Las iglesias y el debate público
Es una de las paradojas en la historia de Occidente que su tradición religiosa ha estado marcada por el afán de marginar, suprimir, invisibilizar y hacer callar al otro. Nada parecería más ajeno al Sermón de la Montaña de Jesús, y nada sin embargo más recurrente en el trasiego de los siglos llamados cristianos.
-Fernando Picó, Vocaciones caribeñas
Las iglesias son instituciones sociales importantes y, por consiguiente, tienen pleno derecho a participar en los debates públicos sobre las normas políticas, legales y éticas que deben regir la convivencia humana. Se equivocan quienes esgrimen el principio jurídico de la separación entre Estado e iglesia para intentar silenciar las comunidades religiosas. Es absurdo validar la participación en los discursos públicos de los rotarios, las damas cívicas o la cámara de comercio a la vez que se pretende negar ese mismo derecho a las iglesias. Sin embargo, hay potenciales riesgos en esa participación cuando se enarbola como bandera de batalla la alegada voluntad divina, manifestada en las escrituras bíblicas, consideradas sagradas e infalibles, de validez universal y perenne.El primer riesgo tiene que ver con la naturaleza dialógica, plural y consensual de las sociedades democráticas modernas. Ello requiere el intercambio, en ocasiones intensamente conflictivo, entre perspectivas y visiones políticas, éticas e ideológicas muy distintas. Ese diálogo/debate puede vulnerarse cuando una de las partes reclama representar incuestionablemente la inviolable voluntad divina. Tal atribución unilateral de sacralidad compulsoria en la legislación (“Dios rechaza el empleo de métodos artificiales de controlar la natalidad, por tanto el Estado debe prohibirlos”; “Dios rechaza el divorcio, por tanto el Estado debe prohibirlo”; “Dios rechaza la conducta homosexual, por tanto el Estado debe prohibirla”) amenaza seriamente el clima de diálogo que debe regir en una genuina sociedad democrática e irreversiblemente pluralista. En un ambiente donde impera la diatriba amarga, la intolerancia dificulta el indispensable entendimiento y respeto recíprocos.
El segundo riesgo tiene que ver con la pretensión de ciertas jerarquías eclesiásticas y algunos guardianes de la ortodoxia dogmática de silenciar las voces proféticas o disidentes al interior de las comunidades cristianas, como tantas veces ha acontecido en tiempos no muy lejanos. No se trata únicamente de que la sociedad moderna secular es irreversiblemente plural; las agrupaciones religiosas también lo son. Somos comunidades de diálogo, debate, cuestionamiento y crítica. Nadie tiene el derecho de arrogarse el monopolio de la representación exclusiva del pensamiento teológico. Por gracia divina, una rica y diversa polifonía impera en las comunidades cristianas, superando obstinadamente todo intento de imponer la uniformidad dogmática.
El tercer riesgo potencial que conlleva la actitud intolerante que a veces impera en algunos portavoces eclesiales es el grave perjuicio que causa a la dignidad e integridad de muchos seres humanos. Cuando se citaban ciertos versículos bíblicos para legitimar la esclavitud, se condenaba a innumerables seres humanos a una opresión trágica y deplorable. Cuando otros pasajes escriturarios se han esgrimido para inhibir los derechos civiles o políticos femeninos, se lacera gravemente la dignidad de las mujeres. Al impedirse el reconocimiento pleno de los derechos civiles de personas de diversas orientaciones sexuales se les causa a estas profundo sufrimiento y se menoscaba su dignidad humana.
Diversos líderes religiosos, a pesar de sus piadosas jeremiadas, han mostrado poca solidaridad y compasión con los seres humanos que sufren persistente oprobio y humillación por su diversa orientación sexual. Es digna de leerse la novela del puertorriqueño Ángel Lozada La patografía (1998), una emotiva reflexión literaria sobre los estigmas y sufrimientos que padecen los homosexuales a causa de la homofobia eclesiástica. Manifiesta dramáticamente la ofensiva manera en que muchas comunidades religiosas tratan a homosexuales, «gais» y lesbianas, como “pervertidos” que, alegan esos grupos fundamentalistas devotos, repudian la voluntad divina. Expresa, sobre todo, algo significativo y crucial: el sufrimiento agudo y profundo que las actitudes de intolerancia y discrimen de iglesias y agrupaciones religiosas fundamentalistas infligen a las personas de orientaciones sexuales diversas. Escudados en su idolatría de la letra sagrada, esas iglesias y agrupaciones religiosas transforman el evangelio de la gracia divina en régimen de represión y exclusión, sin tomar en cuenta su grave responsabilidad en el hondo dolor que causan.
El cuarto riesgo es más de índole teológica. Al invocar a Dios para combatir la teoría de la evolución, la abolición de la esclavitud, la igualdad social de la mujer, sus derechos reproductivos o la validez antropológica, moral y jurídica de las diversas orientaciones sexuales, se atribuye a la deidad la responsabilidad última de esas represiones sociales. Se condena a Dios al triste papel de Gran Inquisidor. Se le transforma de generoso espíritu creador, sostenedor y redentor de la humanidad y el cosmos, en príncipe de tinieblas que intenta mantener a los seres humanos bajo despótico y represivo dominio.
Lo irónico es que esta grave injuria a Dios la cometen quienes se proclaman a sí mismos como sus más fieles y devotos creyentes.