La pena capital uno de esos matices oscuros del “American way of life”
Paralelo al idealismo expresado en esta bella frase de su Declaración de independencia (1776): “Sostenemos que estas verdades son evidentes en sí mismas: que todos los hombres son creados iguales, que su Creador los ha dotado de ciertos derechos inalienables, que entre ellos se encuentran la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”, parecen fluir en los Estados Unidos unas corrientes oscuras que contradicen propuesta tan ejemplar. Lo planteo como quien a pesar de haber vivido siempre bajo la influencia norteamericana, hasta el agitado año de 2020 desconocía ciertos eventos desconcertantes de su historia.
Los disturbios raciales de ese verano, reacción al abuso sistemático de los derechos de los ciudadanos afrodescendientes, fueron cruciales. Aprendí, entre otras cosas, que la reconstrucción posterior a la guerra civil (1861-65) entre los estados del norte (antiesclavistas y defensores de la unión nacional) y los del sur (esclavistas y favorecedores de la confederación) no fue solo una etapa esperanzadora de reflexión y restauración. Aquel representó también un momento en el cual el establishment esclavista sureño, derrotado pero vivo, continuó luchando por perpetuar sus privilegios. Eso quizás explica el tono épico que Margaret Mitchell infundiera a Lo que el viento se llevó (1936), su exitosa novela ambientada en un estado confederado durante el conflicto armado. Hablo del primer libro extenso que leí, fascinada sobremanera de adolescente, y cuya premiada versión cinematográfica adoré por décadas. En ese contexto descubrí que a muchos esclavizados se les ocultó, hasta años después de la proclama de emancipación, su condición de liberados. Conocí además cómo se promulgaron leyes para limitar los derechos de estos americanos[i] y se llevaron a cabo actos atroces de linchamiento contra ellos. En algunas ciudades, turbas enardecidas quemaron sus negocios y propiedades.
Por otro lado, advine a conocimiento de la inmensa violencia desplegada durante la idealizada conquista del oeste a lo largo del Siglo XIX para, entre otros objetivos, extraer de los nativos americanos y mexicanos sus tierras. La aventura arrasó consigo la libertad y estilo de vida de esos pueblos, y sobre todo su derecho a vivir y preservarse como comunidad hacia futuras generaciones. La invasión de Puerto Rico (1898) parece haber sido parte de este impulso extractivo, que se extendió a través del “siglo americano” (XX)[ii] encarnado en intervenciones logísticas y militares en muchos países, fundadas a menudo en datos falsos.
Apenas iniciado el Siglo XXI, este espíritu bélico se exacerbó con los ataques terroristas a las Torres Gemelas en Nueva York. Apercibido de la vulnerabilidad de su territorio a esta índole de agresión, el gobierno estadounidense se movió a liderear la campaña militar “Guerra global contra el terrorismo”. Este programa, cuyo respeto al derecho internacional es consistentemente cuestionado, tuvo unos aspectos, mencionaré solo dos, que podrían abonar a mi argumentación. Primero, las llamadas “guerras eternas” fuera del territorio estadounidense, justificadas en gran medida en información falsa o manipulada; segundo, el intento de validar métodos para enfrentar enemigos reales o percibidos que para cualquier ciudadano ordinario constituiría tortura. La secuela de estas acciones ha sido la muerte, dolor y mutilación de millares de soldados y civiles. La violación de derechos humanos ha constituido su corolario. La forma más sutil de este tipo de “guerra” la representa el achicamiento de los derechos civiles de los ciudadanos americanos.
Con un sesgo cultural propenso a avanzar intereses y resolver problemas violentamente, no es raro que persista hoy en la nación norteamericana una defensa obstinada a una índole de derecho extraño para los puertorriqueños: el de portar armas, y la pena capital como opción punitiva. Ambas tendencias parecen epitomizar excelentemente los matices oscuros de lo que se ha llamado con singular afecto el “American way of life”.
Traigo a relucir lo anterior porque tras dos incidentes calificados de “carjacking”, secuestro y asesinato ocurridos recientemente en Puerto Rico, se ha vuelto a discutir el tema de la pena de muerte como posible castigo a los perpetradores.[iii] Pero esta forma de castigar dejó de existir aquí en 1927 con la última ejecución. En 1929 fue prohibida por acción legislativa. Esta prohibición fue incorporada en la Constitución del Estado Libre Asociado (1952). No obstante, a la luz de la legislación federal, específicamente el Federal Death Penalty Act (1994), se han estado llevando a cabo en el país juicios certificados bajo esta pena en la Corte Federal de Distrito.[iv]
Ninguna determinación de pena capital se ha alcanzado hasta hoy bajo esta estructura, a pesar de los abundantes intentos del gobierno federal por adelantar en esta jurisdicción casos cobijados bajo su palio. Este tipo de castigo ha sido siempre resistido. Esto, quisiera especular, se podría deber entre otras razones a que los puertorriqueños, representados en los jurados, hemos preferido adherirnos a los valores plasmados en el documento de independencia citado. Hemos querido, parecería, porque nos es afín, reafirmar su visión de respeto a la vida, aunque estemos conscientes de las contradicciones que en la práctica ha manifestado en muchas instancias la nación que la enarbola.
Por otro lado, parecería que hemos comprendido un hecho vital: intentar controlar la criminalidad con la muerte sería dar una respuesta fallida a un problema mal formulado. Es como si supiésemos que no se trata de cuánta más violencia necesitamos para reducir el crimen, sino de cuánta equidad económica y social debemos alcanzar para construir una sociedad pacífica y segura. La adopción de la pena capital agravaría la inequidad existente intuimos de seguro. Es como si temiésemos que el espectáculo malsano de una ejecución pudiese desviar a los ciudadanos de los problemas profundos del país y minar su habilidad para crear mundos mejores. Como si creyéramos que la aplicación en cualquier caso de este castigo solo serviría para satisfacer necesidades de venganza.
Todo apunta a que, ante la ola criminal rampante, no importa cuánto temor y aturdimiento nos provoque, la actitud sensata, ética, sistémica y equilibrada es la de preservar nuestros valores más altos. Sería renunciar a ellos el apoyar el uso de técnicas que responden fundamentalmente a unas tendencias irresolutas de la nación bajo cuyo dominio vivimos. Estos métodos no han probado asegurar la paz civil, garantizar justicia y reducir allí mismo la criminalidad avasalladora. Tal vez porque constituyen las respuestas fallidas a sus propios problemas mal formulados.
[i] La violación de derechos de ciudadanos afroamericanos mediante legislación, y sin ella, son acciones que han sido repetidas a través del tiempo. Hoy, varios estados se encuentran impulsando leyes con el propósito de limitar su derecho al voto en algunas comunidades y afectar los resultados electorales.
[ii] Aludo al siglo americano según lo ilustra la cita siguiente: “En 1941, el editor Henry Luce anunció la llegada del siglo americano en las páginas de la revista Life. El momento marcaba, simbólicamente, el surgimiento de Estados Unidos como potencia global…Para algunos, el siglo americano comenzó mucho antes, en las vísperas del siglo veinte, cuando Estados Unidos instaló gobiernos coloniales en Filipinas, Puerto Rico y Guam, como resultado de la Guerra Hispanoamericana de 1898”. Cesar J. Ayala y Rafael Bernabe, Puerto Rico en el siglo americano: su historia desde 1898 (San Juan: Ediciones Callejón, 2015) 17.
[iii] Se trata primero del incidente acaecido en un frecuentadísimo restaurante de Río Piedras en el cual un jovencito perdió la vida. Segundo, se alude al incidente en el cual murió una joven mujer embarazada. En este caso se vincula como responsable a un boxeador muy bien aquilatado.
[iv] La opción que el sistema provee a los jurados en esta circunstancia es el de la cadena perpetua. Esto es, privar al convicto hasta el fin de sus días de una vida libre en sociedad, alejado de familia, amistades y entorno. Si bien este mecanismo preserva la vida y evita que errores del proceso pudiesen llevar a acciones irreversibles, como lo sería ejecutar a un inocente, es un método cuestionado por aquellos que defienden un sistema de justicia donde se priorice el uso de estrategias rehabilitadoras, sobre el castigo.