La política del duelo
Contemporáneo es aquel que recibe en pleno rostro el haz de tinieblas que proviene de su tiempo.
Giorgio Agamben, ¿Qué es lo contemporáneo?
La pérdida nos ha volcado a un tenue “nosotros”. Y si perdimos, entonces habría que pensar que un día tuvimos, que hemos deseado y hemos amado, que hemos luchado por encontrar las condiciones que nos permitan desear.
Judith Butler, La vida precaria
Antonio Martorell ha armado un libro singular en torno a El Velorio de Francisco Oller, la obra maestra de la pintura puertorriqueña. El libro se titula El Velorio: no/vela. Más que un libro, quizás habría que describirlo como un ensamblaje, pues se trata de una sostenida y minuciosa descomposición y recomposición del cuadro, que el autor disecciona singularizando los colores, los personajes, los instrumentos que se usaron para pintarlo (el trapo, el barniz, el pincel, el aguarrás), los múltiples objetos que aparecen en la escena, el cuadro patas arriba, el cuadro que no aparece en la obra, todo ello bajo la forma de una sucesión de breves monólogos, acompañados cada uno por reproducciones del cuadro reducidas al objeto o color aludido, donde cada elemento aparece personificado en primera persona como una fuerza autónoma, con sus propias ideas y sentimientos. Es el cuadro visto desde el punto de vista de “el verde”, “la mano que asoma”, “la espátula”, “el lienzo”, “el gato” o “los sombreros”, cada uno de ellos defendiendo con vehemencia su lugar en el entramado de la composición pictórica. Como si esto no fuera suficiente, el libro viene acompañado de un DVD en el que varios actores, locutores, teatreros y cineastas encarnan a viva voz el clamor de cada elemento.
El velorio es probablemente el cuadro puertorriqueño que más nuestros pintores quisieran volver a pintar. Jorge Soto, Carmelo Sobrino, Luis Alonso, José Alicea y Pepón Osorio le han hecho sus respectivas visitas, casi como si se tratase de un requisito de aduana, de un pasaporte o contraseña para validarse como pintor nacional. Pintado en las postrimerías del siglo diecinueve, en 1893, y cedido en calidad de regalo por el propio pintor a la Universidad de Puerto Rico, el cuadro se ha convertido en un emblema poderoso de una isla concebida entre dos mundos, o mejor aún, entre dos siglos, como una cifra inconclusa del paso del mercantilismo decimonónico español al capitalismo norteamericano moderno. El poder de ese carácter emblemático no reside, sin embargo, en la capacidad del cuadro de resolver el sentido de ese estar entre dos mundos. El cuadro parece ser al mismo tiempo tan nostálgico como profético, aunque no sepamos del todo qué echa de menos y qué profetiza y, aunque Oller lo pintó para denunciar los excesos del baquiné, un velorio de infante, en el que los deudos parecen estar más interesados en el lechón que acaba de hacer su entrada en la vara que en el angelito que yace sobre la mesa, habría que decir que su costumbrismo severo y censurador es lo que menos ha sobrevivido de la obra. Hoy nos acercamos a El velorio a pesar de las intenciones de Oller, más absortos ante la complejidad apabullante de su escena originaria que armados con una versión convincente de lo que verdaderamente significa. El cuadro más ruidoso de la pintura puertorriqueña, lleno de platos que se rompen, sillas que se caen, niños que corren y gritan, todo al compás de un seis chorreao que sigue entonándose desde entonces en lontananza, es también paradójicamente, el más silencioso, como si toda esa algarabía se hubiese suspendido para siempre en una zona indeterminada, en una enorme burbuja criolla, una inmensa imagen acústica tan sonora como inaudible.
En el 1992 Rafael Trelles montó su instalación Visitas al Velorio justo frente al cuadro en el Museo de la Universidad, para conmemorar su primer centenario. La instalación consistió de una reproducción de todos los personajes del cuadro pintados a mano sobre siluetas recortadas en madera y distribuidas en el espacio frente al perímetro de la obra en un encuadre paralelo a la pintura original. El gesto de Trelles de sacar el cuadro del marco para tri-dimensionalizarlo quería subrayar sobre todo la vigencia de la obra. En la salita del bohío aparecían ahora un televisor, flores plásticas, persianas, alusiones a otros pintores posteriores a Oller, el paisaje urbano de la milla de oro y hasta una vista sideral del universo estrellado. Habrán pasado cien años, parece decir Trelles, pero todos estamos aún de cierto modo apiñados en esa misma salita del bohío, ahora convertida en la sala de una casa de urbanización, igual de absortos, sin saber todavía qué mirar: o miramos al muertito, o miramos al lechón.
El libro de Martorell, quien también ha aludido al cuadro repetidamente en varias de sus propias obras, ensaya una movida curiosamente contraria a la de Trelles. Si el esfuerzo de Trelles puede describirse como una actualización del cuadro que se vale de una fuga prospectiva de la escena hacia el espacio, como si el bohío se saliera de su órbita decimonónica para aterrizar en el siglo veinte, el gesto de Martorell, por el contrario, se dirige de vuelta a la obra, al meollo, a la interioridad misteriosa de la escena, como si el merodeo obsesivo por el enjambre de sus múltiples componentes aspirara a conjurar sus claves hermenéuticas. Curiosamente Martorell, uno de nuestros pintores más radicalmente políticos, ha reservado para este encuentro con su pintura puertorriqueña más entrañable una mirada impunemente esteticista, regodeándose en la grandeza de la obra, no sólo desde el punto de vista de su imponente escala, sino más aún por su dimensión imponderable. El velorio se le aparece como un acontecimiento eminentemente descriptible, pero finalmente ilegible.
Es en la medida que El velorio se sigue haciendo que Martorell puede insertarse en ese proceso que todavía continúa. Pero no se inserta en el proceso para continuarlo hacia adelante, como Trelles, sino que da marcha atrás para colocarse en un antes, en un a punto de, en un futuro anterior, que le devuelve a la obra la frescura del trazo, la complejidad del acto gradual de su composición, la variedad de materiales, herramientas y accidentes que se dieron cita para formar su eventual historicidad, la variedad de colores, estilos, técnicas y tradiciones que le devuelven al cuadro su movilidad, su devenir. Martorell le responde a la interpelación del cuadro novelándolo, mutándolo en una variada sinfonía de confesiones, donde los objetos, los personajes y los utensilios se personifican como si cada cual tuviese una voz propia. Es el modo que tiene Martorell de responderle a lo que él llama el “estruendo de la superficie” del cuadro, un estruendo que amenaza constantemente con reducirlo al silencio. Y que no se diga que haya algo en este mundo que tenga la capacidad de reducir a Antonio Martorell al silencio.
¿Hasta qué punto podría decirse que lo que tanto Rafael Trelles como Antonio Martorell intentan asir del cuadro del maestro Oller es precisamente su contemporaneidad, la capacidad que tiene El velorio de señalar su tiempo –ese final del siglo diecinueve– como nuestro tiempo, desde esta otra orilla de principios del siglo veintiuno? Y no porque se trate de subrayar la actualidad de aquella escena, sino más bien porque de cierto modo esta escena, este hoy, es una repetición arcaica de aquella, su distendida resonancia. Giorgio Agamben ha dicho, en ¿Qué es lo contemporáneo?: “Los historiadores de la literatura y del arte saben que entre lo arcaico y lo moderno hay una cita secreta, y no sólo porque, justamente, las formas más arcaicas parecen ejercer sobre el presente una fascinación particular, sino más bien porque la llave de lo moderno está escondida en lo inmemorial y en lo prehistórico”.
No está demás preguntarse, junto con Agamben, ¿qué es lo contemporáneo en El velorio? Y habría que responder que lo contemporáneo es precisamente aquello que se resiste a diluirse en lo actual, aquello que perdura en lo arcaico, como la sombra de los tiempos, una sombra, nos dice Agamben, que es realmente una luz demasiado rápida y misteriosa, una luz que viaja más rápida que el sonido, una luz que muchas veces sólo los poetas y los artistas pueden reconocer, aunque quizás ni ellos mismos la entiendan. Oller describió la escena de su propio cuadro como “una orgía de apetitos brutales bajo el velo de una superstición grosera”. El pintor es un testigo escandalizado del objeto que propicia su propia obra. Porque El velorio es una obra sobre la incapacidad de los deudos de acceder plenamente al ritual de la pérdida. Con la mirada desviada a ese pobre lechón, que murió de repente, con un clavo en la frente y otro en el corazón, los deudos desobedecen su deuda con el muertito para acudir a su cita con la gula. La mirada ávida del apetito sustituye la mirada doliente ante la muerte. O a lo mejor esa mirada ávida encubre un desvío secreto, otro camino posible del duelo que se le escapa al juicio del pintor, pero que de algún modo se revela en el cuadro.
Martorell se da cuenta, al igual que Oller, que El velorio no vela, que lo que el cuadro pinta es lo que al pintor se le presenta como la incapacidad para el duelo. ¿Hasta qué punto esa sería la novela por excelencia de un pueblo condenado a ser, para usar el estupendo título del libro de Silvia Álvarez Curbelo, un país del porvenir, un país condenado a contemplarse siempre como un proyecto constantemente realizándose y disolviéndose en el futuro? Ese niño no velado sigue, de tantos modos, a la espera del ritual del luto que lo saque de su estar entre dos siglos, de su deambular entre dos muertes, su muerte real y su muerte simbólica, la que acaeció en las postrimerías de un siglo y la que sigue acaeciendo desde la orilla de este otro. Ese niño reaparece en En el fondo del caño hay un negrito, como el negrito Melodía, ahogado en su propio reflejo, saludando a su propia sonrisa. Y reaparece en la figura de El nene, el infante de La Guaracha del Macho Camacho, un niño retardado, un niño permanente, a punto de ser atropellado por el Ferrari de Benny.
Walter Benjamin ha señalado que la alegoría es el tropo por excelencia de los tiempos barrocos, de los últimos tiempos, los tiempos de la catástrofe, porque la alegoría es la figura misma de un exceso que viaja de la imagen a la palabra, de un exceso apalabrado del que sólo podemos articular sus atisbos fragmentarios. Esa alegoría del niño irredento posee un antecedente aún más arcaico en El niño Avilés de Campeche, un niño deforme, con las extremidades subdesarrolladas. Edgardo Rodríguez Juliá le dedica toda una trilogía de novelas a ese niño inconcluso. Recientemente, Rafael Trelles lo vuelve a pintar para desvelarnos una vez más el destino alegórico del cuadro, representando el cuerpo del niño atravesado por la Cordillera Central que lo cruza de norte a sur, como una espina bífida, como una escoliosis de tierra que le dobla el cuerpo y lo divide en dos.
Los herederos de El velorio no se encuentran solamente en la tradición literaria. Puerto Rico, de hecho, se ha convertido para el mundo en el país donde el velorio es una fiesta incesante, una gozadera infinita. Quizás el lugar más arcaico y más postmoderno de la isla sea la Funeraria Marín del barrio Quintana de Hato Rey, la que embalsamó el cuerpo de Pedrito Pantojas para que permaneciera de pie en la sala de su casa de residencial público, con su gorra, sus gafas de diseñador y sus cadenas de blin blin, listo para el pariseo. Es la misma funeraria que embalsama el cuerpo de David Morales Colón, otro chamaco de 22 años que trabajaba de mensajero y quiso ser velado encima de su motora, como si todavía estuviese corriendo aceleradamente por la Milla de Oro para hacer su próxima entrega. El cuerpo arcaico del niño muerto es hoy el cuerpo baleado por los sicarios, el cuerpo que aparece debajo de un puente en Santurce, acribillado por la narco-cultura del malianteo.
¿Cómo aquilatar la forma que el duelo asume con el paso del tiempo? ¿Acaso se trata de denunciar la incapacidad de un pueblo para asumir las coordenadas solemnes del duelo, o acaso se trata de la incapacidad del artista para comprender verdaderamente la forma inusitada que asume el duelo en los tiempos de la catástrofe, en los tiempos del barroco salvaje del Caribe? Edgardo Rodríguez Juliá, en su crónica funeraria El entierro de Cortijo, es un testigo igual de escandalizado que Francisco Oller, cuando, hacia el final de su crónica descubre que los deudos del gran salsero mayor, en vez de llorar solemnemente ante la sepultura, improvisan un soneo insólito y se ponen a bailar precisamente encima de la tumba, en una danza macabra donde no se sabe por donde se junta el luto con la profanación. “Cómo conciliar tanta ternura con tanto extravío”, exclama el narrador, abismado en una interrogante tan arcaica como originaria.
Habría que preguntarse la posibilidad de un lugar de lo político a partir de El velorio. Se trataría de auscultar en nuestro monumento artístico clave una propuesta que destaque del cuadro su potencia originaria, donde el origen no se refiera a un comienzo localizable en un punto específico de un pasado oficial, sino más bien a un espacio permanentemente inaugural que sigue estando con nosotros, como el embrión persiste en la vida de la planta, o como sigue estando vivo el niño en la vida del adulto. Es desde ese espacio inaugural que El velorio propone una política. ¿Pero, una política de qué? Una política del duelo, de la pérdida, de nuestra vulnerabilidad ante la pérdida y sobre todo de nuestra capacidad o incapacidad de formular una respuesta adecuada a esa súbita interpelación que nos salve de la violencia que el miedo a la pérdida suele provocar, una respuesta que sirva para armar los rudimentos de una comunidad posible, de un espacio de convivencia que nos ayude a resignificar y a edificar desde el vacío mismo de la pérdida, para que sea un vacío que prometa, para que sea un vacío del porvenir.
Habría que preguntarse: ¿qué es lo que se pierde cuando algo o alguien se pierde? Es como si lo que se pierde estuviese escondido en la trama misma de la pérdida. De ahí la fascinación de Martorell ante lo que a él como artista se le presenta como la enormidad del cuadro: “todavía me siento más cerca del boceto que del cuadro, del apunte que a lo que apunta, de la promesa que del paraíso”. Mientras el cuadro sea un proceso, la posibilidad de encontrar sus claves permanece abierta en la medida que el proceso le permite la entrada a cualquiera que se atreva a observar el devenir del tejido. Una vez terminado, el cuadro se convertiría en una cripta, en un monumento inabordable, en una tumba vacía. Por eso Martorell decide que la estrategia más hábil para acercarse al cuadro es no reconocerle su completitud, rastrear más bien su proceso, devolviéndolo al estadio intermedio del boceto. Hasta que punto El velorio es más bien un cuadro sobre la pérdida de la pérdida, es decir, sobre la incapacidad de procesar, en la pérdida, una entrañable relación con ese otro que desborda mi cuerpo y lo compromete inexorablemente con el cuerpo del otro. La pérdida nos revela sobre todo la incompletitud del cuerpo de cada cual, el modo como el cuerpo del otro que desaparece para siempre es un pedazo del nuestro que no acabábamos de reconocer del todo, un cuerpo extraño y ajeno que la muerte señala como entrañable e íntimo.
Judith Butler, en su extraordinaria meditación sobre la catástrofe del 9/11 y el asalto a las Torres Gemelas, habla sobre la urgencia del duelo en estos tiempos. La prontitud con que Estados Unidos, inmediatamente después del ataque, se lanzó a la guerra en Irak y en Afganistán es una señal nefasta de un pueblo que rehúsa abrirse al procesamiento doloroso de la pérdida. La incapacidad de acercarse al cuerpo vulnerable en el trance de su pérdida genera la respuesta violenta de la guerra.
¿Cómo armar una política del duelo en un país como el nuestro, que sigue siendo, desde su origen arcaico, un proyecto de país? Oller confía en la sabiduría del único personaje de su cuadro en quien deposita el saber del duelo. Se trata del esclavo liberto, el negro Pablo, el único que se inclina ante el cuerpo del niño yacente para ofrecerle sus respetos. Acaso lo único que nos autorice a enfrentarnos ante la pérdida no sea otra cosa que el reconocimiento de la memoria milenaria de la pérdida. Sólo alguien como Pablo, un anciano sobreviviente de la esclavitud, poseía la autoridad moral para aquilatar el peso de la repentina partida de un niño. La memoria de la pérdida nos hermana, produce un lazo fuerte hecho de carencias compartidas, de ausencias mutuas. El duelo nos enlaza en la memoria compartida de la pérdida.
El velorio es el cuadro más singular de la pintura puertorriqueña y Antonio Martorell, uno de nuestros artistas más singulares, lo reconoce. Él y Oller se reconocen. En el encuentro de sus miradas nosotros también nos reconocemos. Hoy, aquí, junto al cuadro, en esta desvencijada sala del museo de la Universidad de Puerto Rico, en la asediada y ninguneada y dilapidada sede de esta Universidad nuestra que es un país, estamos, realmente, frente al altar de la patria.