Dado que algunas personas son más ambiciosas que otras, es de esperarse que unos sean más ricos que otros. Esa desigualdad resulta incluso favorable, pues los que más acumulan generan inversión, actividad económica y empleos. Por lo tanto, la visión de Smith y otros economistas políticos de su época, señalaba que los gobiernos no debían coartar el espíritu empresarial con impuestos a ganancias de capital pues se reducirían los incentivos para la inversión. Esa perspectiva ha nutrido la política pública de la mayoría de los países occidentales desde 1980 y ha provocado un crecimiento enorme en la desigualdad de la distribución de la riqueza. Es cierto que la ambición de unas personas es mayor que la de otras, pero no menos verdadero es que muchos han conseguido nutrir su codicia manipulando las mismas reglas del sistema y utilizando el gobierno para su propia ventaja, a la vez que se coarta la oportunidad de otros. El resultado es adverso para el bien común.
No es casualidad que en Puerto Rico uno de los sectores económicos en mejores condiciones es el cooperativismo, que se plantea un objetivo ético muy distinto a la visión dominante de la economía. Ya la meta no es la acumulación de riquezas por un pequeño grupo de banqueros sino la generación de capital para los socios cuyos beneficios puedan distribuirse con mayor equidad. El principio fundamental no es la competencia sino la solidaridad y los resultados hablan por sí mismos.
Por otro lado, la clase política puertorriqueña no se distingue por su valentía. Dicen que han tomado decisiones difíciles con valentía. Alegaron unos que fue arduo despedir a miles de empleados públicos para reducir la nómina del gobierno. Proclamaron otros que por primera vez gobernaban valientes que se atreverían a salvar las finanzas del país a través de medidas difíciles como cerrar el plan de retiro de los empleados del gobierno y maniatar el de los maestros. Tal vez por eso las aprobaron de madrugada en plena navidad. Es que lo difícil no fueron las decisiones, sino las consecuencias. Difícil será para los ancianos jubilados que no gozarán de una vejez materialmente digna, resultado de la supuesta valentía de sus políticos. Valiente sería auditar en serio las transacciones de grandes sumas de dinero en efectivo que se efectúan en la banca, las ventas y los servicios en Puerto Rico, a través de los cuales se lavan millones de dólares anuales producto de actividades ilegales. Difícil sería aumentarles las contribuciones permanentemente a las farmacéuticas y otras empresas foráneas, para que contribuyan su justa medida al país donde generan ganancias que triplican el presupuesto anual del gobierno. Difícil sería aprobar una resolución de la Asamblea Legislativa exigiéndole al gobierno estadounidense que liberase a Puerto Rico de las cadenas de las leyes de cabotaje. También resultaría difícil reclamarle a las casas crediticias que asumieran su parte de la responsabilidad por la crisis de liquidez del gobierno de Puerto Rico, dado que fueron ellas quienes promovieron la concesión de préstamos que superaban la capacidad de repago. Empresas privadas como Moody’s, Fitch y Standard & Poors lo sabían, pero siguieron fomentando el endeudamiento de lugares tan diversos como Puerto Rico, Detroit y Grecia, para beneficio a corto plazo de los especuladores. Es momento de recordárselo y renegociar la deuda de Puerto Rico de una vez. Eso sí sería difícil, pero no lo hacen por temor a las todopoderosas instituciones financieras internacionales.
La solución a la crisis económica a largo plazo no radicará en desarrollar sofisticados modelos de economía, sino en el replanteamiento de los objetivos fundamentales de la generación de riqueza. Por ejemplo, la economía de solidaridad propone un concepto de eficiencia distinto al tradicional, que incluye en el análisis de utilidad económica los costos y beneficios humanos, sociales y ambientales de la actividad económica. No se excluyen las nociones tradicionales de rentabilidad del capital ni los costos de producción, pero se añaden nuevas variables al análisis del proceso de satisfacer las ilimitadas necesidades de los seres humanos con recursos finitos.
Otro ejemplo es el planteamiento de filósofos de la economía como Joseph Stiglitz que plantean que un valor ético fundamental, la justicia en la distribución de la riqueza, también favorece los indicadores macroeconómicos tradicionales. Cuando mejora el poder adquisitivo de los pobres, aumenta a su vez el crecimiento en las ganancias de capital. La distribución justa del ingreso no está reñida con el crecimiento de la riqueza. Eso lo ha demostrado Brasil en el nuevo milenio.
Cada vez resulta más evidente para estudiosos y practicantes de la realidad social en Puerto Rico que se necesita una reformulación de los objetivos del país. Ese nuevo país necesita, como señala la doctora Marcia Rivera, de mucha voluntad. Los dirigentes de los partidos políticos puertorriqueños dominantes, a su vez regentes del gobierno, no han sido una gran fuente de voluntad política para reformular las bases de las relaciones económicas en Puerto Rico. Se encuentran encerrados en una pequeña caja con opciones limitadas, diseñadas por banqueros cuyo propósito es únicamente restaurar la liquidez del gobierno para continuar con la generación de sus ganancias a través de préstamos y bonos. De ellos no saldrá la solución a la crisis de desarrollo de Puerto Rico. Es hora de que le retiremos la confianza a la política tradicional y abracemos mecanismos de participación política basados en la solidaridad, la autogestión y el bien común.