La Universidad feudal … y la futura
No hay en ello nada inherentemente bueno ni malo —es donde está la educación superior en el mundo— si no fuera porque estos debates no se producen abierta y menos fraternalmente. Cuando se discute, dentro y fuera de la institución, se discuten las formas, las estructuras, lo coyuntural, en lugar de centrarnos en los contenidos, la visión de mundo, lo estratégico. O peor todavía, debatimos a lo “sucusumucu,” en los pasillos y corredores, las más de las veces con el cuchillo entre los dientes.
Y en última instancia, y sobre todo en torno a las consultas, recurrimos a campañas de personalismos, las más de las veces negativas, en lugar de discutir sobre los modelos de universidad reflejados en la trayectoria y el discurso de los candidatas. Últimamente se confunden las consultas con campañas electorales, como hizo El Nuevo Día en torno al reciente diferendo en el Recinto de Río Piedras sobre la cantidad de candidatos a considerarse. En la consulta para la presidencia, se llegó hasta la contratación de los servicios de uno o varias relacionistas públicos.
Tuvimos recientemente el ejemplo patético de estas campañas fraticidas y destructivas en los argumentos de dos sendos catedráticos en un programa de radio. Abonaban el terreno para el fusilamiento subterráneo de uno de los candidatas a la rectoría que se quedó en el camino, en parte por esa misma razón. No recuerdo cuál de estos dos paradigmas de académicos ilustres se sacó de la manga la brillante idea de que hay algo así como tres tipos de profesores: 1) los que se pasan en programas de radio (excluyendo el susodicho, por supuesto) y no hacen mucho más, 2) los que trabajan o han trabajado para el gobierno y se deben a los partidos políticos, y 3) los académicos “puros” (como ellos, por supuesto) que sólo se dedican a la investigación y a la docencia y defienden la “verdadera” universidad.
¡Por favor! ¿Y quieren colar esta caricatura como pensamiento académico? A mí, francamente, me recuerdan la entrevista de John Reed a Francisco “Pancho” Villa en el clásico México insurgente. Según Reed, Villa —un terrateniente algo elemental— le dijo: “El mundo está dividido en dos: nosotros y los hijos de la gran puta,” seguido de algunas simpáticas precisiones. Conmigo o con el diablo, no hay otra … Si esto no es el regreso a lo que he denominado el “Antiguo Régimen” de la doctora Ana Guadalupe, díganme qué lo es.
La Universidad feudal
Hace muchos años –no menos de una década y tal vez un lustro adicional– he tenido “entre pecho y espalda” un ensayo satirizando a la UPR como una universidad “feudal.” Todas las universidades —sobre todo las más antiguas y en especial las del estado y “nacionales” (que no siempre son lo mismo)— son, por supuesto, de origen feudal en el sentido de haber nacido en la llamada Baja Edad Media en la premodernidad occidental. Tan es así que la mayoría muestra los resabios de los seminarios para la formación de los religiosos, esos profesionales “orgánicos” (al decir de Antonio Gramsci) de la modernidad eurocéntrica.
Pero la universidad es “feudal,” además, porque refleja las jerarquías y los rituales de la sociedad que las produjo y a la que servían: el estado-nación moderno, primero monárquico-absolutista y luego democrático-burgués. De ahí que podamos compararla con una monarquía aristocrática en la cual la Junta de Gobierno (o de Síndicos, o de lo que sea) elige y dirige a los presidentes como en la monarquía los “consejos de la regencia” aconsejaban a los reyes y en ocasiones hasta los elegían.
Así, los rectoras y rectores son una especie de duquesas y duques pues el rey necesita que los ratifique “la regencia,” así como los duques necesitan el visto bueno de ésta y del monarca para nombrar a sus marqueses y marquesas, mejor dicho, decanos. La aristocracia universitaria tiene cierta autonomía, sí, para que las decanos nominen y los rectoras nombren a los condes y condesas, o directores, de las docenas de condados, o departamentos. Ello combinado con los marquesas y condes extraterritoriales, es decir, los decanos “sin facultad” de asuntos académicos, estudios graduados e investigación, de asuntos estudiantiles y administración, y sus respectivos directoras.
En esa exquisita jerarquía, presuntamente meritocracia de la sabiduría, el personal docente somos una especie de “hijosdalgo,” arcaísmo de donde viene el mote del Ingenioso Hidalgo. Dicha “hidalguía” (a menudo comprada, así como los títulos de nobleza) daba derecho al emblemático Don o Doña, a nosotros Profesor (o “Doctor,” pues ahora nos exigen tan enjundioso título para transmitir hasta los más sencillos y bancarios saberes). Los hidalgos profesoras, sin embargo, tenemos nuestras jerarquías, desde humildes contratados hasta flamantes catedráticos. Estos últimas, por lo general, son los que pueden aspirar a ascender a la aristocracia.
¿Y quiénes son los plebeyos en ese escenario? Pues quien más que los estudiantes y los empleados no docentes. Los estudiantes son una mezcla de siervos de la gleba, “propiedad” de la aristocracia, a la vez que candidatos a la hidalguía y la aristocracia social y académica, sobre todo si provienen de ella. Se bromea sobre (y se resienten) “dinastías” universitarias que inscriben a los hijos en el sistema de retiro de la UPR antes que en el Registro Demográfico. Los empleados son una mezcla también, entre siervos de la gleba y artesanos y aprendices. Tienen también —como la aristocracia— sus “dinastías” privilegiadas por los estudios de sus hijos, amistades y relaciones en general.
Todo lo cual se refleja —en todo su esplendor medieval de togas y birretes— en los desfiles académicos y el ritual de las graduaciones. Primero desfilan los estudiantes, hasta hace unos años a los acordes de la marcha triunfal de la ópera Aida, utilizada todavía en graduaciones escolares de todo tipo. Después viene el desfile aristocrático de instructores, catedráticos auxiliares y asociados, en ese orden, y catedráticos (profesores titulares en el resto de Hispanoamérica). A estos les sigue el Senado Académico, los decanos (de diversas categorías), la Junta de Gobierno, el rector o la rectora y el presidente.
La Universidad contemporánea
Esa universidad feudal, sin embargo, ha tenido que hacer durante más de un siglo concesiones a la modernidad democrático-burguesa. La secularización de las universidades en la democracia oligárquica del Siglo XIX, primero, y luego los movimientos estudiantiles y sociales del capitalismo avanzado y de la revolución cultural nos han colocado —como dije en la primera línea de este escrito— ante una ante una universidad que es a un tiempo atávica y contemporánea. Esta “democratización” de las universidades ha sido, por cierto, muy desigual.
Un primer contraste es entre las universidades más antiguas en Europa y Estados Unidos y las universidades del estado (o de los estados, en Estados Unidos). Las primeras mantienen una estructura más “feudal” (es decir, altamente jerarquizada y autoritaria) mientras que las segundas han observado una gran diversidad de procesos de “democratización” desde una participación de “los pares” en los procesos de reclutamiento, evaluación, permanencia y ascenso de los docentes –pasando por procesos más participativos de “gobernanza— hasta el reconocimiento de los derechos de organización sindical y negociación colectiva. En honor a la verdad, aún las más conservadoras (de la Ivy League estadounidense, por ejemplo) han establecido al menos procesos de reclutamiento, evaluación, permanencia y ascenso con el mayor peso de “los pares” de los docentes.
En América Latina, sin embargo, la “reforma universitaria” transformó radicalmente la relación entre las universidades del estado y los gobiernos a partir de los movimientos “populistas» del segundo cuarto del Siglo XX. Todo comenzó con el “Manifiesto de Córdova” de los estudiantes argentinos en 1918. Según avanzaron dichos movimientos populistas, e instaurándose diversos grados de democracia de masas, se fueron conquistando las autonomías, notables en casos como la propia Argentina, México y Venezuela y reducidas en otros países.
A Puerto Rico todo eso llegó tarde, pero con venganza … Universidad colonial y tardía, sufrimos de una institución que creció al calor de un régimen colonial y eminentemente azucarero hasta la década de los 1930s. Así, la reforma de 1942 abrió paso a la reforma “modernizadora”, inspirada en el proyecto populista antillano de Don Luis Muñon Marín y el Partido Popular Democrático (PPD). Ello dio paso a la Universidad moderna y eventualmente universalista (léase occidentalista) normada por el liderato aristocrático de Don Jaime Benítez pero también a los movimientos de nacionalismo cultural y político simbolizados por la hispanofilia y el Departamento de Estudios Hispánicos, no menos aristocráticos, por cierto.
Todo ello culminó en las confrontaciones de la huelga de 1948, por el proyecto de una universidad nacional y nacionalista, inspirada por Don Pedro Albizu Campos. A ello siguieron la fundación de la Federación Universitaria Pro Independencia (FUPI) en 1956, del Movimiento Pro Independencia de Puerto Rico (MPI) en 1959 y la Revolución Anticolonial en el mundo en 1960. Mientras tanto, se abrieron las fisuras en el propio proyecto populista con la creación de un Instituto de Cultura Puertorriqueña en 1955, bajo el liderato de Don Ricardo Alegría, el fiasco del Proyecto Fernós-Murray en 1959, y el surgimiento del “Grupo de los 22,” incluyendo a la propia hija de Muñoz Marín, en la década de los años 60.
Todas estas fuerzas convergieron en la reforma universitaria y Ley de 1966. La ley reestableció los consejos de estudiantes (eliminados por Benítez después de la huelga), creó el Senado Académico (luego con participación estudiantil) y las Asambleas de Facultad, y amplió los procesos de “democratización” en general, así como la ilusión de “autonomía universitaria” bajo la que todavía operamos.
La Universidad del Siglo XXI: ¿Hacia dónde?
Antes que nada, no quepa duda de que la Universidad del futuro deberá depender menos del estado, sea esta “pública” o “privada.” Sobre todo en Estados Unidos, las becas para veteranos, primero, y luego las Becas “Pell” y los préstamos garantizados por los gobiernos fomentaron la masificación de la educación superior. La dependencia en algún tipo (o varios) de estos subsidios —así como las diversas acreditaciones regionales y profesionales— tendió a reducir la diferencia entre instituciones “públicas” y “privadas.”
Las universidades de las elites de la Ivy League y las Big Ten, por supuesto, han mantenido una mayor autonomía relativa debido a cuantiosos fondos dotales producto de la lealtad de dichas elites con sus alma mater, sobre todo con los colleges o instituciones de sus bachilleratos (licenciaturas en Hispanoamérica). Dichos fondos dotales (endowment funds) hacen que cualquier universidad que los acumule sea a la vez beneficiaria y a veces inversionista importante en el sistema capitalista vigente. Aun así, aquellas con una agenda importante de investigación en las ciencias presuntamente “exactas” y en la tecnología (que son casi todas, si no todas) dependen también de los “potes” de instituciones como la National Science Foundation (NSF) y la National Institute of Health (NIH), entre otras.
De manera que, aún las instituciones con mayor autonomía relativa se ven obligadas a participar de esta competencia por los “fondos externos” y a privilegiar a los investigadoras que los gestionan. Y ahí radica uno de los mayores problemas con esta cultura de los “fondos externos.” Si bien, como ya señalé, aquellas universidades con una agenda importante de investigación no pueden evitar entrar en dicha cultura, todas corren el peligro de que la misma termine dominando la agenda de investigación y, posiblemente, la institución misma.
En segundo lugar, la aproximación neoliberal a la educación superior ha ido minusvalorando las humanidades y las ciencias humanas como disciplinas “poco útiles.” Del mismo modo, se han ido cuestionando los valores de la democracia liberal así como su práctica en la gobernanza de las instituciones universitarias. Los valores de la efectividad “medible” de la educación simbolizados, por ejemplo, en el “avalúo (asssesment) del aprendizaje amenazan las mejores tradiciones de la “educación liberal” y, más recientemente, del pensamiento crítico.
Todas estas tendencias encontraron sus extremos en el Antiguo Régimen de la doctora Guadalupe, primero como rectora interina y después como rectora impuesta, ya que nunca contó con el aval de la comunidad y sus cuerpos representativos. Amenazantes a la vez que patéticos, los extremos del Antiguo Régimen se vieron, sólo por señalar su aspecto más notorio, en la coexistencia del discurso de la excelencia con la práctica de la mediocridad.
¿Por qué? Porque en una institución de educación superior, la exigencia de incondicionalidad que le impuso la doctora Guadalupe a sus decanos y subordinados sólo puede generar prácticas mediocres. Como ha demostrado lo mejor de las universidades —desde Fray Luis de León, pasando por Galileo y Copérnico, hasta Einstein y sus contemporáneos, entre muchos otros— la incondicionalidad le resulta repugnante al genio creador.
La universidad del futuro debe enfrentar, sí, los retos de un financiamiento incierto y traicionero, pero no debe de caer ceder ante el becerro dorado de los “fondos externos.” La universidad del futuro debe educar en la democracia con una gobernanza verdaderamente participativa que supere el autoritarismo inherente a la universidad feudal. La universidad del futuro debe, sí, exigir la excelencia, mas proveyendo el ambiente de trabajo y las facilidades que propendan a la excelencia.
Le haría un flaquísimo favor a la complejidad si hubiera pretendido reducir a un par de cuartillas las alternativas de la coyuntura actual de la Universidad y del país. Solamente intenté presentar los “titulares” que tal vez les motiven a reflexionar sobre ellas cuando se discutan. Los debates asordinados del presente nos plantean —en los extremos— la alternativa de esa universidad occidental neoliberal que surge del nuevo capitalismo salvaje o la de una universidad decolonial que trascienda el paradigma eurocéntrico, desde el positivismo científico y filosófico hasta el capitalismo consumista y la pseudodemocracia representativa.
Como lo presentó el semiólogo argentino Walter Mignolo en una actividad en San Juan que pasó casi desapercibida, estamos en las luchas por la desoccidentalización desde hace más de tres décadas y por la decolonialidad desde hace más de dos. No podemos sino resistir el desmantelamiento de las tradiciones de pensamiento independiente cultivadas por las universidades feudal y contemporánea. Debemos combatir al servicio de una educación superior que en el siglo XXI trascienda la visión de mundo occidental y patriarcal.