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La soberanía catalana: la norma legal como obstáculo a la Política

Luis A. Zambrana GonzálezLuis A. Zambrana González Publicado: 13 de octubre de 2017



(Este ensayo se escribió poco antes del Referéndum celebrado el primero de octubre en Cataluña. Por su amplia perspectiva histórica y su vigencia lo incluimos aquí para beneficio de nuestros lectores.)

 … el paradigma constitucionalista es siempre el de la “constitución mixta”, el de la mediación de la ley y en la desigualdad y, por lo tanto, un paradigma no democrático. En cambio, el paradigma del poder constituyente es el de una fuerza que irrumpe, quiebra, interrumpe, desquicia el equilibrio preexistente y toda continuidad posible. El poder constituyente está unido a la idea de democracia como poder absoluto. Así, pues, el de poder constituyente como fuerza impetuosa y expansiva es un concepto vinculado a la pre-constitución social de la totalidad democrática.
–Antonio Negri

Aparte del hecho de que en toda la historia de Cataluña nunca han salido multitudes a la calle para manifestarse en contra de la democracia, cuya defensa es un elemento constitutivo de nuestra identidad, resulta profundamente condenable el menosprecio de quien piensa que las normas que han de dirigir nuestras sociedades deben fijarlas una élite de juristas que se atribuyen el derecho a decidir por todos, basándose no tanto en lo que dice la letra de la Constitución, sino en la interpretación que ellos han ido estableciendo.
–Josep Fontana

Los diversos relatos que se han construido desde fuera y dentro de Cataluña sobre el llamado proceso soberanista son tan disímiles que evidencian una peligrosa y ya inevitable ausencia de acción comunicativa entre el Estado español y el Gobierno de Cataluña. Esta diferencia también se evidencia en los relatos que amplios sectores de la ciudadanía han adoptado y desarrollado para entender el fenómeno. En ambos casos se muestra desnuda una agónica desconexión en múltiples niveles que se alimenta de prejuicios históricos y de categorías superfluas para intentar negar la complejidad de un proceso social y político que rebasa la madurez democrática actual del Estado. Es en el marco de esta falta de comunicación racional que la administración del Gobierno de España, particularmente dirigida por el Partido Popular, ha decidido desde hace bastante tiempo utilizar exclusivamente la norma legal del Estado de derecho para excusar su incompetencia y falta de voluntad a la hora de hacer política. Es decir, ha instrumentalizado la ley para impedir que exista el más mínimo diálogo sobre un aspecto tan eminentemente político como lo es la relación entre el Estado español y Cataluña.

Esta utilización pervertida de la norma legal contra el proceso soberanista, que es en realidad un intento de proceso constituyente del que surgirá, según lo planteado, un Estado soberano catalán, ha tenido el resultado de escudar más la sinrazón del inmovilismo absoluto de la administración del Partido Popular, y de incrementar el grado de deslegitimación que un notable sector del pueblo catalán le ha atribuido a esta legalidad institucionalmente reaccionaria. Ya son aproximadamente cinco años de proceso soberanista que se han caracterizado por la utilización ordinaria de recursos legales para impedir cualquier tipo de acción política relativa a culminar el proceso constituyente de autodeterminación catalana. Recursos legales que son secuela de aquel presentado también por el Partido Popular para que se declararan inconstitucionales 187 artículos del Estatuto de Autonomía de Cataluña de 2006, el cual fue debidamente aprobado por las Cortes Generales del Estado y refrendado mayoritariamente por la ciudadanía de Cataluña el 18 de junio de 2006. Fruto de ello fue la declaración de catorce (14) de esos artículos inconstitucionales por parte del Tribunal Constitucional, lo que provocó un aluvión de manifestaciones críticas por parte de la ciudadanía y de varios partidos políticos.

No obstante, la utilización de la norma legal para suprimir un fenómeno cuya materialidad rebasa la capacidad de ésta para entenderlo y atenderlo, parece un intento desbocado de ocultar una realidad social y política sumamente prioritaria en la sociedad catalana. He ahí su carácter perverso y finalmente contraproducente. Según el más reciente informe del Centre d’Estudis d’Opinió de la Generalitat de Catalunya, un total del cuarenta y ocho (48) por ciento de las personas encuestadas están a favor de que se realice un referéndum de autodeterminación en Cataluña con o sin el aval del Gobierno español. De igual manera, un 23,4 por ciento contestó que está de acuerdo con la celebración de la consulta, pero sólo si es pactada con el Estado español. Sólo el 22,6 de las personas encuestadas estuvieron en contra de la celebración del referéndum en cualquiera de las circunstancias, mientras que un 4,5 por ciento contestó no saber responder, y 1,5 por ciento no contestó. Esto representa que el 71.4 por ciento de las personas en el estudio estuvieron de acuerdo en que se realice un referéndum sobre la independencia de Cataluña, hoy Comunidad Autónoma, mientras que sólo un 22,6 se posicionó en contra.

Asimismo, igualmente reveladores son los resultados sobre la pregunta de si Cataluña debe ser o no un Estado independiente. Según el mismo informe, el 41,1 de las personas encuestadas están a favor de una Cataluña independiente, mientras que el 49,4 está en contra. Interesantemente, un 7,8 por ciento contestó no saber, y un 1,7 no contestó la encuesta. Evidentemente, ese 7,8 por ciento acerca notablemente las dos opciones generales a las cuales hacía referencia el estudio. Con resultados como éstos, a pesar de tener menos porcentaje que en informes anteriores la opción independentista, el mensaje que se desprende es realmente contundente. En primer lugar, es indiscutible que una importante mayoría de la población catalana desea que se celebre un referéndum sobre la relación entre el Estado español y Cataluña. En segundo lugar, de este y estudios de años anteriores se desprende que el independentismo ha crecido a niveles realmente insospechados hace apenas diez años atrás, y que continúa con una fuerza que no debe obviarse y mucho menos despreciarse en política.

La institucionalidad como un fin en sí mismo

No obstante estas constantes estadísticas, y pese a los resultados de las más recientes elecciones autonómicas en Cataluña y de seis años de celebraciones multitudinarias de la Diada de l’Onze de Setembre (día nacional de Cataluña), los esfuerzos contestatarios por parte del Gobierno del Partido Popular, ahora apoyado en gran medida por Ciudadanos, siguen concentrándose en incrementar la utilización de las normas legales del Estado para impedir enfrentarse cara a cara a la pugna política que existe detrás de los juzgados y del Tribunal Constitucional. En definitiva, el discurso hegemónico que reina en la administración pública es el relativo a la concepción moderna de la política o, en otras palabras, a la peligrosa confusión entre estatalidad y acción política. El Estado de derecho, o la institucionalidad, funge como fin en sí mismo en tanto que el cumplimiento con sus normas representa la presunta acción política moderna. A partir de una concepción tan limitante y hasta cierto punto ingenua como esta, la contestación a cualquier planteo que se salga de esos límites herméticos normativos del Estado de derecho queda relegado a la periferia política, por no decir al desprecio más evidente.

Sin entrar a valorar el peso racional de los argumentos esgrimidos en contra y a favor de un proceso de autodeterminación como el brevemente descrito, quizá lo más preocupante son las concepciones de política que una y otra parte esgrimen para justificar sus posiciones enfrentadas. Es decir, el abismo conceptual que existe entre una y la otra. Como nos advirtió Arendt hace tanto, la política no surge de esencialismos homogeneizantes, sino de la diferencia y de la pluralidad, de la espontaneidad y de la contingencia. De forma prejuiciada se nos ha hecho entender, y hemos reproducido de manera acrítica en muchas instancias, que la acción política se identifica y se diluye en el Estado. El paradigma moderno adopta una visión constreñida de la política en la que sólo se es válido utilizar los fines y los medios del propio Estado para ejercerla. Este prejuicio nos lleva a pensar que política es todo aquello que haga funcionar, a modo de poder de policía, como caracteriza Rancière la concepción política moderna, la normalidad que regula el Estado. Precisamente por la preponderancia hegemónica actual de esta concepción es que es vital regresar y repasar el pensamiento arendtiano sobre la política.

Para Arendt, identificar el Estado con la política mediante el paradigma moderno es equivocarse desde el principio. Los fines y los medios estatales, de ordinario, se realizan mediante la coacción o violencia física, lo que equivale a descartar de plano la posibilidad de la política, entendida en sentido clásico. Donde exista la violencia física y la coacción no podrá existir la acción política. Si en gran medida los fines actuales del Estado moderno son incrementar la actividad económica, y con ello se afecta tanto la labor como el trabajo, que son aspectos de la condición humana prepolíticos, ya que se basan en la necesidad y en la violencia, diluir el concepto de política en esa burocracia estatal sería posicionarse en las antípodas del término. Un error similar ocurre cuando también se identifica política con gobierno, el cual se caracteriza por una jerarquía cuyo esquema operativo se basa en dinámicas de mando y obediencia, de quienes gobiernan y quienes son gobernados. Esta es la relación que, en un ejemplo de la propia autora, existía en la Grecia clásica entre el amo y el esclavo; dinámica que impedía el surgimiento de la acción y, por lo tanto, de la política entre estos. También se yerra cuando se vincula la política con la ley, que como ya advertía Walter Benjamin, surge de la violencia y la contiene mediante su existencia.

Mediante esta crítica, que hoy tiene una vigencia abrumadora, se pretende descodificar la confusión entre la política con su contraparte, es decir, con la concepción moderna de ésta. Si en el paradigma moderno se privilegia el comportamiento vinculado a la labor y al trabajo, en el paradigma clásico la política se vincula con la acción. Ésta no entendida como mero comportamiento, sino todo lo contrario, como aquel comportamiento que es incierto, espontáneo, libre y contingente. Mientras que los aspectos humanos de la labor y el trabajo obedecen a la necesidad tanto natural como pactada, así como a la violencia, la acción surge cuando hay ausencia de coacción y existe libertad. Es allí donde han finalizado las necesidades materiales y la coacción física donde podemos ubicar la acción que caracteriza la concepción clásica de la política.

Claro está, esta libertad no es meramente individual, sino una libertad materialmente comunal, grupal o social. Se es libre cuando no se está subyugado a las necesidades de la vida, ni al mando de otros y otras y viceversa. Quien ejerce la acción, por lo tanto, es el ciudadano y la ciudadana, el politées, cuyas capacidades se extienden a poder posicionarse en la esfera pública. Es aquella persona libre entre iguales, lo que remite a cierta concepción del ágora ateniense de la Grecia clásica, cuyo poder político posibilita la acción concertada entre pares, sin dominadores y dominados, sin violencia física, necesidades vitales o coacción de ningún tipo. Por lo tanto, la política se encuentra en el campo de la palabra, de la comunicación entre seres libres con capacidad para acordar y de actuar conjuntamente. Como se ve, esta concepción de la política rechaza férreamente el paradigma moderno que vincula la política a esquemas de sectores dominantes y sectores dominados, a la amenaza de castigo si se incumple la ley que se implantó mediante cierta violencia o coacción, así como a una burocracia cuyos fines y medios están dirigidos a dominar los aspectos prepolíticos de labor y de trabajo.

Acción, pluralidad y heterogeneidad

La acción es cónsona con la pluralidad y heterogeneidad que son precondiciones para que exista la política. Al consenso se llega luego de ser ciudadano y ciudadana mediante la utilización del lenguaje entre personas igualmente libres pero con diversidad de criterios y de perspectivas. La persuasión en la conversación que se realiza en la esfera pública es quien puede llegar a acordar cierto consenso entre seres humanos libres. No obstante, si en ese diálogo se insertan mecanismos de coerción o se intenta imponer una verdad sin ánimo de recibir refutaciones sobre ésta, entonces estaremos en un ámbito regido por la violencia y, por lo tanto, no por la acción, sino por el mero comportamiento. Para Arendt, precisamente por esto la política no es episteme, sino doxa, en términos clásicos. La verdad (episteme) no puede derrotar la opinión (doxa) en el quehacer de la acción política. La verdad que se impone trae consigo cierta violencia que excluye lo político de la dinámica y la acerca al ya desgastado paradigma moderno de política.

Cónsono a grandes rasgos con lo anterior, desde el republicanismo han surgido propuestas de democracia que se enmarcan en teorías de la justicia bajo el prisma de legitimación procedimental. La política es comunicación entre la pluralidad de personas diversas y con criterios diferentes, no así el carrusel de cumplimientos normativos que distinguen al mero comportamiento frente a la acción. La concepción de democracia deliberativa defendida, por ejemplo, por Habermas y seguidores y seguidoras, pretende continuar el rescate que emprendió Arendt sobre un concepto de política anclado críticamente en el pensamiento clásico en vez de diluirse en el moderno. El papel de la comunicación en la esfera pública, donde se crea la opinión que será clave para la legitimación de las normas entre los potenciales afectados por las mismas, es elemental para que exista no sólo la política, sino también una democracia deliberativa que pretenda legitimar justamente las normas que cree y aplique.

Para visualizar esta posibilidad es necesario haber trascendido aquello que Adorno y Horkheimer criticaron vehemente en la Dialéctica de la Ilustración: la razón instrumental, así como las concepciones de racionalidad sustantivas y objetivas. Esta tipo de razón, vinculada a la acción instrumental y al comportamiento automatizado e individual de la Modernidad, contrasta con la acción comunicativa que Habermas pretendió desarrollar y que luego sirvió como base para la ética del discurso que debe preponderar en la deliberación democrática. Al igual que Arendt, para Habermas la política se desarrolla mediante la comunicación, y para ello adoptó una teoría de la acción comunicativa que parte de cierta teoría de los actos de habla, especialmente en virtud de los trabajos de Searle y de Austin. Mediante locuciones (enunciaciones), ilocuciones (lucuciones más complejas que posibilitan los acuerdos y desacuerdos racionales) y perlocuciones (ilocuciones con fines estratégicos), cualquier persona hablante pretende inteligibilidad para lo que dice, verdad para lo que comunica, rectitud sobre su acto de habla y su contexto normativo, así como veracidad para dicho acto como expresión de su pensamiento.

Es a través de esta comunicación necesariamente intersubjetiva que se construye, entre otras cosas, la posibilidad de política y particularmente de una democracia deliberativa en la esfera pública, donde se es efectivamente ciudadanía. Bajo la teoría de la acción comunicativa y la ética del discurso la comunicación posibilita el entendimiento intersubjetivo, aunque no siempre se utilice para ello. La comunicación también se puede utilizar para engañar, para dominar, para coaccionar. Esta ya es una comunicación no dirigida al entendimiento entre las partes, sino a la estrategia para la consecución de un fin ulterior. La demagogia y la utilización profusa de falacias en nuestros discursos presuntamente políticos, por ejemplo, son muestra prístina de ello. Donde existe ese tipo de comunicación con fines estratégicos, que remite más a la violencia y a la coacción que al entendimiento entre partes en igual de condiciones, la pulcritud de los procedimientos desciende correlativamente respecto al grado de coacción y de violencia que sirven como medios.

Si realmente creemos que donde hay violencia y coacción no puede haber política, entonces la utilización de la comunicación estratégica es el principal aliciente para una concepción muy diferente a la de política, que perfectamente coincide con la confusión contemporánea entre ésta y estatalidad. Por el contrario, para que exista la política la acción comunicativa juega un papel fundamental en la creación de consensos y entendimientos o desacuerdos racionales entre participantes de un diálogo en igualdad de condiciones. Estos participantes deben estar dispuestos a cambiar de opinión cuando entiendan que existen argumentos racionales más pesados o fuertes que los sujos para sostener alguna posición. De esa comunicación es que pueden surgir acciones colectivas que se guíen por la racionalidad construida intersubjetivamente y no por alguna idea de razón tanto instrumental como objetiva.

Es evidente que los discursos que se creen en la opinión pública mediante la utilización de la comunicación con fines estratégicos tendrá un impacto mortal para el quehacer dialógico de la política. Más que diálogo o comunicación sería un entramado de monólogos donde las partes en realidad poco desean escuchar al otro o la otra, sino que utilizan el lenguaje, lo instrumentalizan con objetivos de dominación y de coacción. Mientras que las partes implicadas en determinado proceso no estén ávidas a escucharse libremente y considerar a los y las demás como pares, reinará la ausencia de política y se impedirán consensos necesarios para una calidad democrática mínima. El uso de ilocusiones para reprimir los argumentos de otro y otra no es más que el ejercicio violento de no considerarlo o considerarla como igual, sino como algo menos, como algo susceptible de ser instrumentalizado. Una concepción de la política en la que rija este tipo de ausencia de diálogo, y en la que impere la coacción, es responsable de mantener esquemas de dominio aunque se camufle de institucionalismo o de Estado de derecho.

Bajo este marco conceptual, la concepción de política que ostenta el poder institucional del Estado español respecto al proceso de autodeterminación catalana es realmente paupérrima. No han sido pocos los reclamos desde España para que un fenómeno como tal sea considerado justamente como político. No obstante, la respuesta reiterada del Gobierno central ha sido la de judicializar el presunto entendimiento y atención del proceso. Peor aún, en tiempos recientes la instrumentalización de la ley y de los procesos judiciales ha incrementado a grados insospechados en la democracia formal que existe en España apenas desde 1978. Requisición de urnas, querellas por prevaricación, querellas criminales por participación en las diversas etapas del proceso, inhabilitaciones de cargos, multas estratosféricas, prohibición de actividades meramente de opinión, allanamientos judiciales en prensa catalana, incautación de carteles propagandísticos, paralización de páginas web sobre el referéndum, entre tantas otras ocurrencias que se han instado en las instituciones para impedir una consulta unilateral de autodeterminación.

Ante estas acciones no se puede concluir que exista realmente ni un ánimo de crear las condiciones necesarias para un diálogo que propenda a la política entre partes iguales. Todo lo contrario, lo que significa esta utilización de la norma legal como escudo paralizador es la pretensión de ahogar la crisis más grande que ha tenido la democracia española en las salas de los juzgados y finalmente en las celdas de las prisiones. No hay política que valga cuando las partes no acuerdan que ésta no es igual al Estado ni se reduce a éste. Mucho menos es posible una política en la que se utiliza la violencia y la coacción estatal para reprimir y acallar un proceso eminentemente político, que evidentemente es imperfecto, como todo proceso humano, y que al parecer no pretende amilanarse ante las amenazas coercitivas de un Estado percibido como un freno hacia un proceso constituyente, con todo lo que ello implica.

El hecho antes concluido no puede borrarse con las falacias y simplismos de echarle las culpas y responsabilidades a la otra parte. La refutación del hecho anteriormente mencionado, es decir, que la concepción de política preponderante en esta crisis política es lo peor que manifiesta la antítesis de la política en términos clásicos, no puede ser la de atacar los errores cometidos por los agentes tanto individuales como colectivos dentro del proceso de autodeterminación catalana. Claro que habrá que volcar la vista hacia todos aquellos errores que se han cometido en el camino y hacer autocrítica para así estar en posición de construir sobre terreno más firme, pero ello no implica que el fenómeno más relevante en la relación entre el Estado y Cataluña se disipe hasta el punto de no examinarlo y tratarlo. Su trascendencia es elemental para una convivencia común más democrática y, por lo tanto, menos autoritaria. Mientras la idea hegemónica institucional sea la de que política es igual al Estado de derecho, estaremos dentro del binomio de gobernantes y gobernados, dentro de un espacio donde la coacción que representa la amenaza de sanción ante la frustración del cumplimiento de la norma es la dinámica regidora, y no así el diálogo y la comunicación con fines de entendimiento.

Esta visión lúgubre de la política no sólo afecta situaciones tan críticas como las que vive Cataluña y el Estado español en estos momentos, sino también a las dinámicas políticas que surjan con una espontaneidad y contingencia no refrendada por el Estado de derecho. Actualmente, el Estado no sólo embiste con sus dispositivos de coacción y violencia a lo que ocurre orgánicamente en el proceso soberanista catalán, sino que se extralimita y comienza a coartar las libertades civiles básicas de una democracia liberal como formalmente se adoptó en ese relato insuficiente que se plasmó en la idea de la Transición. Los derechos a la libertad de expresión, de asociación, de prensa y de pensamiento, que son derechos civiles consagrados en la Constitución de 1978, han recibido durante estas pasadas semanas unos ataques que desvelan las mentalidades autoritarias de quienes no reconocen la gravedad de la crisis política a la que abonan fuego. Ya dejó de ser un «problema catalán” (término nefasto que presupone autoridad y superioridad) para convertirse en un problema ciudadano y democrático del conjunto de españoles y españolas.

A más violencia estatal menos garantías democráticas

Mientras incrementa la violencia estatal y se reducen las garantías democráticas, algo que en otros países cuyos intereses sean otros ya los medios de comunicación mayoritarios los hubiesen denominado de otras maneras, el proceso va desvelando una narrativa de mártir que representa lo contraproducente de la coacción estatal burda en nuestra contemporaneidad. Mientras más coacción y violencia, más se podrán utilizar discursos de victimismo (con razón y sin razón) en una relación en la que el Estado español, por mucho, tiene todas las de ganar si se sigue posicionando como púgil. Antes de esa coacción ya insostenible, que podría llevar hasta la cárcel a más de 700 alcaldes de Cataluña, por ejemplo, y a no sé cuántos más funcionarios y voluntarios que colaboren con las actividades del proceso soberanista, la coacción en los relatos sobre el fenómeno fue un tanto más sutil, pero aun así bastante inefectiva. La falta de diálogo entre las partes, que en última instancia recae en la parte responsable del conjunto del Estado, representada por el Gobierno español, fue un aliciente para que incrementara la toma de riesgos de un notable conjunto de la ciudadanía a los que ya ese Gobierno, y desde hace mucho tiempo, no les satisface necesidades mínimas de convivencia.

Es increíble cómo en una comunidad autónoma de un Estado exista más de un setenta (70) porciento de personas que deseen celebrar un referéndum sobre la relación entre Cataluña y el Estado, y este último lo que haya hecho es reiteradamente ignorarlas, devaluarlas, menospreciarlas y ahora perseguirlas penalmente. Con acciones tales le dan toda la razón a quienes desde hace años expresaron que no había ninguna oportunidad de diálogo ante el Gobierno español si continuaba el bipartidismo en el poder. Es decir, que ya no había que buscar nada (en términos de diálogo y comprensión) en Madrid. Con estas acciones violentas el Estado confirma esa consumada desconexión que se percibe en generaciones de jóvenes que ya pasaron la página y desean genuinamente construir algo nuevo en lo cual se vean verdaderamente identificados. Esa juventud ha construido un relato muy diferente al que se les impone desde otras partes del Estado. La falta de diálogo, y por lo tanto la ausencia total de política, ha generado que hayan generaciones de ciudadanos y ciudadanas en Cataluña, tanto catalanes como no, que cada vez se sientan menos identificados con las prácticas y dinámicas autoritarias y contra-políticas de un Estado que con su presunto inmovilismo le ha echado fuego a la máquina del soberanismo.

En parte este escenario ocurre cuando la hegemonía cultural no es suficiente para dominar sin violencia física a determinados sectores de la población. Los discursos catalanófobos, que no desaparecen por la existencia de discursos “anti-españoles”, han impregnado desde hace mucho los dispositivos de poder y disciplina que el Estado ha utilizado para crear una pantalla ilusoria de lo que realmente ocurre en Cataluña internamente. Por algo se habla con razón de que lo que se comenta y entiende en Madrid (y otras partes del Estado) es muy diferente a lo que ocurre en Cataluña. Por supuesto, los medios de comunicación masivos, cuyos intereses patrimoniales van acordes con las políticas públicas del bipartidismo español y del modelo territorial pactado en la Constitución de 1978, han difundido un relato que cada vez más ha imposibilitado el mero entendimiento de la posición de muchos y muchas catalanas vinculadas al proceso de autodeterminación territorial. No obstante, estos prejuicios infundados han servido para desvelar prácticas con ínfulas imperiales de quienes todavía se creen que pueden dominar territorios como si fueran conquistas medievales. Entre más prejuicios y falta de diálogo, menos comprensión y por supuesto nada de política.

Afortunadamente hay voces muy relevantes tanto dentro como fuera de Cataluña que no sólo han advertido esto último, sino que lo han denunciado valientemente en un momento histórico de crispación anómala. El periodista Antonio Maestre, en el diario de prensa independiente y alternativa (afortunadamente hay cada vez más en España) lamarea.com, comenzó su breve relato sobre su visita a la celebración de la más reciente Diada de la siguiente manera:

El pensamiento ilusorio es uno de los mayores peligros a los que tiene que enfrentarse un periodista. Llegar a un lugar lleno de prejuicios y buscar los hechos que afloran múltiples en la realidad compleja para encajarlos en su relato predeterminado y así presentar un informe que se ajuste a lo que ya pensaba antes de mover las botas. Nadie está libre de ese pecado, del que hay que huir siempre que se pueda. Para ello hay que ser honestos con los hechos y capaces de cambiar las ideas preconcebidas.

No seré yo el primero que acuda a Barcelona desde Madrid buscando encontrar lo que el imaginario colectivo creado en los medios, por nosotros los periodistas, dice que está pasando con el independentismo. Sin embargo, desde mis postulados de izquierdas lo que esperaba ver dista mucho de lo que parece normal deducir. Mi visión de clase buscaba encontrar una movilización eminentemente burguesa, una teatralización festiva de una manifestación reivindicativa. Si bien es cierto que existen claves que así harían definir la Diada, sería una falacia decir que la mayoría de los que ayer asistieron pertenecen a esa clase de manifestante. No lo vi, no puedo afirmar lo que venía a confirmar. No es así.

La posición de incredulidad de Maestre es una precondición para la creación de un diálogo fértil donde la comunicación se pueda utilizar para el entendimiento, no para la dominación. Es una excepción, sin duda, pero al menos es una muestra de una excepcionalidad que puede incrementar para tender puentes de comunicación que hoy se encuentran tirados en el piso. Los prejuicios sobre lo que ocurre en Cataluña con el proceso soberanista llegan al grado tan absurdo de identificar la motivación principal del mismo con el deseo de la impunidad de ciertos políticos catalanes empañados por la corrupción, como es el grave caso de Jordi Pujol y familia. Cuando se construye un relato como ese, es de esperar que se concluya que racionalmente no hubo ningún tipo de comprensión sobre lo que materialmente ha ocurrido allí. El viejo prejuicio de que es la burguesía catalana la que quiere “romper España” para mantener sus cuentas en paraísos fiscales y no aportar tributariamente al resto del Estado no se corresponde con la realidad social y política que se vive en las calles de Cataluña. Sólo basta con acudir a las manifestaciones multitudinarias del proceso soberanista para darse cuenta de la pluralidad de todo tipo que existe entre los y las asistentes. No es casualidad que los principales partidos de centro izquierda y de izquierda en Cataluña aboguen por la celebración de un referéndum de autodeterminación, y algunos abiertamente, como Esquerra Republicana de Catalunya y las CUP por la independencia del territorio.

Sólo resta esperar el choque entre el supuesto inmovilismo coercitivo del Estado y la voluntad persistente de un amplio sector del pueblo catalán, no sólo de sus representantes en el Parlament. Mientras el Estado hace todo lo posible mediante la fuerza para impedir el referéndum pactado por el Parlament para el primero de octubre próximo, la resistencia y la voluntad del sector soberanista y constituyente de Cataluña seguirán teniendo pruebas que midan su fortaleza. En democracias más maduras hubiesen pactado desde hace algún tiempo la celebración definitiva de una consulta ciudadana sobre la relación entre un territorio y el Estado. Esto fue lo que ocurrió recientemente en Escocia y lo que también pasó en Quebec. Visualizar esta posibilidad es hacer política de un asunto que es político, no jurídico. Utilizar el Derecho o la norma legal para impedir la existencia de la política como comunicación entre partes en igual de condiciones es pervertir el discurso jurídico. La democracia no se impone a golpe y porrazo, ni tampoco mediante amenazas coercitivas, sino con diálogo sincero que tenga un fin de entendimiento para poder crear así un consenso. No obstante, lo primero que habría que hacer es reconocer que es legítimo que el otro y la otra no piensen como “yo”, sin barandillas, y eso en este caso está muy lejos de ser una posibilidad a corto plazo.
* A. Negri, El poder constituyente, Traficantes de Sueños, 2015, p. 39.
** J Fontana, La formació d´una identitat. Una història de Catalunya, Eumo Editorial, 2014, p. 243. La versión original del catalán es: “A banda del fet que en tota la història de Catalunya mai no han sortit multituds al carrer per manifestar-se contra la democràcia, la defensa de la qual és un element constitutiu de la nostra identitat, resulta profundament condemnable el menyspreu de qui pensa que las normas que han de guiar les nostres societats ha de fixar-las una elit de juristes que s´atribueixen el dret a decidir per tots, basant-se no tant en el que diu la lletra de la Constitució, sinó en la intepretació que ells han anat establint.”.

Referencias generales:

  1. Arendt, ¿Qué es la Política?, Paidós, 1997.
  2. Arendt, The Human Condition, The University of Chicago Press, 1998.
  3. Arendt, Crisis of the Republic, Mariner Books, 1972.
  4. Habermas, Teoría de la acción comunicativa, Editorial Trotta, 2010.
  5. Habermas, Facticidad y Validez, Editorial Trotta, 1998.
  6. Rancière, El desacuerdo. Política y filosofía, Nueva Visión, 1996.
  7. Benhabib, The Reluctant Modernism of Hannah Arendt, Rowman & Littlefeld Publishers, 2003.
  8. Adorno & M. Horkheimer, Dialéctica de la Ilustración, Akal, 2007.
  9. Benjamin, Para una crítica de la violencia y otros ensayos, Taurus, 1999.
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Luis A. Zambrana González
Autores

Luis A. Zambrana González

Doctor en Derecho por la Universitat Pompeu Fabra. Estudió las carreras de filosofía, historia y derecho en la Universidad de Puerto Rico, en la Universitat de Barcelona y en el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO). Es Editor-Jefe de la Revista Puertorriqueña de Ciencias Penales, Asesor Legal de la Sociedad para Asistencia Legal de Puerto Rico y cofundador del Observatorio Jurídico Post Scriptum. Sus áreas de investigación son el Derecho penal, la Política criminal y la Filosofía política.

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