La servidumbre política al desnudo
Thus, in contrast with Michael Hardt’s and Antonio Negri’s claim that nation-state sovereignty has transformed into global Empire, and in contrast with Giorgio Agamben’s thesis that sovereignty has metamorphosed into the worldwide production and sacrifice of bare life (global civil war), I argue that key characteristics of sovereignty are migrating from the nation-state to the unrelieved domination of capital and God-sanctioned political violence.
Wendy Brown ((W. Brown, Waning Sovereignty, Walled Democracy, NY, Zone Books, 2010, p. 23.))
I.
Ya no basta con decir que Puerto Rico es una colonia de Estados Unidos para desvelar la falta de poderes políticos que sufre la Isla en constantes y reiterados momentos de crisis. Es decir, su falta de soberanía política. La asunción de determinado victimismo mediante referentes políticos modernos que hace décadas se diluyen ante la realidad material hace del discurso tradicional colonial un relato tanto arcaico como inefectivo para entender la realidad de un colectivo contemporáneo. El esquema dicotómico entre metrópoli y colonia ya es solo un ingrediente más perteneciente a unas dinámicas de dominación que trascienden los Estados modernos. La colonización exportable en estos momentos no se puede reducir meramente a una relación jurídica –y política- entre Estados dominantes y territorios dominados. El lenguaje político mismo debe ser resignificado o innovado para aprehender cognitivamente los fenómenos que se manifiestan en nuestro mundo de la vida. La colonia va más allá, mucho más allá, de las relaciones normativas que determinada colectividad políticamente organizada ostenta frente a otra, aunque esta sea un componente importante del análisis sobre la dominación ejercida. La globalización de la explotación; la transformación y desvaríos de la economía financiera de corte neoliberal; la exportación de remedios genéricos de austeridad y la transformación de la violencia estatal ejercida sobre el ser humano, entre otros aspectos, hacen necesario escudriñar y apalabrar nuestra falta alarmante de soberanía política desde un marco conceptual distinto.El más reciente ejemplo de Grecia ante la crisis económica actual ha sido paradigmático. El que un Estado soberano, reconocido así ante la comunidad internacional, haya tenido que ver sucumbir su consenso político mayoritario ante la decisión de determinados sectores tanto internacionales como supraestatales, nos lanza a un abismo anodino si lo analizamos con el esquema dicotómico propio de la metrópoli y la colonia. Claro que la colonización existe en nuestra contemporaneidad, y no solo ello, sino que ha mutado al grado de no ejercer el poder visible del soberano metropolitano ante el territorio desprovisto de poderes equitativos. La colonización, como modalidad de dominación, ya no se ejerce de ordinario para el mero beneficio de un Estado-nación como entidad política moderna. Los agentes que son soberanos en las maneras actuales de dominación trascienden los linderos del Estado de derecho y de la política-partidista que les sirve de fachada bucólica.
¿Qué queda del Estado de derecho constitucional y democrático en Puerto Rico? Haciendo la aclaración que Estado de derecho no significa lo que comúnmente se denota en nuestra realidad jurídica como derecho positivo vigente, sino la estructura político-estatal que se autorregula mediante una serie de normas elegidas mediante canales democráticos. Es decir, el derecho positivo (las normas y reglas vigentes) surge de ese Estado de derecho. ¿Qué grado de soberanía ostenta el colectivo de ciudadanos y ciudadanas que conforman la población civil de Puerto Rico? ¿Qué aspectos de la soberanía popular son canalizados y representados por los órganos de poder político-institucional que dirigen los destinos de la comunidad política? Una reflexión crítica sobre el concepto de soberanía política elaborado por Carl Schmitt, junto a la interpretación que hace Giorgio Agamben del mismo, pueden arrojar luz sobre las grietas y carencias de nuestro(s) Estado(s) de derecho de corte liberal ante las graves pretensiones autoritarias que ejercen los poderes apátridas en un mundo cada vez más dominado por esquemas neoliberales de control político y social.
II.
El concepto de teología política es elaborado originalmente por Schmitt en su destacado libro Teología política. Cuatro capítulos sobre la doctrina de la soberanía, de 1922. Este trabajo se presenta en un momento decisivo en la obra y en el pensamiento schmittiano, a saber, la configuración de la República de Weimar de corte liberal a partir de la capitulación de Alemania en la Gran Guerra (1918). Durante esta época, Schmitt emergió como un importante crítico del Estado liberal instaurado a partir de 1918 – más específicamente desde la firma del Tratado de Versalles de 1919 entre los Países Aliados y Alemania -, y como propulsor de una concepción política muy orientada hacia un Estado de corte más centralista, lo que podríamos vincular a una adopción de una perspectiva hegeliana de Estado, y un continuo rechazo al Estado de derecho de corte liberal que progresivamente iba triunfando en Occidente. Alguno o alguna podría decir que, como maleficio intelectual que vivimos hasta en nuestros días, el debate entre un Estado de derecho y un Estado de corte decisionista y centralizado se da entre una corriente de raíz kantiana y una de raigambre hegeliana, respectivamente.
Adentrándonos ya en el contenido del texto Teología política, lo primero que elabora Schmitt para delimitar la importante concepción de teología política es la definición de soberanía en nuestro pensamiento occidental. Es esta concepción la que está intrínsecamente vinculada a lo que delimitará como teología política y, además, al concepto tan controversial de estado de excepción. Schmitt abre el trabajo con una muy citada aserción que, en el caso del pensamiento schmittiano, tiene una carga intelectual muy densa, a saber: “[s]oberano es quien decide sobre el estado de excepción”.1 Ello crea, evidentemente, una imbricación entre soberano y estado de excepción de corte sujeto y predicación. Dicha simbiosis, a primera vista, suele parecer correlativamente condicional, lo que podríamos traducir en quien es soberano es porque existe la posibilidad del estado de excepción, la predicación en este caso, y el estado de excepción se efectúa porque existe efectivamente un soberano quien lo decide. Veamos más detenidamente la elaboración de este concepto en Schmitt.
Para Schmitt, el concepto de soberanía, a diferencia de cómo se entiende vulgar o mayoritariamente, es un concepto límite no vinculado al caso normal, o a la normalidad en sí, sino al caso límite, extremo. Por ello resalta que el concepto de estado de excepción es una concepción doctrinal del Estado y no un mero decreto o decisión sobre estado de sitio o estado de emergencia.2 El autor hace esta aclaración del saque para dejar claro que la concepción de estado de excepción que se va a elaborar como decisión del soberano es parte de la doctrina general del Estado en situaciones extremas, no en ocasiones en las cuales –como sucede en los Estados de derecho– se decreta un estado de necesidad o un estado de sitio.
Ahora bien, el trabajo de Schmitt no se concentra en la disputa sobre el esquema clásico de definición de soberanía como poder supremo y originario de mandar. Esto no es lo que le importa a Schmitt discutir en su trabajo porque no le ve una trascendencia teórica importante en la discusión sobre la definición de la soberanía que elaborará. No hay una disputa notable entre quienes adoptan una definición general como esa y aquellos que no. La disputa existe, y la controversia estriba, según el propio Schmitt, en la aplicación concreta de la soberanía o, dicho de otro modo, sobre en quién radica la facultad de decisión en caso de conflicto, en qué se base el interés público o estatal, el orden público, etc.3 ¿Y a qué se refiere Schmitt con una situación o caso límite, extremo? Pues aquel caso que no está previsto en un ordenamiento jurídico vigente al momento de surgir, como bien podría ocurrir en un caso de extrema necesidad o de peligro para la existencia misma del Estado. Por su propia naturaleza, las posibilidades del caso excepcional no son susceptibles de delimitación rigurosa, hay que dejarlas abiertas a lo que materialmente se conciba como excepcional.
Esta delimitación numerus apertus del caso límite es vital en la concepción de soberanía de Schmitt, pues dado que no se puede definir taxativamente cuándo un caso se considerará como excepcional, tampoco se puede precisar con rigurosidad qué convendría decidir en determinado caso de este tipo. Este esquema abierto de posibles casos excepcionales es, en definitiva, el tipo de arbitrariedad que intenta prevenir el Estado de derecho de corte liberal y, precisamente en el trabajo de Schmitt, la teoría iuspositivista de Hans Kelsen, con quien Schmitt dialoga constantemente en su texto como notable adversario intelectual. En este marco de aplicación de la soberanía, la sustancia de la competencia del soberano es necesariamente ilimitada, por lo que acabamos de decir. Dice Schmitt que la Constitución, a la postre, puede determinar quién está autorizado a actuar en una situación excepcional –como en gran parte de nuestras Constituciones liberales– pero si la situación no está sometida o clasificada mediante un esquema de división de poderes, como en un Estado de derecho de estructura republicana, entonces se verá quién realmente es el soberano, si es que existe una decisión sobre el caso excepcional, claro. A tales efectos, Schmitt menciona que:
…Él [el soberano] decide si el caso propuesto es o no de necesidad y qué debe suceder para dominar la situación. Cae, pues, fuera del orden jurídico normalmente vigente sin dejar por ello de pertenecer a él, puesto que tiene competencia para decidir si la Constitución puede ser suspendida in toto. Dentro del moderno Estado de derecho se tiende a eliminar al soberano en este sentido…Ahora bien, decidir si se puede o no eliminar el caso excepcional extremo no es un problema jurídico. Abrigar la esperanza de que algún día se llegará a suprimirlo es cosa que depende de las propias convicciones filosóficas, filosófico-históricas o metafísicas.4
En este pasaje Schmitt aproxima a dónde mayormente van dirigidas sus críticas y perdigones intelectuales, sin duda que al Estado de derecho de corte liberal concebido por iuspositivistas como Kelsen, pero también deja ver en qué situación histórica escribía y el condicionamiento de la misma sobre la obra intelectual producida. Luego de una exégesis de la obra de Bodino y Pufendorf sobre el concepto de soberano y estado de excepción, Schmitt aduce una de sus más importantes contribuciones a la teoría jurídico-política, y es la pertenencia del soberano a un orden jurídico que suspende para así preservarlo. Esto que podría parecer una contradicción en los términos es precisamente lo más característico de la concepción de soberano de Schmitt. Antes de disecar su fundamentación, es importante resaltar el papel de la decisión del soberano en el esquema de un decisionista como el autor estudiado. Para Schmitt, todo orden, así como todo orden jurídico, descansa en una decisión, no así en una norma, como se fundamentaría en la teoría pura del Derecho de Kelsen y su marco teórico iuspositivista. El soberano es quien decide, quien debe tomar una decisión sobre un estado excepcional no previsto en norma vigente alguna. Una norma en el esquema schmittiano no puede conferirle efectivamente al soberano ni la sustancia de su decisión sobre un estado excepcional, ni una clasificación numerus clausus sobre este tipo de situación límite. El soberano no es quien una norma –en el espectro jurídico de Kelsen sostenida por una norma fundante básica– autoriza para fungir como soberano; es quien, sin dejar de estar vinculado al ordenamiento jurídico, lo suspende desde afuera para la subsistencia del mismo.
Schmitt pone de ejemplo el caso de la Constitución alemana de 1919 – la Constitución de la República de Weimar – la cual en su Art. 48 le confería al presidente del Reich el poder de declarar el estado de excepción solo bajo el control del Reichtag, ente parlamentario que siempre podría exigir su levantamiento. Ante ello, el autor advierte: “[e]sta reglamentación responde a la práctica del Estado de derecho y a su desenvolvimiento, donde, mediante la división de las competencias y su control recíproco, se procura aplazar lo más posible el problema de la soberanía”.5 En el pensamiento schmittiano se deja claro que cualquier intento de colonizar normativamente el poder soberano lo que implica es, o negarlo de plano, o aplazar su discusión, como en los casos del Estado de derecho. Ante una situación límite –ni comprendida en la norma ni atendida por la jurisprudencia que versa sobre los problemas y negocios cotidianos– la norma, la cual solo comprende lo cognoscible al momento, no posibilita qué hacer. A partir de un sistema unitario del Derecho, toda situación realmente excepcional y límite es una perturbación al orden jurídico, por lo que no se sabrá cómo manejar la decisión sobre la decisión desde el ordenamiento jurídico mismo.
De esta manera, lo excepcional es, en definitiva, aquello que no se puede subsumir o agotar en un ordenamiento jurídico vigente, o aquello que escapa a cualquier delimitación general pero que, al así hacerlo, hace surgir un aspecto puramente jurídico, a saber, la decisión. La decisión de un soberano. En el caso excepcional, contrario al caso normal –subsumido en normas– surge la necesidad de crear una situación mediante la cual puedan tener validez las normas jurídicas. De esta manera, Schmitt expresa:
… [n]o existe una norma que fuera aplicable al caos. Es menester que el orden sea restablecido, si el orden jurídico ha de tener sentido. Es necesario de todo punto implantar una situación normal, y soberano es quien con carácter definitivo decide si la situación es, en efecto, normal. El derecho es siempre “derecho de una situación”. El soberano crea esa situación y la garantiza en su totalidad. Él asume el monopolio de la última decisión.6
Ante este panorama, se ve que Schmitt niega radicalmente la idea kelseniana del Rey Midas del iuspositivismo que esgrime que todo lo que el Derecho toca lo convierte en Derecho. El esquema de Schmitt es todo lo contrario. Para Schmitt, si en realidad se quiere salvaguardar el orden jurídico ante una situación extrema, se necesita un soberano que tenga el monopolio de la última decisión en la cual, suspendiendo la efectividad del ordenamiento, lo salvaguarda así para que se reinstale su eficacia y facticidad en un futuro. Por lo tanto, para crear Derecho –para establecer o reestablecer un ordenamiento jurídico– no se necesita tener derecho a ello o una norma que habilite para ello. He aquí cómo se contradice la teoría schmittiana respecto al Estado de derecho. Así, “[l]a tendencia del Estado de derecho a regular lo más a fondo posible el estado de excepción no entraña sino el intento de circunscribir con precisión los casos en que el derecho se suspende a sí mismo. ¿De dónde toma el derecho esa fuerza y cómo es posible lógicamente que una norma tenga validez excepto en un caso concreto que ella misma no puede prever de hecho?” (énfasis en el original).7
Sin duda la concepción de Estado de Schmitt parte de una línea de pensamiento con una fuerte raíz en Hobbes y que llega a su culminación en Hegel. En el pensamiento de Schmitt, lo normal solamente no prueba nada para efectos de definición de soberano, mientras que lo excepcional lo prueba todo. Lo excepcional no solo confirma la norma, de hecho, sino que la regla vive de lo excepcional.8 Es una simbiosis a partir de una evidente dialéctica que intenta extraer la fundamentación del orden jurídico de los límites simplistas y reduccionistas –como diría Schmitt– de las teorías iuspositivistas donde fuera de la norma no puede haber nada. Como contraste a ello, ante lo imprevisto, ante lo extremo o situación límite es que efectivamente se conoce quién es en realidad soberano, no porque una norma lo decrete como tal –como sucede con la dictadura comisarial– o lo oriente sobre la decisión que debe tomar, sino porque es quien efectivamente decide sobre el estado excepcional sin ser su decisión revisable por ninguna instancia, como por ejemplo un parlamento. Al poder decidir sobre ese estado excepcional, decreta, a su vez, qué es lo normal y qué no lo es, lo que evidencia la simbiosis necesaria entre lo normal y lo excepcional. De esta forma, la tan mentada frase que aduce que soberano es quien decide sobre el estado de excepción llega a ser verdaderamente comprensible dentro del esquema intelectual schmittiano.
Asimismo, en el segundo capítulo de Teología política Schmitt embiste directamente contra las definiciones simplistas tanto de soberano como de Estado de derecho que, como ya vimos, tienden a dejar a un lado la solución de quién es soberano. Sobre la fórmula clásica de soberanía como poder supremo, originario y jurídicamente independiente, la teoría schmittiana asume una posición contraria por considerarla incorrecta e irreal. A tales efectos, Schmitt menciona: “[u]na definición así, lo mismo se puede aplicar a los más variados complejos político-sociológicos, que se puede poner al servicio de intereses políticos más diversos. No es la expresión adecuada de una realidad, sino una fórmula, un signo, una señal. Fórmula infinitamente equívoca y, por tanto, tal vez útil, tal vez inútil en la práctica”.9 De esta manera, la teoría schmittiana apunta a la controversia neurálgica de la soberanía como la unidad entre poder supremo fáctico y jurídico. Es aquí donde yace el problema básico sobre la soberanía en nuestro pensamiento jurídico-político, y es, bajo premisas contrarias a la teoría Schmitt, Hans Kelsen quien mejor ha elaborado un concepto de soberanía que, para Schmitt, no solo se queda corto sino que es una respuesta harto simplista y débil.
Para Kelsen, quien Schmitt reconoce como la persona que ha realizado el estudio más hondo para su tiempo sobre el concepto de soberanía10, la solución de esta controversia sobre el poder supremo fáctico y el jurídico es la disociación entre la sociología de la jurisprudencia y “la separación entre lo puramente sociológico de lo puramente jurídico”.1112 En el modelo iuspositivista elaborado por Kelsen, específicamente –recordemos que Schmitt escribe cuando Kelsen es la figura más importante de esta corriente sobre la teoría del Derecho– se extirpa de lo jurídico, o del concepto de lo jurídico, todo aquello que podemos identificar como elemento sociológico, de forma que se obtiene un sistema puro de imputaciones normativas que se legitima finalmente –o que culmina– en una norma fundante básica. Esta aproximación de Kelsen llega a su culminación más prístina en Teoría pura del Derecho (1934).
Es aquí donde se encuentra la irresoluble disputa intelectual entre Schmitt y Kelsen que, hasta cierto punto, ha germinado dos corrientes de pensamiento jurídico-político contrarias durante gran parte del siglo XX, reconociendo que la concepción iuspositivista de Kelsen ha tenido mayor acogida sin lugar a dudas. Para la teoría kelseniana atacada tempranamente por Schmitt, el Estado debe ser algo puramente jurídico, el producto de un esquema normativo vigente, no de determinada realidad o algo contrapuesto al orden normativo. No obstante, lo que le salta a la vista inmediatamente a Schmitt es cómo esta reducción simplista de lo que tiene que ser el Estado como Estado de derecho, equipara irremediablemente Estado con orden jurídico. Dicho de otro modo, bajo la teoría kelseniana el Estado es el orden jurídico. A esto apuntaba Schmitt cuando aducía la separación de lo puramente sociológico y lo puramente jurídico, principalmente para privilegiar absolutamente lo puramente jurídico y equipararlo con el Estado mismo. Este ejercicio, que tiene como objetivo erradicar los excesos y arbitrariedades de los Estados que no se regían por un orden jurídico, deja para Schmitt, como hemos visto, al Estado totalmente desamparado, desnudo y totalmente vulnerable ante cualquier situación excepcional, que, como vimos, es la que hace surgir al verdadero soberano y de la que depende, hasta cierto punto, la existencia de la situación normal o de la norma misma.
Ahora bien, a partir de la consideración de que el Estado para los iupositivistas es idéntico a la Constitución como la norma fundamental unitaria –a partir de la fórmula monista que postula que la validez de una norma radica en otra norma– Schmitt se pregunta “¿[e]s esta unidad jurídica de la misma especie que la unidad del sistema entero cuyo ámbito abarca el mundo? ¿Cómo se pueden reducir a la unidad una serie de disposiciones positivas, partiendo del mismo punto de imputación, si lo que por esa unidad se entiende no es la unidad de un sistema iusnatualista o la de una teoría pura del derecho, sino la unidad de un orden positivo vigente?”.13 Lo que está entrelíneas en estas preguntas es cómo se puede reducir a una unidad monista de Estado de derecho lo que ya es derecho positivo. Cómo la legitimidad de las normas puestas puede darse mediante una unidad monista que solo hace imputaciones normativas de derecho positivo. Cómo, en última instancia, el Estado encuentra fundamentación en un sistema como tal si dicho sistema no es posible que lo haya podido haber creado como Estado.
¿Dónde queda el soberano en este esquema? Schmitt advierte que: “Kelsen resuelve el problema del concepto de soberanía negando el concepto mismo. He aquí la conclusión de sus deducciones: hay que eliminar radicalmente el concepto de la soberanía [se omiten citas]. Es, en el fondo, la vieja negación liberal del Estado frente al derecho y la ignorancia del problema sustantivo de la realización del derecho”.14 Por tanto, no es plausible para Schmitt subsumir o reducir el Estado a meras normas que se legitiman entre sí; ello no solo dejaría realmente desvalido y desnudo al Estado, desprotegido, sino que erradicaría la posibilidad de reconocer un verdadero soberano, entendiendo que mediante el monismo iuspositivista no es previsible la posibilidad de un estado de excepción donde el soberano deba decidir sobre el mismo. Tampoco, por ende, es viable la teoría de Krabbe sobre el Derecho como soberano, no el Estado, formulada ya en 1906 en el trabajo La idea moderna del Estado. Para Krabbe, el Estado moderno sustituye el imperio de las personas, como los monarcas o príncipes, por el imperio de las normas, lo que propende a una progresiva descentralización del poder y la administración autónoma en todos los ámbitos. Lo que guió también a Krabbe fue su lucha, como lo advierte Schmitt, contra el Estado autoritario y la centralización del poder, por ello su teoría se vincula con una teoría de la corporación con fundamentos enraizados en los trabajos de Hugo Preuss.15
A lo que desea llegar Schmitt con una discusión sobre Kelsen, Preuss y Krabbe – aunque también discute a Wolzendorff – es a resaltar el rechazo de estos a un modelo de Estado personalista, lo que podríamos identificar con un modelo de Estado centralista como se podría afirmar del elaborado desde Hobbes a Hegel y discípulos. Para esta visión personalista del Estado, como las de los autores mencionados, existen reminiscencias de aquello que fue la monarquía absoluta y la centralización del poder en una persona, quien era considerada como soberana. No obstante, Schmitt advierte que esta idea pasa por alto que la representación de la personalidad y su vínculo con la autoridad formal nace de un interés jurídico particular: “…la clara conciencia de cuál es la esencia de la decisión jurídica”.16 He aquí el otro elemento de la definición de soberano que es clave para entender tanto la concepción de soberano como la de estado de excepción: la decisión en el ámbito jurídico-político.
Para señalar la importancia de la decisión en el sistema jurídico-político, Schmitt expresa:
Que la idea del derecho no se pueda transformar a partir de sí misma, se deriva de que ella no dice nada acerca de quién debe aplicarla. En toda transformación hay una auctoritatis interpositio [mediación de la autoridad]. De la simple cualidad jurídica de un precepto no se puede deducir qué persona individual o qué entidad concreta puede reivindicar para sí tal autoridad. He ahí la dificultad que Krabbe se empeña en no ver.17
Aquí se encuentra muy clara la idea de que el Derecho no solo puede producirse y transformarse a partir del Derecho mismo, es decir, a través y a partir de normas en un esquema monista. El Derecho necesita de la decisión – decrétese esta o no por el orden jurídico – para poder transformarse y poder existir. No es viable un Derecho que se autovalide y se proteja a sí sin un soberano que decida sobre lo imprevisto, sobre el caso límite o no contemplado por norma alguna en el ordenamiento. Por eso Schmitt reconoce en Hobbes el representante clásico del decisionismo, y cita de la versión latina de Leviatán la famosa frase “Auctoritas, non veritas facit legem [La autoridad, no la verdad, hace la ley]”.18
Con esta cita, Schmitt trae a colación el deseo de Hobbes de buscar la forma jurídica que reside en una decisión concreta que surge de una posición o instancia determinada. A partir de esta idea, y dada la significación autónoma que caracteriza la decisión, el sujeto de esta también debe tener una significación autónoma al margen de su contenido. Entre la oposición que subyace entre sujeto y contenido, por lo tanto, radica el problema de la forma jurídica. A través de la decisión, en la teoría schmittiana, se vincula el estado de excepción, como habíamos visto, al orden jurídico vigente. Estado de excepción que es decidido por el verdadero soberano no sometido a revisión de otros poderes u otras instancias. Estado de excepción que, a su vez, se vincula intrínsecamente con el orden jurídico al diferenciarse la norma (Norm) y la decisión (Entscheidung), no subsumibles en un sistema monista como el Estado de derecho, el cual erradica la posibilidad de la existencia de un soberano.
A raíz de esto, Giorgio Agamben, quien ha trabajado a Schmitt como quizá muy pocos durante nuestra contemporaneidad, menciona que “[e]n la decisión sobre el estado de excepción, la norma es suspendida o, inclusive, anulada; pero aquello que está en cuestión en esta suspensión es, una vez más, la creación de una situación que haga posible la aplicación de la norma”.19 Por tanto, y como habíamos mencionado antes en el escrito, mediante el estado de excepción surge o se crea una situación en la cual se posibilita el orden jurídico mismo. Este es el objetivo al suspender la norma y sus efectos, precisamente hacer que esta se vuelva una realidad posible y que, ante la excepcionalidad, no se vuelva irrealizable. De esto era que hablábamos cuando nos referíamos a que la norma depende de la situación límite o extrema, o lo que es lo mismo, que lo normal depende de lo excepcional, aquello que lo prueba todo.
El deseo de Schmitt, en última instancia, fue crear un esquema jurídico-político que no escinda por completo lo que es el estado de excepción del ordenamiento jurídico, sino que lo adhiera al mismo como quien valida la norma desde un afuera pero también estando dentro. Si no se explica el concepto parecería una contradicción, pero como hemos visto no lo es. Esto es a lo que Agamben se refiere cuando muy certeramente advierte que este vínculo entre estado de excepción y orden jurídico es un “[e]star-fuera y, sin embargo, pertenecer: esta es la estructura topológica del estado de excepción”.20 A Agamben le interesa esta concepción principalmente por los sucesos ocurridos en el régimen nacionalsocialista –en los cuales la concepción de estado de excepción de Schmitt fue fundamental, literalmente– y que se convirtió, con la raíz foucaultiana que tiene el término, en una técnica del Estado dentro de lo que Foucault reconoció como biopoder, lo que llegó a una culminación en los Lager nazis.
Para auscultar la concepción de estado de excepción y soberanía en Schmitt, Agamben también trazó una interesante línea entre un importante trabajo de Walter Benjamin, Para una crítica de la violencia, y Teología política del primero. En ese trabajo Benjamin propuso la plausibilidad de una violencia “pura” o de “tipo divino”, y una violencia verdaderamente “revolucionaria”, la cual no tiene como objetivo ni la instauración ni la conservación, sino la posibilidad de crear una nueva era histórica. En dicho escrito, como expresa Agamben, Benjamin utilizó un término schmittiano para denotar un estado de peligrosidad o urgencia, Enstcheidung (decisión). Por ello, “reconoce la decisión localmente y temporalmente determinada como una categoría metafísica”.21 Asimismo, Agamben reconoce que se puede entender Teología política como una contestación, hasta cierto punto, a este teorizar benjaminiano. Mientras Benjamin pretende reconocer un concepto de violencia “pura”, Schmitt, sin embargo, realiza una teorización que reconduce dicha violencia al terreno jurídico.
A raíz de ello, Agamben expresa: “[e]l estado de excepción es el espacio en el que se busca capturar la idea benjaminiana de una violencia pura y de inscribir la anonimia en el cuerpo mismo del nomos”.22 Esto, porque para Schmitt esa violencia pura no debe estar fuera del orden jurídico, ya que, inserta en el estado de excepción está incluida en el derecho mediante su propia exclusión pues el propio estado de excepción posibilita responder a la acción excepcional. Vemos cómo, de nuevo, se revela la tesis schmittiana de mantener ese vínculo entre estado de excepción y orden jurídico que, en definitiva, es una de las más importantes aportaciones teóricas de Schmitt. Pero no es todo, la diferencia entre violencia pura y violencia revolucionaria de Benjamin corresponde también a lo que en La dictadura se conceptualiza como poder constituyente y poder constituido, lo que deviene como dictadura soberana y dictadura comisarial, respectivamente. Así, la dictadura soberana, caracterizada por el poder constituyente (o poder fundamentador) y que Schmitt sitúa en la Modernidad, devendrá en el concepto de soberanía teorizado en Teología política.
El estado de excepción no es exclusivo de una época histórica en antaño, sino que lo vemos paradigmáticamente en la actualidad con la profusa suspensión de preceptos constitucionales con varios objetivos eminentemente políticos. Esto ha llevado a Natalia Tacceta, reconocida estudiosa de la obra de Agamben, a declarar que, y coincido con ella:
Podría decirse que, según Agamben, “vivimos en el contexto de lo que se ha denominado una ‘guerra civil’”. Aceleradamente, después de la Primera Guerra Mundial, se instaura el totalitarismo mediante el estado de excepción a la luz del cual, para el autor, se puede pensar tanto el nazismo como la gestión de George W. Bush en Estados Unidos. Agamben se refiere, particularmente, a la “military order” emitida en noviembre de 2001, por la cual se autoriza la detención indefinida de supuestos responsables de actividades terroristas.23
Esto se basa en el propio texto de Estado de excepción de Agamben, en el cual expresa sobre los detenidos a partir del decreto de estado de excepción dictado por Bush a partir de 2001, que: “[n]i detenidos ni acusados, sino solamente detainees, ellos son objeto de una pura señoría de hecho, de una detención indefinida no sólo en el sentido temporal, sino también en cuanto a su propia naturaleza, dado que ésta está del todo sustraída a la ley y al control”.24 Esto es de particular importancia porque evidencia que la técnica de dominación del estado de excepción, durante el siglo XX y actualmente en el siglo XXI, se ha implementado como un método de gobierno que, más que excepcional, se configura como la norma. A esto es que Agamben denomina como guerra civil legal, tanto lo que sucedió en la Alemania nazi que vivió en un estado de excepción literalmente doce años25, como lo que sucedió hace pocos años con el decreto de la administración del presidente Bush sobre los detenidos por supuestos cargos de terrorismo.
De esta manera, el estado de excepción se ha convertido en un paradigma de gobierno en la política contemporánea, lo que lo denota como una técnica de las administraciones gubernamentales que modifica nuestro entendimiento sobre el poder de tal forma que surge como “un umbral de indeterminación entre democracia y absolutismo”.2627 Luego de los decretos sobre la condición de detainees en Guantánamo, ¿cómo podemos hablar en realidad de Estados Unidos como un Estado de derecho de corte liberal que, a su vez, rechaza cualquier tipo de totalitarismo o absolutismo? Este ejemplo de los detenidos fue protagonista, además, en un importante trabajo de la estadounidense Judith Butler, relacionado con el pensamiento agambeniano al respecto: Vida precaria. A su entender, Estados Unidos condena a los detenidos en la Bahía de Guantánamo a una detención indefinida a raíz del decreto unilateral de suspensión tanto de derechos de naturaleza estatal como internacional. Dicha detención es ambigua, evidentemente, sobe sus límites y alcances -no ofrece garantías de cuándo o cómo se van a llevar a cabo los procedimientos, por lo que aquí se nota, según Butler y Agamben, como hemos visto, el Estado soberano como fuera del orden jurídico aunque vinculado a este.28
Lo interesante de este proceder, para efectos de este trabajo, es que aquella concepción schmittiana de mantener vinculado el estado de excepción al orden jurídico mediante su suspensión, se ejemplifica como situación normalizada en nuestra contemporaneidad, específicamente con los alegados terroristas detenidos en la Bahía de Guantánamo (sin agotar los innumerables ejemplos que hay al respecto a través del mundo). Este tipo de técnica de gobernar no es otra que un intento de la soberanía para salirse de sus límites normativos dentro de un Estado de derecho, como formalmente en Estados Unidos, y por ende, de negar la descentralización y la división de poderes que caracterizan a un Estado de corte liberal y estructuralmente republicano. Así, “'[d]etención indefinida’ no significa una circunstancia excepcional, sino más bien el medio por el cual lo excepcional se convierte en una norma naturalizada”.29
Con esto coincide con Agamben en dos aspectos sumamente importantes para nuestra compresión del poder y sobre la teoría jurídico-política. Primeramente, que el decreto de excepcionalidad, de estado de excepción en sus diferentes modalidades, se ha convertido en una técnica de dominación y, por ende, de biopoder, cada vez más inserto en nuestros esquemas jurídico-políticos, no como una excepcionalidad, sin embargo, sino como la norma. En segundo lugar, que este tipo de instauración de estado de excepción es una manifestación de un soberano desde fuera de la legalidad, pero vinculada a la misma de cierta forma que la neutraliza. En palabras de Agamben, una diatriba entre absolutismo y democracia en nuestra contemporaneidad.
Estas impresiones son muy plausibles a partir de una lectura de la teorización sobre los conceptos de soberanía y estado de excepción elaborados específicamente por Schmitt y que hemos discutido a lo largo de esta parte del escrito. Aquel deseo férreo de Schmitt de hacer depender la norma u orden jurídico vigente de una simbiosis dialéctica con el estado de excepción, en cuyo caso es que surge quién es el verdadero soberano, se ha convertido en algo más que un ejercicio teórico durante todo el siglo XX y lo que llevamos del XXI. El monismo del Estado de derecho, tan proclamado todavía en gran parte de todos los Estados de corte liberal en nuestra contemporaneidad, no ha podido ni excluir ni rebatir la idea de un soberano que actúa desde fuera del orden jurídico pero vinculado a este mediante la suspensión del mismo. Cada vez más esta técnica, como la podemos denominar, es normalizada en nuestros Estados ante situaciones de urgencia o peligro, de aquellas que Schmitt denominaba como extremas o excepcionales, las no previstas por norma alguna, lo que tiene como objetivo herir severamente el esquema de descentralización y separación de poderes que debe caracterizar un Estado de derecho, particularmente si es un Estado de derecho constitucional y democrático.
III.
La concepción schmittiana de soberanía es un instrumento, creo, imprescindible, o al menos extremadamente útil, para intentar entender las dinámicas de dominación en nuestras realidades transnacionales. Sin duda el contexto de mundo globalizado le es extraño a la teorización de Schmitt, pero no así el ejercicio de poderes soberanos que estén dentro y fuera de nuestros marcos legales. Para esclarecer un poco el panorama, debemos identificar directamente dónde radican hoy esos poderes soberanos que hacen suspender la legalidad vigente. En la actualidad, el ejercicio de ubicar todos los poderes soberanos en determinada administración gubernamental de un Estado es tan impreciso como equívoco. Las administraciones gubernamentales de los Estados soberanos (me refiero aquí a los Estados de derecho de corte liberal), como hemos visto, no tienden a ejercer los poderes soberanos que en teoría les fueron delegados por la ciudadanía a la que se deben. Podrán ostentar la decisión –que es una acción que remite al ámbito jurídico-político, pero la soberanía en los casos extremos, en los casos límite, no se encuentra en los órganos democrático-representativos de los Estados.
Los sectores dirigentes de la economía financiera global, de ese estadio de desarrollo económico que presuntamente nos ha llevado a un abismo crítico que bien podríamos considerar como límite, no son realmente agentes políticos de primera fila en los Estados de derecho. Si bien algunos de los agentes de los sectores privilegiados socio-económicamente suelen ostentar un poder visible en los esquemas de administración policial, como diría Rancière, de los Estados, los poderes financieros, a los que usualmente se deben esos agentes, nos desbordan los límites de nuestras democracias. La soberanía no debemos ubicarla dentro de los contornos del Estado-nación. La soberanía, en estos momentos, debemos identificarla en la gestión que llevan a cabo agentes tras la fachada de la política, de lo público, de lo común. Agentes que, a su vez, encuentran Estados tan débiles y serviles –principalmente por los déficits democráticos que los caracterizan- que pueden persuadir y dirigir con una facilidad proporcional a la acumulación y concentración de capital de la que gocen. Es este el peligro de vivir en democracias estatales tan rancias, tan poco participativas e inclusivas, tan poco deliberativas y tan poco representativas.
El caso de Puerto Rico puede ser un caso paradigmático sobre cómo la dominación del soberano suspende la legalidad democrática (en términos formales, por más déficits que caractericen sus procedimientos) en momentos extremos. En el caso de un territorio sin un poder soberano reconocido internacionalmente, cuya condición colonial es innegable, esto es aún más dramático en términos descriptivos. No obstante, ante la crisis política y económica que ha padecido Puerto Rico ya por tantos años, pero que en estos momentos arrecia con mayor fuerza, es evidente que el soberano que suspende el orden jurídico para preservarlo no es la colectividad política que le sirve de legitimación al Estado. En nuestra penosa democracia, el soberano trasciende los límites estatales y decide desde fuera del sistema legal pero dentro de este. Los agentes políticos no se reducen a los Estados Unidos y Puerto Rico como administraciones gubernamentales, sino que actúan detrás de sus fachadas para preservar un orden jurídico que desde la codificación de las normas en occidente ha privilegiado a determinados sectores minoritarios de la población. Los agentes apátridas de la dirección del ámbito económico globalizado fulminan las decisiones que puedan tomar los representantes de la población ante sus pretensiones patrimoniales. Lo eminentemente político, de hecho, se despolitiza en varias instancias para reducirlo a la infértil discusión jurídica del derecho civil patrimonial.
Las medidas de austeridad no son otra cosa que acciones impuestas por una élite económica que domina desde atrás tanto entidades supraestatales como internacionales. Los rescates que se le impusieron a países del sur de Europa, con la violencia que conllevó para los servicios públicos y los derechos ciudadanos, fueron una muestra básica de cómo las decisiones políticas no radican exclusivamente en los Estados de derecho, sino en agentes exógenos a estos. En Puerto Rico pasará igual, pero no solo por su relación de subordinación con Estados Unidos, sino por su posición de extrema vulnerabilidad ante los agentes soberanos de los poderes financieros que hoy acechan de manera desesperada. Los Estados se quedan cada vez más pequeños, frágiles y vulnerables ante una red globalizada de comunicación financiera que encuentra en determinadas organizaciones y Estados representativos los acicates para preservar sus intereses patrimoniales sobre los intereses democráticos que puedan surgir en los confines de los Estados. Por tal razón, más necesaria se hacen reformas democráticas que posibiliten la mayor transparencia, información, participación y deliberación de aquella ciudadanía que es la directamente afectada por las decisiones que toman quienes están fuera del sistema legal, pero que siguen perteneciendo a este.
Entre menos participativa e informada sea una democracia, más vulnerable será ante poderes económics que ya no necesitan de la estabilidad de los trabajadores de la fábrica. Mientras menos oposición real exista en esa democracia, mientras menos rica en participación y en heterogeneidad, más terreno fértil encontrarán dichos poderes soberanos para ejercer dominación y control autoritario sobre la sociedad. Mientras más aislamiento, ensimismamiento y apatía hacia lo común se recreen y propicien, menos oportunidades tendremos como colectivo político de enfrentar, con las consecuencias que ello acarrearía, los embates de quienes no se tienen que enfrentar a comicios electorales para gobernar como dictadores.
La concepción de soberanía de Schmitt no es pertinente por su idoneidad como propuesta política para una democracia (quien escribe se encuentra en las antípodas de la concepción jurídico-política de Schmitt), sino por su actualidad y utilidad ante lo que ocurre a nivel tanto estatal como internacional con nuestros Estados. El Estado de derecho debería hacerle frente a estos poderes con la legitimación de una ciudadanía informada, no de lacayo o marioneta a jornal. La subyugación material que ejercen estos poderes soberanos, sin embargo, estrangulan estas posibilidades contrahegemónicas de una manera realmente espeluznante. No obstante, está en los sectores políticos de un país idear estrategias y tácticas políticas contrahegemónicas que combatan el estado de excepción que desde hace décadas viene ganando terreno dentro de nuestros ordenamientos jurídicos. Las constituciones liberales y proteccionistas no se han podido defender políticamente ante las decisiones de aquellos soberanos que las suspenden para salvaguardar un sistema legal (especialmente el ámbito civil patrimonial privado) que perpetúa la desigualdad económica y la inequidad social. La despolitización de las constituciones, más aún, es la catapulta de su sentido y utilidad como herramienta política. De nada valen preceptos constitucionales progresistas si son suspendidos para salvaguardar las decisiones e intereses de soberanos que no emergieron de la voluntad popular mayoritaria. De poco vale una constitución estatal cuando los poderes soberanos no residen en quienes quedan facultados por esta para ejercer la gobernación de un Estado.
En fin, identificar los poderes soberanos es un paso imprescindible para ubicarnos en la realidad política actual. Reflexionar sobre la vulnerabilidad de nuestro Estado es otra medida imperativa para conocer sobre nuestras debilidades y fortalezas políticas. Concebir nuevas alternativas de organización y de política, de resistencia y de contrahegemonía, debe ser una reflexión inmediata para enfrentar una materialidad que nos desborda como colectivo. Ante la imposición de soberanos que no fueron elegidos por el colectivo, que se esconden tras las fachadas estatales que les sirven de marionetas, si dentro de la legalidad no hay alternativas para salvaguardar las prioridades de subsistencia de servicios públicos, lo que corresponde es desobedecer y enfrentar las consecuencias de ello. El Estado no debe ser equiparado a un sistema jurídico, sino una institución política que canalice la voluntad ciudadana que le sirve de sentido en una democracia. Las decisiones que tome deben obedecer exclusivamente a esa ciudadanía, no a intereses exógenos a dicha voluntad mayoritaria ciudadana. ¿Acaso lo contrario no sería una dictadura?
- C. Schmitt, Teología política, Madrid, Ed. Trotta, 2009, p. 13. [↩]
- Id. [↩]
- Schmitt, op. cit., pp. 13-14. [↩]
- Id. [↩]
- Schmitt, op. cit., p. 17. [↩]
- Schmitt, op. cit., p. 18. [↩]
- Schmitt, op. cit., p. 19. [↩]
- Schmitt, op. cit., p. 20. [↩]
- Schmitt, op. cit., p. 22. [↩]
- Id. [↩]
- Id. [↩]
- Esta idea es la que Schmitt hace surgir de los trabajos El problema de la soberanía y la teoría del derecho internacional (Tübingen, 1920) y el Concepto sociológico y concepto jurídico de Estado (Tübingen, 1920), ambos de la autoría de Kelsen. [↩]
- Schmitt, op. cit., pp. 23-24. [↩]
- Schmitt, op. cit., pp. 24-25. [↩]
- Schmitt, op. cit., p. 26. [↩]
- Id. p. 31. [↩]
- Id. p. 32. [↩]
- Id. p. 33. [↩]
- G. Agamben, Estado de excepción. Homo sacer II, I, (trads. Flavia Costa e Ivana Costa), Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 2004, p. 77. [↩]
- Id. p. 75. [↩]
- Id. p. 105. [↩]
- Id. p. 106. [↩]
- N. Tacceta, Lo político en Agamben, Buenos Aires, Ed. Prometeo, 2011, p. 137. [↩]
- Agamben, Estado de excepción, p. 27. [↩]
- Id. [↩]
- Id. p. 26. [↩]
- Tacceta, op. cit., p. 138. [↩]
- J. Butler, Vida precaria. El poder del duelo y la violencia, Buenos Aires, Ed. Paidós, 2006, p. 80. [↩]
- Id. p. 97. [↩]