La obsesión de medir y el heroísmo sin medalla
Medición educativa para la transformacion académica. Este enunciado eslogan que se profiere en Meta-PR del Departamento de Educación es digno de análisis. Porque atisba una inversión de elementos. Se propone que en el ámbito educativo se proceda de la medición a la transformación académica. Aunque la intención sea buena, cabe peguntar: ¿No será más apropiado hablar de una posible transformación académica que conlleve cuestionar el viejo afán de medir? Pero el enunciado citado es casi un dogma, una creencia ciega que se considera incuestionable en el campo educativo. Tiene como fundamento filosófico principal un enfoque muy sugerido desde la primera mitad del siglo XX: pragmatismo positivista. Esta convicción se ha convertido en una segunda piel textual construida con retazos de discursos conductistas que ha tenido consecuencias socioeconómicas, biopolíticas, entre otras. Y es porque promueve y privilegia una forma de conocimiento predominante: el conocimiento instrumental, apto para ser medido. Reclama conjuntamente que los maestros puedan de forma robótica, ofrecer una enseñanza eficiente, costo-efectiva susceptible de ser medida y cuantificada. Esta pretensión no tiene nada nuevo como estrategia del mundo neoliberal que nos rodea, como el agua rodea al pez. Para ser posible este proceso es necesario desviar la mirada para que no se noten los conflictos del tejido social y la gran complejidad de cualquier tipo de tarea educativa. El proceso tiene que hacer invisible el contexto que rodea y asecha cada escuela, niño, maestra.
Solo una visión de realismo ingenuo puede sugerir que pasemos de la medición educativa a la transformación. ¡En la medición estamos hace más de un siglo! La medición no transforma, más bien enmascara, reduce lo complejo. La medición se ha utilizado para tranquilizar a burócratas culposos, para acallar las voces que no se sujetan a la cuantificación, para comparar lo incomparable, para justificar la búsqueda y el control de fondos federales.
Sin embargo, aunque aceptemos que sea necesario ajustar cuentas con cualquier proceso educativo a la luz de las metas propuestas, el análisis no puede iniciarse con una cuantificación. Sería como decir que una investigación en lugar de empezar con una pregunta, empieza con el análisis estadístico. Y en un sistema educativo para abordar una pregunta se requiere atender todos los componentes del sistema, incluyendo maestros y estudiantes. La medición se ha propuesto en otros países como herramienta de trabajo y no como un oráculo de la verdad para evaluar niños y maestros. Cuando se utiliza como oráculo se produce el fenómeno muy resistido en los Estados Unidos, conocido como teaching to the test. Aquí se revela entonces la importancia de una indagación cuidadosa que tome en cuenta lo complejo del sistema y que esquive la trampa de presentar una supuesta verdad que cualquier análisis descubre como una mentira profunda.
Lo que sucede en una sala de clase es un proceso complejo. Lo que irrumpe es algo multidimensional, inconmensurable, como muchos han escrito antes. Pretender medir lo que sucede o está implicado en una práctica de enseñanza-aprendizaje es una tarea imposible. Conviene recordar: las maestras nunca se han negado a ser evaluadas, a hablar de sus experiencias, a que sus clases sean observadas. Lo que cuestionan es la forma superficial de evaluación que se ha propuesto por su matiz de injusticia.
En esta pretensión de medir el conocimiento de los estudiantes y la ejecución de los maestros se quiere adjudicar a dos elementos vulnerables del complejo sistema educativo, la responsabilidad por el funcionamiento del mismo. Esto no se sostiene desde ninguna teoría de los sistemas por más reduccionista que sea. Entonces presentar una prueba estandarizada como una forma objetiva que contribuya a decir si un maestro es o no excelente es irrespetar a maestros y estudiantes.
Pero estos simplismos son la orden del día. Y es porque vivimos en una sociedad que idolatra como héroes a deportistas y faranduleros y no a maestras, poetas, escritores, profesores, niños, mujeres. Una sociedad anti intelectual, que menosprecia los saberes y la experiencia de las maestras. Una sociedad macharrana que para saber qué pensar escucha y le da rating a licenciados analistos para que trivialicen el tema con simplezas mojigatas de principio del siglo pasado. Una sociedad que se hizo de la vista larga cuando para politiquear sus gobernantes metieron la mano en el retiro de las maestras. Una sociedad que quiere intimidar, poner tímidas a las profesoras del campo de la educación, con lo mucho que tienen que decir de este tema. Es importante recordar que además de las profesoras universitarias muchas maestras y maestros de escuela pública poseen doctorados en educación. Pero están en la sala de clase. Cuando no se sabe de un tema es necesario escuchar con respeto, indagar, leer, pensar. Tal vez el hecho de que se les pague menos que a un oficial de la Policía hace pensar que su palabra no tiene valor, es irrelevante, invisible. Al contrario. Todos, con o sin doctorado tienen mucho que aportar.
He conversado mucho con maestras y maestros. Considero que necesitan homenaje a su valentía, silencio respetuoso para escuchar una palabra que tiene que ser dicha. No necesitan el acoso evaluativo de la objetividad trasnochada que ofrece una prueba tonta. La noción de objetividad hace tiempo llegó a su fecha de caducidad. Su sintaxis no es inocente porque no existe ningún análisis objetivo, todos son contextuales, temporales, subjetivos. Las personas vivimos en relación, en contextos complejos, en una intersubjetividad dinámica, en un diálogo incesante.
Desde mi infancia, al amparo de maestras y maestros de las escuelas públicas en el centro de la isla, Orocovis, recuerdo su dedicación, su hacer de tripas corazón para construir experiencias didácticas, su heroísmo sin medalla, frase que escuche una vez y que uno a la de Silvio Rodríguez para decir: me han estremecido. Para terminar aspiro simbolizar algo de la complejidad de este tema porque la experiencia que he observado es de tal dimensión que es difícil de simbolizar Después de una clase la maestra sale vacía. Se desplazó entre pupitreshabitados por rostros que la miran con preguntas dibujadas en la cara, anhelantes, necesitados, a veces, con hambre, tristes, con cicatrices pasadas que se presentan.
Después de una clase el maestro puede salir frustrado, con la ira a flor de garganta convertida en hostilidad hacia otros y hacia sí mismo. La maestra, el maestro, atravesó un campo de batalla. Tenía armas invisibles: una formación académica, muchas ilusiones y la voluntad de dejar trazas significativas enla vida de sus estudiantes. Muchas veces en ese campo de batalla y con los años, se enronquece su voz. No puede dar la clase sin olvidarse de sí. Todo lo que sucede es intenso. Algunos claudican: no-es-fácil-enseñar-en-Puerto-Rico.
La maestra procura llegar a su escuela con alegría y tiene que ser malabarista para evitar que la dinámica que se da entre el portón y su salón de clases no le agrie la vida, no le quite las ganas de enseñar, no le atraviese un nudo en su garganta. Como me dijo una: — esta es una profesión en la que tú estás todo el tiempo en escena, si estás triste se te nota en el tono de la voz y los niños te preguntan.
El maestro sabe que cada clase es única, irrepetible. Que las dificultades de sus estudiantes y el desertar de la escuela no necesariamente son atribuibles a la experiencia compartida con ellos. Lo sabe porque intuye que en sociedades sin movilidad social y con una brecha de desigualdad tan grande como la nuestra los espacios pedagógicos se pueden convertir en cárceles sin que nos demos cuenta. Maestros y maestras saben que la construcción de una supuesta crisis educativa es un tropo de una retórica que busca prescindir de las escuelas porque no están en sintonía con un plan económico. La crisis es estructural y no se inicia en la escuela, más bien desemboca en ella como uno de sus desplazamientos. Es decir, la crisis no se da porque la maestra no enseñó bien la tabla del nueve, sino porque los apóstoles (sin saber que lo son) de los amos del capital entregaron a este el derecho a la educación, como un despojo. Como un resto del paso de la maquinaria económica neoliberal. Y todos nos convertimos en esclavos adormecidos de esa economía.
Las maestras sonríen cuando escuchan tanta estulticia mediática y falocrática, de quienes no comprenden ni sospechan cómo convertir lo rutinario en fascinación todos los días, en una comunidad de aprendizaje que habita una planta física agobiante. Pero esas palabras torpes, de quienes no podrían permanecer en una escuela ni una hora, son otra versión del problema grave de maltrato contra las mujeres en Puerto Rico: agresiones a las maestras, con palabras, maltratos psicológicos que dejan huellas profundas.
Las maestras no esperan nada de los adormecidos sujetos beneficiados con las pesetas del capital predominante. Las maestras, desde las primeras graduadas, las heroínas normalistas, las primeras iniciadas y olvidadas, saben trabajar en la pobreza. Porque desde las normalistas, que muchas llegaban a las escuelas a caballo, las de la década de los 60, algunas guiando los jeepitos de sus padres, como lo hacían las mías, hasta las contemporáneas, conocen muy bien los detalles de su oficio. Las maestras saben que su fuerza está en la mirada de sus estudiantes, en sus palabras revoltosas, en su sed de saber y justicia. Saben, como supo una maestra de campo en Naranjito, Julia de Burgos, que cuando se trata de sus inquisidores, el homenaje se quedó esperándolas.