Laberintos y desencuentros de la identidad mexicana
Carlos Fuentes y las buenas conciencias
“México lo aguanta todo… país botín, país burlado, doloroso, maldito, precioso país de gente maravillosa que no ha encontrado su palabra, su rostro, su propio destino…”
–Carlos Fuentes, La frontera de cristal (1995)
Las buenas conciencias, una de las primeras novelas en la extensa y fructífera trayectoria literaria de Carlos Fuentes, es un bildungsroman, la narración de los conflictos espirituales de un joven educado en una familia poderosa, en la que se conjugan el oportunismo social y el ritualismo religioso eclesiástico típicos de la clase dirigente mexicana. La astucia en el enriquecimiento ilegítimo y las triquiñuelas políticas conviven con la fidelidad a las ceremonias piadosas del abarcador calendario litúrgico católico.
Se trata de una familia que domina a la perfección el conveniente arte de “conciliar, con profunda satisfacción, sus intereses mundanos con su retórica religiosa.” Esa duplicidad – afanes terrenales de poder y riqueza que no excluyen el cumplimiento externo con las prescripciones del almanaque eclesiástico – es característica legendaria de la ambiciosa casta dominante mexicana, que da en ocasiones la ambigua impresión, como afirma Fuentes en otra de sus novelas, que “en México hasta los ateos son católicos, porque mil años de iconografía nos ponen de rodillas ante el Retablo de Belén, aunque le demos la espalda al… Vaticano.”
Es en ese medio en el que nace y se cría Jaime Ceballos, “rodeado de una interesada devoción y de una normatividad farisaica.” Pero, al llegar a la adolescencia su espíritu se conmueve hondamente a raíz de tres experiencias: la visión del Cristo crucificado y lleno de dolores en una procesión de Viernes Santo, cargado por manos callosas y agotadas de míseros indígenas, su encuentro con un perseguido y torturado líder sindical, y, finalmente, la lectura de las acuciantes palabras del Jesús de los evangelios, tan desafiante y menospreciador de prestigios, riquezas y privilegios.
La visión del Cristo de Dolores, llevado en procesión de Viernes Santo por las manos rudas y los cuerpos sufridos de los indígenas, sacude profundamente la sensibilidad emocional y espiritual de Jaime Ceballos. Es un momento crucial y dramático cuando el adolescente “clavados los ojos en el Cristo de melenas negras y frente rasguñada” siente su alma conmoverse ante un Crucificado que parece una contradicción agónica a la religiosidad fatua y aburguesada que le rodea. Al espíritu del joven se asoma vagamente y todavía en penumbras la proximidad de ese Jesús, pardo y torturado, al pueblo indígena, miserable y despreciado, que con sus manos rugosas lo ha tallado y lo porta como símbolo de profunda nostalgia, terca esperanza y resignada resistencia. “Llevado por los brazos de los fieles indígenas, el Cristo negro coronaba a todos no sólo como una esperanza. Un secreto deseo de volar hacia atrás, de recuperar lo perdido, asomaba con sigilo en los rostros. También podía sentirse un desafío: la muchedumbre de los pobres era la portadora de la imagen…”
Frente “a ese Dios victimado, sintió [Jaime Ceballos] por primera vez que era otro y nuevo.” Parte de esa novedad es la conciencia incipiente de la incompatibilidad entre el Crucificado y la adinerada y corrupta burguesía a la que pertenece su familia. Es un hondo conflicto espiritual, con potenciales serias consecuencias sociales, que lacera el alma de este joven.
Luego el breve pero significativo encuentro con un líder sindical perseguido, Ezequiel Zuno, le permite a Jaime Ceballos vislumbrar la posibilidad de un estilo de vida en el cual la solidaridad prevalezca sobre el egoísmo. Zuno explica, en palabras rudas de minero acostumbrado más a la ardua labor física que a la conversación sosegada, la razón de su resistencia sindical, la cual hasta ahora le ha acarreado más golpes y persecuciones que logros: “Pero no eres tú solo. Ése es el problema. Que no está uno solo.” Relata sus esfuerzos para organizar a sus compañeros trabajadores en protesta por las pésimas condiciones de labor en que los dueños de la mina los obligaban a trabajar, poniendo en peligro su salud y sus vidas. ¿Resultado? “Nomás me encerraron y me dieron de palos…” El joven Ceballos se propone acogerle en secreto, pero la familia descubre y delata al líder sindical a la policía, que procede a detenerle. Ese encuentro y la colaboración de la familia con las fuerzas represivas del orden público profundizan la crisis espiritual del joven.
En la mente de Jaime, el Cristo crucificado y el líder sindical reprimido, se fusionan en un enigmático desafío al paradigma de vida social y personal que le rodea en la intimidad de su hogar. “Jaime… ve al Cristo cercano, fijado por los clavos. Ve a Ezequiel Zuno, más cerca todavía, y no mudo como la imagen crucificada… Ve su propio cuerpo de adolescente, de medio-hombre, donde todos los rostros e imágenes… se anudan y explican la carne del hombre…” Es una identificación que perturba el alma sensible y delicada de este joven y que amenaza con subvertir su contexto familiar y su visión de la sociedad en la que le ha tocado vivir.
Sacudido profundamente en el interior de su ser, Jaime recurre a la lectura de un regalo preciado de cumpleaños: la Biblia. Su alma joven queda fascinada por el Jesús de los evangelios, aquel que no tuvo morada ni lugar donde recostar su cabeza, perseguido por las autoridades de su tiempo, las políticas y las religiosas. El relato de Fuentes se distingue por la multitud de citas bíblicas, sobre todo las perturbadoras demandas del Nazareno rebelde (“¿Pensáis que he venido a traer la paz a la tierra? Os digo que no, sino la disensión”; “si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome cada día su cruz y sígame”; ¡ay de vosotros, escribas y fariseos, que diezmáis la menta, el anís y el comino y no os cuidáis de lo más grave de la Ley: la justicia…”; “¡ay de vosotros fariseos, que cerráis a los hombres el reino de los cielos!”; “muy bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, según está escrito: este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí.”) Son inquietantes asertos evangélicos que conducen al joven a enfrentarse a la contradicción atroz entre Cristo y la cristiandad institucional. “La Iglesia ya no es Cristo”, le espeta irreverente Jaime Ceballos a un azorado sacerdote.
La Biblia adquiere aquí papel protagónico central, como quizá en ninguna otra novela latinoamericana. Los textos bíblicos recuperan su capacidad para fascinar, provocar y perturbar las conciencias, a contrapelo de las autoridades políticas y religiosas. Son los mismos textos evangélicos que a fines del siglo diecinueve laceraron y conmovieron el espíritu de León Tolstoi y le indujeron a escribir su última gran novela, Resurrección (1899), fruto de una piedad intensamente evangélica pero de talante radicalmente crítico de la cristiandad ruso-ortodoxa.
Pocos relatos literarios latinoamericanos dramatizan tan magistralmente la dolorosa pugna, en el corazón y la mente de un joven sensible e inteligente, entre la fidelidad al sendero de la cruz del Jesús evangélico y las prebendas y beneficios de una posición social adinerada y poderosa. Sin embargo, la novela de Fuentes, contrario a la de Tolstoi, culmina con la victoria del cinismo típico de la clase dominante mexicana posrevolucionaria. Las “buenas conciencias” prevalecen sobre la teología de la cruz que asoma en los evangelios.
Jaime Ceballos admite que no está dispuesto a sufrir las amargas rupturas ni a pagar el precio que exige la cruz del sacrificio evangélico. Y prosigue el sendero trillado de la conveniencia y la religiosidad inocua. De vuelta a la morada patriarcal de su estirpe familiar, el joven “rogó ser como los demás. Rogó a otro Dios, nuevo, desprendido del primer Dios de su primera juventud, que lo salvase de las palabras extremas del amor y … del sacrificio… Cristo pertenecía a los hombres de bien… a las buenas reputaciones. ¡Que cargara al diablo con los humildes, con los pecadores, con los abandonados, con los miserables, con todos los que quedaban al margen del orden aceptado!”
Jaime Ceballos se propone dejar atrás, como ilusiones fugaces y falaces de la juventud, las inspiraciones y los desafíos que en su espíritu provocaron la imagen del Cristo torturado y crucificado, las palabras del líder sindical perseguido y las amonestaciones proféticas de los evangelios bíblicos. Es el triunfo pleno del oportunismo institucionalizado.
Esa, empero, no es la única ni última palabra de Carlos Fuentes en esta novela. Juan Manuel Lorenzo, amigo de Jaime, de origen indígena y proletario, representa una alternativa radical de solidaridad, la posibilidad de una revolución que trastoque desde sus cimientos la pirámide social mexicana. Simboliza lo que Ceballos no es, pero también lo que el autor, Carlos Fuentes, no es ni puede ser, aunque lo pretenda. Por eso la utopía revolucionaria de Lorenzo nunca adquiere genuina densidad conceptual o literaria. Permanece como vaga fantasía del joven Fuentes, que desaparecerá sustancialmente en su clásico La muerte de Artemio Cruz (1962).
Lo que al final del relato prevalece es la fragmentación de la identidad social y cultural mexicana, extraviada en un laberinto intrincado e insoluble, desprovista de un hilo de Ariadna que le permita superar el profundo abismo entre anhelos y circunstancias, “las contingencias absurdas de un país incapaz de tranquilidad, enamorado de la convulsión.” Pobre México, “un país enamorado del fracaso,” como afirma un enigmático personaje de un relato reciente de Carlos Fuentes. O, como asevera Fuentes en La frontera de cristal, “país burlado, doloroso, maldito… que no ha encontrado su palabra, su rostro, su propio destino…”
¿Y la iglesia? En esta novela, como en tantas otras de autores mexicanos, es la gran legitimadora de la desigualdad social. Hay en ella ciertamente lugar para todos los mexicanos, pero a cada clase y casta le corresponde su ubicación específica. Y no todos esos lugares están provistos del mismo significado social, de igual densidad espiritual. Hay un sacerdote, padre Obregón, quien en sus vacilaciones y tristes capitulaciones nunca alcanza la profundidad de las ambigüedades o las angustias del padre Rentería, en el clásico mexicano de Juan Rulfo, Pedro Páramo (1955) o del infortunado cura don Dionisio María Martínez, de la gran novela de Agustín Yáñez, Al filo del agua (1947), rector atribulado y fracasado de las almas y las virtudes de su provincial pueblo. Como en las novelas de Rulfo y Yáñez, el sacramento está siempre presente, constante, pero no así la gracia. Es un vehículo vacío, desprovisto de sustancia. Para el muy secular Fuentes, el poder de la clase dominante mexicana depende de “la gran distracción de la fe, el engaño milenario que obliga a la mayoría a ir de rodillas a la Basílica de la Guadalupe…”
Prevalece, más allá de las intenciones literarias de Carlos Fuentes, el conflicto entre el Cristo crucificado como metáfora del amor de Dios por los pobres, miserables y marginados de este mundo y la iglesia institucional, la cual, como afirma el sacerdote Remigio Páez en La muerte de Artemio Cruz, “pasarían las batallas, las violencias, los sacrilegios… y la iglesia permanente, fundada para los siglos de los siglos, volvería a entenderse con los poderes de la ciudad terrestre…”
Carlos Fuentes, quien ha jugado el papel dual de novelista de primera fila y crítico literario de envergadura, ha escrito algo de mucha densidad para el pensamiento latinoamericano: «Una novela… es la portadora de la noticia de que en verdad no sabemos quiénes somos, de dónde venimos o cuál es nuestro lugar en el mundo. Es la mensajera de la libertad al precio de la inseguridad.» Esa aporía, personal y social a la misma vez, ese maridaje entre el enigma de la existencia, la angustia de la libertad y el anhelo de descifrar lo que quizá es, en última instancia, inefable e inasible conceptualmente, además de ser el hilo conductor de la insigne producción literaria de Fuentes, constituye el punto de partida fascinante de un diálogo posible entre la literatura y la religiosidad.
En su estudio sobre los encuentros y desencuentros entre la historia y la literatura latinoamericanas – Valiente mundo nuevo: épica, utopía y mito en la novela hispanoamericana (1990) – Fuentes percibe magistralmente el exceso de enigmas y aporías que prolifera en nuestros pueblos iberoamericanos. Lamentablemente, sin embargo, escapan de su horizonte analítico, quizá por el radical laicismo de su perspectiva, las ubicuas alusiones y ambiguas referencias a las religiosidades y espiritualidades que habitan las conciencias y sueños de esos mismos pueblos. Las buenas conciencias constituye una notable excepción.
“Ya no había país, ya no había México, el país era una ficción o, más bien, un sueño mantenido por un puñado de locos que alguna vez creyeron en la existencia de México…”
–Carlos Fuentes, La frontera de cristal (1995)