La voz profética de Los Aldeanos
I. Un hombre y un cartel
Un hombre se levanta temprano y al abrir su negocio coloca diligentemente un cartel en el escaparate. No lo piensa, ni se detiene a mirarlo. Probablemente olvidó lo que dice. No importa, sabe que no viene a cuento. Se trata sólo de un paso mínimo y ligero en la coreografía con la que comienza el día. Para nosotros el cartel dice: «¡Trabajadores del mundo, uníos!»; para él afirma, «ven, colaboro.» Sus clientes, como él, no lo leerán; seguramente ya ni lo ven. Es tan ubicuo que es imposible prestarle atención. Además, todos saben que el cartel miente. Sólo el guardia que pasa a diario, entrenado en buscar en el mundo ciertos detalles, o el hombre de partido de a pie, a quien pudiéramos atribuirle cierto grado de convicción ideológica; notarían su pequeña ausencia. Sólo ellos, sin ningún otro motivo, dudarían de la lealtad de quien haya podido olvidar su cartel.
La historia del hombre del cartel y de las razones que lo llevaban a colocarlo aparecen en el famoso ensayo «The power of the powerless» del escritor y primer Presidente de la República Checa, Václav Havel. En este ensayo que circuló clandestinamente en 1979 y que le costara al autor su libertad antes de la llamada Velvet Revolution y su ascenso a la presidencia, Havel explora los mecanismos que sostuvieron al régimen comunista en la antigua Checoslovaquia previo a la disolución del bloque soviético. Tras leerlo por primera vez en la escuela graduada, aún relativamente frescos los acontecimientos que examinaba, he vuelto a este texto de cuando en vez buscando consuelo. La caída del bloque soviético es, probablemente, uno de los mejores casos de estudio contemporáneos sobre la pérdida de hegemonía.
Con Havel repaso la hipótesis de que más allá de todas las formas conocidas de coerción, lo que parece ser obediencia voluntaria no implica resuelta adhesión. El examen que hace Havel del hombre del cartel que obedece sin convicción alguna me advierte siempre de la posibilidad de que sobreviva en cada uno de nosotros un reducto inasible de desafección ante cualquier forma de convivencia política. A través de la historia del verdulero de Havel miro con otros ojos lo que a primera vista me parece, en mí y en otros, cómoda e irremontable complacencia. “The power of the powerless” me recuerda que “todo lo sólido se desvanece en el aire” y que la vida social es como esas inmensas praderas de hielo que se liquifican sin que lo percibamos, burlando en un momento su aparente e inmutable solidez. En estos días conviene recordarlo: debajo de las cotidianidades más ensayadas pueden hallarse los espacios para una insólita primavera.
En Puerto Rico no es infrecuente que alguien pregunte si el mismo gobernador cree en las estrategias que implementa. En la pregunta está implícita una de las observaciones de Havel. La obediencia a un régimen, las cotidianas colaboraciones que lo mantienen vivo y a todos atados a él, ni parten ni pasan necesariamente por la convicción o los afectos de los subordinados. Dudamos que requieran el convencimiento de los que mandan. Todo orden, sin embargo, debe tener presente el día en que su historia oficial ronde sola la ciudad sin encontrar morada, el día en que reniegen de ella aun las instituciones llamadas a albergarla. Llegado ese momento, la falta de historias compartidas requerirá del régimen la proliferación de las macanas y la densificación de las redes de vigilancia. A medida cunda el desgano y la impaciencia, los pobres policías que seguirán recibiendo órdenes tendrán más razones para perder la mesura y las sanas formas. El final de la hegemonía se parece a esas inmensas praderas de hielo que en medio del impoluto silencio invernal se desploman con mucho, mucho ruido.
Ausente la pretensión de verdad (o la aspiración a la justicia) en la sociedad en la que se participa, se produce, no obstante, un gran desamparo. Declaramos las ideas, con toda razón, motores impotentes de la historia. Perdida toda convicción, pero actuando aun conforme a su marca indeleble, nos convencemos que la vida en sociedad no precisa convencernos si de nada estamos convencidos. Como un matrimonio triste, nos vamos a la cama sin tener ni creer en el amor. Juzgamos y nos juzgamos sin llegar a la disidencia, modulando nuestra desafección. No nos damos el lujo de estar en contra si esto nos obliga a estar a favor de que cambie, al menos, lo que criticamos. Renegociamos la colaboración y la obediencia sin acercarnos a la rebeldía. Como el verdulero, ponemos nuestro cartel.
En ese estado es muy difícil prever cómo ha de producirse un quiebre en nuestra historia. Con las razones en huelga de brazos caídos, con la vida que continúa a toda prisa, con el corazón apesadumbrado y desprevenido, no aparece por ningún lado las herramientas para construirnos un final, al menos un hiato pequeñito que nos permita marcar en el calendario el día en el que percibimos que la pradera ha comenzado a derretirse.
II. La aldea y su canción
«Los Aldeanos», el grupo de rap cubano compuesto por Aldo R. Rodríguez, «El Aldeano» y Bian O. Rodríguez, «El B», parece ser una pequeña marca en el calendario de la vecina isla. Hace siete años hacen rap en Cuba, en sí mismo un fenómeno digno de estudiar con mayor detalle. Sin apoyo de la oficialista Oficina Cubana del Rap, han producido y distribuido veinte discos y parecen ganar, minuto a minuto, una creciente difusión internacional. Son parte del underground cultural de quienes han constituido el underground político de America Latina por más de medio siglo.
El documental sobre su trabajo musical titulado Revolution y dirigido por Mayckell Pedrero acaba de ganar este año los premios al Mejor Documental, Mejor Director y Mejor Edición en la muestra de Cine Joven de la Habana realizada por el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematograficos, ICAIC. Revolution recibió, además, el Premio de la Asociación de Prensa Cinematográfica y el de la Facultad de las Artes de los Medios de Comunicación Audiovisual del Instituto Superior de Arte, ISA. Estos premios, más la invitación que le extendiera Pablo Milanés a compartir el escenario en la Tarima Anti-Imperialista durante su más reciente presentación allí, indican el reconocimiento que parte de la institucionalidad cubana le hace a este dúo de jóvenes que llevan tatuados en sus antebrazos el lema «El rap es guerra». El calor del público parece indiscutible. En un concierto realizado el pasado 23 de abril para celebrar los siete años de trayectoria vendieron las módicas taquillas en apenas dos horas de comenzada su distribución y sin haber pautado difusión alguna en los medios.
Los Aldeanos explican que los motiva un sentimiento que ellos consideran generalizado en Cuba: «…los demás países», dicen, «tienen un futuro, nosotros ya lo hemos pasado…». Para Los Aldeanos, la clase política cubana «se niega a ver que lo que está pasando ahora con [ellos] es muy similar a lo que pasó…hace 50 años». De hecho, llueve en su música las referencias a un clima moral en Cuba que nos recuerda otras épocas y otros emplazamientos. La denuncia a la prostitución, la corrupción y aun a la violencia urbana (!) constituye un leitmotiv en sus letras. Las preocupaciones de Los Aldeanos tienen un dejo de dejà vu. «La única diferencia» dicen, [es] «que ellos hicieron una revolución armada…nosotros lo estamos haciendo con música». Y ahora, añaden, «el arma que más se teme es la cultura».
III. La nostalgia del porvenir
Concientes de la denuncia política que entablan sus canciones, reinvindican para sí sencillamente lo que denominan libertad de criterios y de expresión. Su esfera de ambición y desarrollo es el arte, por engagé que éste sea. El Che, a quien Pedrero cita al comienzo de su documental (el cual cierra con otra cita de Martí) vería en estos hombres de aldea buenos seguidores de su teoría de los incentivos morales. Cantan y componen sin aparentar otro interés que el ser escuchados. «Yo no quiero un Grammy», dicen en su canción «Contrarevolucionario». Ni persiguen un Grammy ni se han lucrado, hasta el momento, de su trabajo.
La música de Los Aldeanos ha estado disponible y libre de costos por Internet, sin que ellos tuviesen computadora o supieran como colocarla en la web. Recientemente han comenzado a distribuirla a través de tiendas cibernéticas como I Tunes, pero esto, aclaran, sólo para los que estén en posición de adquirirla y quieran colaborar con su proyecto. Como el Che, Los Aldeanos, transmiten la intención de ser unos «místicos duros» que regatean con su público el encore con tal que luego desalojen amablemente la sala.
No reniegan tampoco de otros temas ni de otros símbolos de la Revolución Cubana. A su último concierto llegaron arropados en la bandera cubana que se repetía en el escenario. En el trabajo de Los Aldeanos, la Revolución Cubana, el más importante producto cubano de exportación en el último medio siglo, reaparece transformada por el ritmo, el lenguaje y la estética del underground. Al pelo largo del Che y Camilo, le han sucedido las melenas rasta o el pelo cortado al ras. A las barbas enmarañadas de la Sierra, the 5′ o clock shadow urbano; a las chamarras militares, los torsos desnudos como muros cubiertos por graffiti; a las gorras militares, las bandanas; y a la mirada en el horizonte del Che que inmortalizara Korda, la mirada desafiante enmarcada por gafas a lo Héctor Lavoe.
La nueva estética parece contener la nostalgia por la vieja moral revolucionaria. Los Aldeanos hablan constantemente de traición: al amigo, a uno mismo, a lo que se dice y no se practica, a «la idea bonita que le han construido». A primera vista, la estética urbana no parece implicar una profunda transformación semántica del vocabulario clave, aunque teóricos del arte como Thomas McEvilly argumentan que todo cambio de contexto y de estilo es también cambio de contenido. La única definición, por ejemplo, que da de sí mismo Aldo, El Aldeano, es ser «revolucionario». Lo que proponen, añade El B, es «cambiar todo lo que debe ser cambiado» en su aldea. Precisamente, porque insisten en su identidad como revolucionarios sienten la obligación de aclarar en presentaciones públicas y comunicados de prensa no estar «a sueldo de ningún imperio» ni formar parte de ningún grupo de disidentes. Cantan que vienen de un país con una tradición de lucha y de defensa de su soberanía. Por ello resienten que para los europeos Cuba sea de nuevo la tierra de los «Mangos bajitos».
O sea los que vienen a regalar dinerito
Que esto es la tierra de los mangos bajitos
No vienes a Cuba porque es un país bonito
Que esto es la tierra de los mangos bajitos
Hermano hiuma
Con ese olor a nuevo deslumbrante
Con sus cámaras modernas y sus mochilas gigantes
Paseando La Habana en coche
Pasando la noche en bares
Pagando el sexo cubano
Con sobras y enfermedades
Invaden nuestra ciudad como si fiesta de ustedes fuera
Recibiendo su pacotilla y sus canillas blancas llena vena
Que pena que sin mulatas no vienen ni a pescar, ni a jugar hockey
Pero si nos respetáramos y fuéramos distintos
Se iban a acostar con las palomas en la Plaza San Francisco
Y aquí se les trata como a dioses del Olimpo
Así Cuba no, hasta el infierno es lindo.
Las canciones de Los Aldeanos atestiguan que éstos no se sienten ajenos a la sociedad cubana y que identifican el underground con una especie de «sentimiento» y no sólo con la marginalidad que produce la censura del estado y la inexistencia de otros canales de distribución legal. Hablan libremente de los riesgos que perciben y de los precios que pagan por su trabajo. A pesar de lo caústica que es su crítica afirman que ellos no odian nada, sólo aman otras cosas. Hablan de lo que hablan porque dicen no conocer ninguna otra realidad y hablar de la felicidad sería un descaro, según El Aldeano. «No conocemos otras mentiras» que no sean las que denuncian, dice El B. Desmienten igualmente a quienes los acusan de falta de patriotismo. Para El B, la patria es sentir los problemas de la gente como propios y de esos problemas han construido una letanía musical con dolor, sabor, humor e indiscutible cubanía.
El estado cubano es frecuentemente el interlocutor imaginado en sus canciones, aunque no es el único. Por ejemplo, como respuesta a la campaña internacional que realiza el gobierno de Cuba a favor de los Cinco Héroes Cubanos ―condenados en los Estados Unidos por su labor de inteligencia entre los grupos armados de la derecha cubana en el exilio― Los Aldeanos proponen simplemente ampliar la categoría. Héroes son también los compatriotas que se las arreglan para vivir en difíciles circunstancias.
Héroes los que cogen a diario en una ciudad sin sombra
Más camellos que Aladino cuando no tenía alfombra
Héroes en «Mesa Redonda», sólo en la del Rey Arturo
Porque en otras posiciones es fácil hacerse el duro
Héroes son los de batallas, con arma, sangre y acciones,
¿Héroes nosotros? ¡Qué va!
Héroes los once millones.
A diferencia de las generaciones previas, Los Aldeanos juzgan el régimen y la sociedad cubana desde las promesas hechas. Su denuncia es también una importante ratificación de los sueños que por traicionados no dejan de ser compartidos. Para Los Aldeanos no se trata de construir el hombre nuevo sino de preguntar que pasó con él. Su talante crítico es mas bien el del profeta. Hablan a un pueblo que ha creído y ha perdido el rumbo. Y como el profeta, saben como hacerlo. Para Los Aldeanos huelga la pregunta que con tanta angustia reiteran nuestras izquierdas: están seguros de tener una comunicación diáfana con sus paisanos. Su utopía es el llegar al fin a una mejor versión de la tierra que les fue prometida.
¿Qué bolá? ¿Cómo te sientes tú?
Ya no se nos va el gas, tampoco quitan la luz
El transporte mejoró, los salarios subieron
Los precios bajaron y al rap lo promovieron
Las leyes nos favorecen, cesan las necesidades
Nuestras formas de pensar nadie las invade
Los negros en los hoteles pueden ir a los cócteles
Y cuando dices la verdad ya nadie nos muele
Los cubanos no se quedan en el extranjero
Sin robar ya se puede tener lo que queremos
La moneda nacional está por encima del euro
Y no sólo los hijos de los pinchos
Pueden ver el «cartoon network»
La gente no discute, no se mata,
Ya no hay colas y cuando las hay,
Nadie se maltrata
El jefe del sector no es corrupto
Se saben los productos y diferenciar lo justo de lo injusto…
Los Aldeanos tienen también versiones de su utopía que muy bien pueden ser las nuestras. En «Yo sólo quiero que me devuelvan la fe» proponen:
…
Que los policías se dejen de tanto abuso
Que más que un spray pongan sus modales en uso
Que le quiten los bastones y les den libros
Porque su mala fama pa’ esta sociedad si es un peligro
Que el amor sea una enfermedad sin cura
No basura que sólo durante el sexo dura
Y luego pasa a ser locura
Que la vida sea dura con quien lo merece
Que los peces, aunque les pese
a hablar empiecen, pa′ que′l miedo cese
Que los que crecen con balas y pistolas
Hagan cola pa’ cambiarlas por dos pelotas y carriolas
Que las olas del mar en el malecón no nos recuerden
A cuantos perdimos buscando una solución
Que de la prisión salgan todos los inocentes
Que le ofrezcan mil disculpas por cada segundo ausente
Que se revienten por dentro los que mienten
Que no sepan que estás viva, ni tan siquiera la muerte
Que la suerte esté de parte de lo justo
Que lo justo esté de parte de mi gente
Y que se sienta con mi gente a gusto
Que la preciada juventud halle una salida
Porque los de arriba ya la dieron por perdida
….
Escuchándolos, no puedo más que concluir que a Los Aldeanos podrá faltarles algo, pero no la fe. La vehemencia de su denuncia implica un acto de confianza tremendo: primero, en sí mismos; luego, en quienes los escuchan y, por último, en los estándares y sueños comunes que les permiten comunicar su ira y su ternura.
Tras el verdulero de Havel hay también la historia de un grupo de música juvenil, no de rap sino de rock. Esa es, sin embargo, otra historia. En lo que tengo ocasión de hacerla ponderaré cada mañana si pongo mi cartel. De lo que estoy segura es que de esta noche en adelante saldré a buscar de dónde viene la música.
A Rosa, por llevarme de viaje, a Mareia y Rafi, por compartir el paisaje.