La post-posición (una anacrónica reseña)
Retengamos por ahora las palabras “postdemocrático” y “postpolítico”. Ellas se unen a una letanía presidida por el prefijo post que, desde los años ’70 del pasado siglo, han proliferado: post-industrial, post-estructuralismo, post-modernidad, post-colonial, post-nacional, post-feminismo, post-comunismo, post-marxismo, post-metafísico, etc. Sin embargo, en medio de una especie de tartamudeo intelectual, fijadas al prefijo-clisé del post, dichas expresiones ponen en evidencia la dificultad para dar cuenta de las convulsivas e irreversibles transformaciones culturales de una época que, como la nuestra, vive todavía a la sombra de la experiencia histórica de la II Guerra Mundial y del vertiginoso desarrollo de las ciencias y las tecnologías a lo largo del siglo XX.
Cada uno de estos términos apunta a un campo semántico distinto. Tomemos, por ejemplo, el concepto de «sociedad post-industrial», elaborado por los sociólogos Daniel Bell y Alain Touraine, entre las décadas de los ’60 y ’70 del pasado siglo. A la par que el concepto de «sociedad industrial avanzada» del filósofo Hebert Marcuse y de «nuevo estado industrial» del economista John K. Gilbraith, se trataba de dar cuenta de las profundas transformaciones culturales en una época de predominio tecnológico y científico y, con ello, el despunte de la «economía del conocimiento» para los insaciables intereses del capitalismo.
Por su parte, la clasificación de «post-estructuralismo» emerge de la jerga académica anglo-americana para designar la corriente filosófica, primordialmente en Francia, que surge luego del «estructuralismo». Puede uno hacerse una idea de cuán laxa llega a ser dicha clasificación, si se tiene en cuenta que con ella se incluía a autores tan disímiles como Emanuel Lévinas, Gilles Deleuze, Jacques Derrida, Alain Badiou y Jean Francois Lyotard. A su vez, la clasificación de «estructuralismo» incluía autores no menos divergentes entre sí: Levi-Strauss, Jacques Lacan, Louis Althusser, Michel Foucault o Roland Barthès. En fin, se pretendía con esas clasificaciones, muy ligadas al marketing cultural del momento, abarcar la fecunda creación filosófica francesa luego del existencialismo.
Por otra parte, con el apelativo de lo «post-nacional» se pretende aludir al supuesto declive del fenómeno histórico del estado-nación, en medio del poder real del capital transnacional, en particular del predominio financiero a través de sus poderosas instituciones como el Fondo Monetario Internacional. La situación actual de Grecia, denunciada por Ramonet, vendría así a constatar dicho declive. Sin embargo, el asunto no es tan simple. También se puede constatar que las ancestrales reivindicaciones nacionales, los reclamos de soberanía de los Estados, así como los recelos y conflictos entre las naciones, particularmente en Europa, están a la hora del día. Está claro que asistimos más al desprestigio del concepto de estado-nación que a su declive. Después de todo, una nación no es otra cosa que el lugar en que se nace; y el estado no es más, ni menos, que la estructura jurídico-política de poder que le ofrece al conjunto de su población el sentido de unidad (que puede incluir una o varias lenguas, como es el caso de Suiza; o estados plurinacionales, como es el caso de España, Rusia, China y Myanmar), coherencia simbólica y soberanía territorial, en base una determinada experiencia histórica y memoria común, por más difícil y conflictiva que esta haya sido. No cabe, pues, confundir nación con estado; ni ciudadanía con nacionalidad; ni la afirmación de la singularidad de los pueblos con las limitaciones del nacionalismo y las vilezas de la xenofobia.
Desde otra perspectiva, dado que el estado-nación es una construcción histórica propia de la modernidad; dado que la modernidad es una invención que responde a la idea de civilización, en virtud de la cual se ha impuesto el predominio europeo en el mundo; y dado que este predominio ha dado paso a la primera civilización mundial en la que se ha diluido la propia hegemonía europea, podemos a estas alturas, considerar la eventual desaparición de los estados-nacionales y la autofagia del capitalismo, para concebir comunidades continentales a la manera, por ejemplo, de una confederación de comunidades iberoamericanas. Bajo este concepto de autogestión e interdependencia, el arte, y no ya solamente el poder, de gobernar consistiría en los modalidades de encauzar el pólemos, es decir, la inherente conflictividad de la convivencia de los humanos entre sí y de estos con todos los seres vivos. Es obvio que esta idea, que no debe confundirse con un ideal, no sería ya posnacional ni posmoderna sino simplemente anárquica, cosmopolita y planetaria.
Por otra parte, también se puede constatar que en esta época supuestamente «post-colonial», con lo cual se quiere indicar el fin del predomino colonial europeo, la nostalgia imperial de los históricos Estados modernos se ha enardecido bajo nuevas formas de dominación colonial. Así, por ejemplo, basta con echar una ojeada a las intervenciones militares de Francia en el continente africano y al afán por promover la cultura unitaria de la lengua francesa o la francofonía. Obsérvese también la situación de los pueblos de la Europa oriental, antes sometidos al yugo de la colapsada URSS, y ahora subordinado al nuevo yugo del capitalismo, liderado por los intereses nacionales e imperiales de los EE.UU. En la misma línea, vemos cómo se ha ido rediseñando bajo el régimen de Vladimir Putin, heredero de la KGB, la histórica tendencia expansionista de Rusia. Y de China, ni hablar.
Por otra parte, no podemos pasar por alto de que en esta supuesta época «postmetafísica», la especulación en el campo de las ciencias, en particular la astrofísica, se parece cada vez más a los «grandes relatos» de la metafísica tradicional. Esto es lo que dejan traslucir las investigaciones dirigidas a la unificación definitiva de las grandes teorías físicas. Basta al respecto con leer el atractivo libro de Brian Greene, The Elegant Universe (1999); o más recientemente, el libro del eminente físico Lee Smolin, Time Reborn (2013). Con ambas obras se pone en evidencia la necesidad teórica de recuperar la experiencia filosófica para mitigar la desalentadora orfandad conceptual de las ciencias.
En razón de todo lo anterior, seamos estratégicamente nominalistas, en el sentido de Guillermo de Ockham, pero siempre con un potente realismo de fondo. Pospongamos, hasta nueva noticia, el supuesto de que se vive el fin, la superación, el fallecimiento o la era del después de la modernidad. Demos en su lugar cabida a la posibilidad de pensar que el espíritu crítico del proyecto universalista de la modernidad, consignados en la época de la Ilustración y el predominio mundial de la cultura europea, ha sido sepultado –más que liquidado– por el programa de una modernidad consumida, pero no consumada, por la exaltación y el deslumbramiento del poder de la técnica, la subordinación de la actividad cultural a las tecnologías de la Información y a la dictadura mundial del nuevo amo de la Tierra: el Capital.
Si hay hoy en día un gran relato o una gran narrativa esa es la del discurso capitalista. Si hay un predominio planetario ése es el de la tecno-esfera. Y si hay una gestión universal que ha tomado el relevo, de manera real y efectiva, de la metafísica, esa es la cibernética, en tanto que principio regulador y uniformador de las culturas. Cada uno de estos aspectos que resalto en cursiva merece ser expuesto y meditado con detenimiento.1
Percatémonos que los términos post-estructuralismo y post-modernidad llegan a ser casi sinónimos en tanto que clasificaciones propias del entorno universitario y del mercado cultural. Sin embargo, el único de los autores mencionados que se identifica plenamente, como tantos otros epígonos suyos post-teriormente, fue Jean François Lyotard, en un escrito de amplia difusión titulado La condition postmoderne (1979). Se trata, a mi entender, de un libro filosóficamente indigente, repleto de inconsistencias conceptuales, empezando con el propio término de «postmodernidad». Así, por ejemplo, se habla indistintamente de: «condición postmoderna» (criterio histórico), «hombre postmoderno» (criterio antropológico), «cultura postmoderna» (criterio sociológico), «saber postmoderno» (criterio epistemológico), sin que se alcance a entender el horizonte de esta diversidad terminológica, curiosamente totalizante.
Leemos: «En la sociedad y cultura contemporánea, sociedad postindustrial, cultura postmoderna, el gran relato [le grand récit] ha perdido su credibilidad, sea cual fuera el modo de unificación que le sea asignado: relato especulativo, relato de emancipación». Frases como esas abundan en el libro. En todo caso, no es una ironía, ni mero fruto del sarcasmo que el propio Lyotard haya llegado a considerar este libro como el «peor» de todos los suyos, reconociendo de pasada, que en esa obra se refería a una «buena cantidad de libros que ni siquiera había leído».2 Definitivamente, lo mejor de Lyotard no está en ese libro sino en otros; sobre todo en su libro, curiosamente póstumo e inconcluso, titulado La Confesión de Agustín (1998). Se trata de una hermosa prosa que pone en evidencia lo mejor del filósofo francés.
Desde la perspectiva ética y política, el punto más endeble de la propuesta de Lyotard es que convierte una descalificación como la de los «grandes relatos» (la filosofía, la ciencia, el arte, el marxismo, el psicoanálisis…), no solamente en un gran relato de por sí, sino en un dogma de fe intelectual, para de esa manera intentar asumir una actitud vital y «una línea de resistencia al desfallecimiento moderno».3 Esta postura cuasi-religiosa llegó a ser, precisamente, el bálsamo en que se diluyó la marca de lo «postmoderno». Esta marca –empleo a propósito este apelativo mercantil muy a la moda– ha perdido un tanto el relieve ante otras que han ido tomando el relevo en los interminables cultural marketing labelsdel discurso capitalista y sus nuevas disciplinas o profesiones neo-liberales: literatura queer, neuroteología, coaching empresarial, coaching ontológico, etc.
En términos filosóficos el punto más débil del libro en cuestión fue reducir y extrapolar (¿ilegítimamente?) el problemático concepto ontológico de «juegos del lenguaje al criterio lingüístico-jurídico de legitimación», so pretexto de cuestionar la pretensión universalista de la racionalidad moderna. Precisemos, aunque sea muy a la ligera, que el propósito de L. Wittgenstein en sus Investigaciones filosóficas (1958), de donde se extrae el concepto de «juegos del lenguaje», no es, en absoluto, analizar la legitimidad de los usos del lenguaje. Se trata de algo más básico y elemental, que podríamos formular así: dado que hay la dimensión institucional del lenguaje, lo que se propone con el concepto de «juegos del lenguaje» (Sprachspile) es reconocer el «fenómeno primordial» (Urphaenomenon) de aquello que se nombra (sachen) como hecho (Tat) en medio de los más variados usos contextuales del lenguaje.
Escribe el filósofo: «Llamaré también ‘juegos del lenguaje’ al todo (Ganze) formado por el lenguaje y las acciones [o actividades: Tätigkeiten] con las que está entretejido». (I, 8) Es así como la justificación, y no ya legitimidad, de un determinado juego del lenguaje se inscribe, primero, en la totalidad que abarca la categoría del lenguaje y, segundo, en la especificad de su juego, es decir, de su uso o demarcación. De esta manera, Wittgenstein empata con la segunda proposición de su Tractatus Logico-Philosophicus (1921): «El mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas». Nada que ver tienen estos planteamientos con el relativismo de pacotilla al que condujo la vulgata postmoderna, en la que todavía no pocos medios, sean o no académicos, se recrean.
Quizá el punto más fuerte es haber podido constatar el colapso de los ideales europeos que hicieron posible la modernidad como época histórica. Y también, quizá, haber sacado a relucir hasta qué punto el sí mismo (le soi) de cada uno está «disuelto en una textura de relaciones más complejas y móviles que nunca, colocado en los ‘nudos’ de un circuito de comunicación, por más ínfimo que sea».4 Sin embargo, hay que reconocer que se trata de algo que Heidegger, Lacan, Deleuze y Badiou, han puesto en perspectiva con mucho más ahínco, vigor conceptual y sabiduría.
Hay que tener en cuenta también de que tales planteamientos hay que examinarlos a la luz de algo que ya había sido formulado por Nietzsche en 1888 con mucho más vigor, contundencia y actualidad, en su libro El crepúsculo de los dioses: «Occidente entero carece ya de aquellos instintos del que brotan las instituciones, de que brota el futuro: acaso ninguna otra cosa le vaya tan contrapelo a su ‘espíritu moderno’. La gente vive para el hoy, vive con mucha prisa, – vive muy irresponsablemente: justo a esto es lo que llama ‘libertad’».5 Esa prisa es lo que lleva a atrapar trozos de palabras, digitalizadas a la ligera, a tono con la urgencia mediática del dispositivo técnico en juego, más un inventario banal de información que un «juego del lenguaje». De esta manera, no hay tiempo para el recogimiento que exige el genuino acto de pensar. La prisa llega a ser así sinónima del desahucio del pensamiento. A eso le llaman «libertad de expresión».
Leamos de nuevo a Lyotard: «Por ello, se percibe que hay una tarea decisiva: hacer que la humanidad esté en condiciones de adaptarse a unos medios de sentir, de comprender y de hacer muy complejos, que exceden lo que ella reclama. Esta tarea implica como mínimo la resistencia al simplismo, a los slogans simplificadores, a los reclamos de claridad y de facilidad, a lo deseos de restaurar valores seguros. La simplificación se nos aparece como bárbara, como reactiva. La ‘clase política’ deberá, desde ya, contar con esta exigencia si no quiere caer en desuso o arrastrar a la humanidad a su caída».6
Vale. Pero nos encontramos entonces que se reclama para el concepto, muy moderno y europeo, de «humanidad» –Nietzsche al menos se limitaba a «Occidente»–, la tarea universal de adaptación (¡vaya mansedumbre!) a aquellos mismos modos que la postura posmoderna había cuestionado en virtud, precisamente, de su complejidad. Más aún, cuando se declara: «guerra a todo, demos testimonio de lo impresentable, activemos los diferendos, salvemos el honor del nombre»7, no se entiende bien de qué se habla, pero está claro que hay un llamado a una militancia retórica, típica de estos tiempos, en la que lo único que cuenta es, justamente, el nombre, pues la astucia consiste en hacer una frívola abstracción de aquello que se designa, como si no fuésemos más que pobres náufragos de un empalagoso regodeo verbal. Además: ¿cómo se puede declarar la «guerra a todo» cuando la totalidad ha sido descalificada como criterio?
Si sustituimos la palabra «posmodernidad» por la de contemporaneidad podríamos, en efecto, comenzar a prescindir de las «bárbaras simplificaciones». Después de todo, ¿qué significa la palabra moderno –del latín modernus– si no es el modo del ahora, de lo que ocurre en el momento? El gran peligro de nuestra época, de nuestra modernidad consumida en su contemporaneidad, consiste precisamente en el afanoso e ilusorio afán del consumo del tiempo haciendo como si no hubiese otro tiempo que el de un banal presente desmemoriado y en febril huída hacia delante, que el propio Lyotard formuló como la «paradoja del futuro (post) anterior (modo)».
Si hay algo que se destaca hoy en día es la «silenciosa conspiración» para hacer que todo se vuelva prescindible y superfluo, imponiéndose así una forma inédita de «totalitarismo» (este concepto habría que repensarlo) que Hanna Arendt supo vislumbrar hace más de medio siglo: «Los acontecimientos políticos, sociales y económicos en todas partes están en silenciosa conspiración con los instrumentos totalitarios revestidos para hacer a los hombres superfluos. […] Las soluciones totalitarias pueden muy bien sobrevivir a la caída de los regimenes totalitarios, en la forma de fuertes tentaciones que aparecerían cada vez que sea imposible aliviar la miseria política, social o económica, de una manera digna de la condición humana».8
- Habría aquí que tener en cuenta, por lo menos, a los siguientes pensadores: Martin Heidegger, Hanna Arendt, José Ortega y Gasset, Jacques Lacan, Herbert Marcuse, Guy Debord, Gilles Deleuze, Alain Badiou, Ernesto Mayz Vallenilla y Enrique Pajón Mecloy. De mi parte, he contribuido modestamente a este asunto con el segundo volumen de la Estética del pensamiento, La danza en el laberinto (Madrid, Editorial Fundamentos, 2003) y con el artículo «Posmodernidad: ironía y desencanto», publicado en la revista universitaria Exégesis, año 6, núm. 18, 1994 [↩]
- Cito del instructivo y esclarecedor libro de Perry Anderson, The Origins of Postmodernity, Londres / Nueva York, Verso, 1998, p. 26 [↩]
- La posmodernidad (explicada a los niños), Barcelona, Editorial Gedisa, p. 47 [↩]
- Traduzco de la original edición francesa citada, p. 31 [↩]
- Incursiones de un intempestivo, 39. La traducción es de Andrés Sánchez Pascual, tomada de Alianza Editorial [↩]
- La posmodernidad (explicada a los niños), p. 99 [↩]
- Idem, p. 26 [↩]
- «Political, social and economics events everywhere are in silent conspiracy with totalitarian instruments devised for making men superfluous. […] Totalitarian solutions may well survive the fall of totalitarian regimes in the form of strong temptations which will come up whenever it seems impossible to alleviate political, social, or economic misery in a manner worthy of man.» Origins of Totalitarism, ed. 1973, N.Y.Harvest HJB Book, p. 459. [↩]