Las nuevas migraciones del cine argentino
Entrevista a Rubén Plataneo, director de la película El Gran Río1
En esta entrevista el documentalista argentino, Rubén Plataneo, conversa sobre su nueva película, El Gran Río (2012) que documenta el viaje de David Black Doh Bangouras, cantante de hip hop, de Guinea a la Argentina. El tema de la inmigración no es nuevo en la historia del cine. Ya en 1917, con El inmigrante, Charlie Chaplin ponía de relieve el drama de la experiencia migratoria como una nueva fuente de inspiración narrativa para el nuevo medio cinematográfico. Es como si la figura misma del inmigrante que cruza fronteras y se desplaza entre lenguas y culturas condensara una de las cualidades constitutivas del cine mismo en tanto medio de comunicación: su condición maleable y fronteriza entre los distintos órdenes discursivos y sensoriales ya instituidos. A caballo entre el orden de la ficción y los recursos testimoniales del cine documental, El Gran Río explora el itinerario extraordinario de un viaje que disloca las coordenadas que habitualmente puntualizan las discusiones sobre las diásporas contemporáneas y llama nuestra atención sobre las nuevas migraciones que transforman hoy día las metrópolis latinoamericanas.
Julio Ramos: ¿Cómo decidiste trabajar sobre el accidentado viaje del joven músico David Bangouras desde Guinea a la Argentina? ¿Qué significado tiene esa travesía de África a América para las discusiones sobre la cultura argentina contemporánea?
Rubén Plataneo: A comienzos de este milenio, hubo un proceso de transformación local ―dentro del tan mentado proceso de transformaciones globales― al cual le presté una atención puntual. El río Paraná es muy importante en toda esta región. Aquí donde conversamos marca la ciudad de Rosario, instalada en la barranca, frente al gran río. Siempre fue muy transitado por veleros, botes de pescadores, gente que cruza a las islas… Sin embargo, a partir de los años 2000 empezó un intenso tráfico de buques mercantes, grandes barcos que ya no solo atracaban en el puerto de Buenos Aires, sino que entraban hasta aquí, donde hay instalados 17 puertos privados en los cuales se embarcan la soja y todos los derivados de esta leguminosa, devenida el producto más exportado del país. La soja cambió totalmente la geografía, el panorama local.
A mí me apasionan los barcos ―soy un gran lector de Stevenson, Conrad, Melville. En realidad, buena parte de la historia contada de la humanidad se narró a través de historias de barcos― y, entonces, encontré allí en el relato de David, la posibilidad de establecer una conexión entre la situación mundial, la realidad local, mi pasión por esas historias que traen los barcos y otras historias, bien concretas y particulares que venían dentro de los barcos donde empezaron a llegar, como polizones, niños y adolescentes africanos, la mayoría de ellos escondidos en un hueco terriblemente peligroso, situado sobre la hélice, junto al timón de popa. En ese hueco pequeño, como un nido oculto, venían escondidos dos, tres, hasta cuatro chicos… Fui a buscar esas historias, y allí encontré ―para narrar desde un personaje central― un protagonista: David Bangouras, quien inmediatamente me dijo: “Soy cantante de hip hop”, su habitual carta de presentación. David me contó su situación después de mucho charlar en un lugar donde reunían a los 12 refugiados allí presentes para enseñarles español.
JR: ¿Qué lugar era ese? ¿Dónde se reunían y cómo se organizaban los refugiados?
RP: Era una Asociación de Refugiados que funcionaba en un antiguo convento católico, administrada por dos o tres personas encargadas del trabajo con los inmigrantes. Dependía de un subsidio que otorgaba la Asociación para Refugiados de las Naciones Unidas (ACNUR), aquí, en Rosario. Luego fue desmontada por un sacerdote, quien llegó tras desmantelar una homóloga en Chile. Reunía luego a los refugiados y les daba un pequeño subsidio, en un bar e individualmente, para que no armaran reclamo conjunto.
Con Virginia Giacosa, mi compañera de equipo, que es periodista, investigamos el contexto de los chicos refugiados buscando un personaje que me pareciera idóneo, un protagonista. De todos, David era quien mejor hablaba español y más rápido aprendía; entre lo que hablamos dijo: “Hace tres años y medio que llegué al país y mi madre no sabe si estoy vivo o muerto”.
Lo que había planeado como un pequeño documental de investigación, de ensayo ―algo sencillo de producir― se transformó en una compleja película: ahí, con aquella frase, empezó El Gran Río.
JR: Algunos planos específicos de tu película remiten al trabajo con el acero de un paisaje aparentemente posindustrial repetido como un motivo visual de la película?
RP: Es un motivo visual de fuerte contraste. En la película cohabitan y transitan cuerpos de diferentes colores: blancos, negros; vestimentas de distintos tonos, gente en las calles, grabando un disco, mucho trato personal entre amigos. Y, frente a eso, lo que vos decís: ese motivo fuertemente oscuro, metálico, gigantesco, tirando agua desde quién sabe dónde; gente en la oscuridad, trabajando entre los huecos, en los barcos o en los diques de astilleros, barcos estacionados fantasmagóricos, iluminados y muy silenciosos desde la oscuridad de los muelles.
Esas imágenes me importaban mucho. Al comienzo de la investigación, estuve bastante tiempo filmando barcos desde lanchones en el río; buscando planos poco frecuentes, una imagen que correspondiera con el misterio que, para mí, conllevan, traen los barcos. No sé si sea tan posindustrial; más bien es una imagen, de fuerte contraste industrial y tecnológico, de esta época que me toca vivir y filmar. La ruina de los materiales industriales es un juego estético irresistible para mí.
JR: El conjuro de ese paisaje implicaría un nuevo reto formal, muy distinto de tus documentales anteriores, sobre todo de Muertes indebidas, sobre la tortura y las desapariciones durante la dictadura militar…
RP: Tenía claro que en Muertes indebidas iba aplicar el recurso de las cabezas parlantes, contra todo lo que en ese momento se decía acerca del testimonio directo a cámara ―había empezado otra renovación del cine y la mayor parte de la crítica, y hasta los profesores, lo detestaban. Yo empecé a filmar la película en 2001 y la terminé en 2005, en pleno momento de auge del nuevo cine argentino. Se debatía intensamente: se escribía y se hablaba mucho sobre cine. Además, yo estaba escribiendo análisis y programando ciclos en la revista El Eclipse. De hecho, el tema del testimonio directo fue foco de una discusión, no solo en Argentina, sino en toda Latinoamérica. Me propuse utilizar testimonios de personajes que, casi a 30 años de la dictadura y de la desaparición de sus seres queridos, contaran cosas que no habían revelado nunca.
Siempre ocurre eso con los grandes golpes sobre la sociedad: hay una parte importante que no se cuenta. Por ejemplo, los descendientes de esclavos de aquí no recibieron de sus padres la enseñanza de sus idiomas, cambiaron los apellidos. Es lo que hacen los inmigrantes en todos lados: como sufren la discriminación, empiezan a ocultar su historia; no se sabe de dónde vinieron, no se cuenta. Mi propio abuelo Vicente Plataneo, un inmigrante siciliano, recibió ese apellido ¡porque era hijo de tunecinos! No tenía padres reconocidos; lo habían dejado en Sicilia y era un hombre moreno. Cuando regreso de filmar en África, voy al cumpleaños 80 de mi padre y allí me encuentro con las viejas tías, y como siempre estoy investigando sobre la historia del gran personaje que fue mi abuelo ―El Gran Río está dedicado a su memoria―, por ellas me enteré de que era tunecino, africano. Su vida es una historia de inmigración, cruzada en la historia de mi familia, como en la de la mayor parte de los argentinos; este país está lleno de inmigrantes de todo el mundo, algo que me parece interesante y muy rico.
En mi opinión, hacer cine es inventar mi propia forma de relato. Sigo creyendo que la forma es el contenido: Las películas pueden tener un tema muy importante, que me obsesione, pero tienen maneras de narrarlo, de expresarlo, ya sea mirando hacia el abstracto, o de un modo más lineal o figurativo; un filme siempre es un relato y, para mí, lo fundamental es la forma en que se compone ese relato.
JR: La experiencia de la migración frecuentemente se vive como una dislocación radical. ¿Cómo afecta tu concepto del relato y la forma narrativa?
RP: Materialmente hice lo que volviera más visible esa dislocación ―como la llamas tú, aunque para mí era una directa separación― de dos personas que tienen una relación, en este caso, filial, muy fuerte: madre e hijo. Una realidad que unía y separaba a un pibe de sus amigos, y dos continentes, dos culturas, dos tipos de piel, dos creencias religiosas diferentes… Un montón de elementos se habían dislocado en medio de esta historia que me trajo un barco, y yo sentía que la forma de hacer explotar en la pantalla esa dislocación, era uniéndolos a través del terreno común de la película. Obviamente, tenía que viajar y filmar; por eso, mi obsesión por ir a África.
En realidad, es mi viaje como realizador del filme, pero también es el viaje de la película: es el relato el que vuelve a unir, es el que hace el viaje en sentido inverso del protagonista. No es una reconstrucción de la historia, pero sí una reconstrucción del hilo filial. Y se hace en el terreno de la película: madre e hijo no volvieron a verse; sí volvieron a conectarse, verse juntos, en el relato fílmico.
JR: Te ocupas de una historia de dislocación y asumes viajar a África para, de algún modo, en el orden de la imagen, desde tu orden estético, reconstruir lo roto. ¿Implica esto algún tipo de reparación, de compensación estética?
RP: Yo no quería hacer una historia melodramática con final feliz, de sueño cumplido, como en algunos programas de televisión. Por eso termina en ese plano, que fue, de algún modo, casual. La película iba a tener otro final; pero ese giro de David, sorpresivo… Me dije: «Si lo corto acá, es una fracción de plano que continuará en el espectador de distintas maneras». Él está mirando el puente desde la barranca; de pronto, se da vuelta. Recorté un pequeño fragmento del plano: del plano general a plano medio a primer plano. Estéticamente, era el plano más importante de la parte final, una especie de epílogo; y todos me preguntaron cómo había logrado esa imagen del puente, porque es muy difícil: es como si, para poder hacer ese encuadre, estuviera volando en mitad del río. Ese es el punto: el encuadre que puede ser visto para el plano que quiero hacer; entonces, busco el lugar hasta que lo encuentro. Son desafíos formales, y tienen que ver con esa cuestión de entremezclar los recursos de documental y ficción para que sirvan al modo de componer el relato. Sí, soy un ferviente adepto a componer un relato e, incluso, a narrar historias, lo cual no quiere decir que haya que hacerlo en una forma directa, lineal, comprensible, aristotélica. Creo que las historias pueden ser narradas de mil maneras diferentes; por eso me opongo a la imposición de estándares y cánones a la realización: a medida que hay más libertad, la mente de los espectadores, y la de los propios realizadores, se abren mucho más y siempre estarán inventado formas.
JR: ¿Qué realizadores son tus interlocutores?
RP: Ojalá haya bastante en mí del cine de Béla Tarr y del de Miguel Gómez; también me interesan muchos norteamericanos del nuevo período. Suelo seguir las filmografías, y cuando no me convence la filmografía de un realizador, rescato algunas películas. Me encantan los clásicos; de hecho, me dediqué al cine por Buñuel. Paradójicamente, aunque estuvo contra todos los cánones establecidos y por establecerse en el cine, hoy se le considera un clásico. Yo soy buñueliano… Yo me considero un documentalista a la intemperie de los espacios de la ficción.
JR: ¿Cómo encaras el reto y el potencial de la subjetivación en tu trabajo con estos nuevos sujetos sociales que a veces han sido invisibilizados por los medios, o en ocasiones “demasiado” expuestos a la visibilidad estereotipada?
RP: Cuando me fui ubicando con respecto al personaje y la historia a relatar, decidí algo muy importante que ya venía sacando como conclusión de mis documentales anteriores: el protagonista, en este caso, David, no es un objeto de estudio, sino un sujeto con quien voy a establecer una relación, y parte de su vida transcurrirá dentro de la película. No lo objetivizo, no es un objeto que voy a manipular a mi antojo durante la construcción del filme. De por sí, establezco una relación entre subjetividades; y después, de acuerdo con la forma de construcción del relato, tomo la decisión de que sea el protagonista de la película. Por eso, su subjetividad tiene un cuerpo constante; incluso, cuando él no está en África, se habla de él: es la subjetividad del personaje la que, de alguna manera, se lleva hasta la “madre”; es la relación subjetiva más importante que intenté destacar o, digamos, rescatar.
La película, como proyecto, se llamó “David y el Gran Río”, porque quería darle un tono mítico al título: la lucha de un pequeño contra el gran flujo de la historia. Después, me fui decidiendo a que fuera derivando hacia otros personajes: sus amigos, otra gente que se va cruzando con él, la familia, los amigos de África, el masterizador del disco y tantos otros que tienen mucho cuerpo como personajes secundarios. Quise que no todo fuera David, y fui haciendo esa derivación durante la película, y también con sus percepciones, que fueron inventadas por mí. De esa manera, África va haciendo intromisiones en el relato que transcurre en la Argentina: fui decidiendo descentrarlo un poco del personaje central y su subjetividad, y sus particularidades personales se muestran con las contradicciones que tiene, pues no es un personaje ideal ni idealizado.
JR: Los grandes relatos de inmigración frecuentemente pasan por una ideología de la integración o de la incorporación al trabajo “productivo”. Hay un momento crucial en la película cuando David comenta su relación con ese discurso. Es una de las escenas filmadas con rasgos que sugieren el recurso de la ficción…
RP: Sí, un amigo, un rapero local, le dice a David que se cuide de las drogas, del alcohol, de callejear, que se dedique a trabajar y a estudiar más, porque, si se vino de allá hasta acá, no va a seguir haciendo la misma vida de chico de la calle. Entonces, David lo interrumpe: “Pará, ¿qué me estás queriendo decir? Drogas, hay mucha en este país, depende de la mentalidad de cada uno. Además, yo no quiero trabajar como un esclavo, eso ya pasó; quiero trabajar y estudiar, escribir los poemas y la música que a mí que gusta, quiero tratar de vivir de esto”. Es una persona que tiene pretensiones de una vida mejor, tiene aspiraciones de artista: además de que lo es, es un gran cantante y muy buen poeta.
Tuve muchas discusiones durante la película con funcionarios locales, provinciales, municipales, de las asociaciones de refugiados… Como tú dices: todos quieren adaptar al refugiado a condiciones de trabajo occidental y cristiano, como “tiene que ser” toda persona en la sociedad para que “sirva”, para que “tenga valor”. Justamente, lo que hago yo en la película es distinguir a un personaje y su historia; esa es mi forma de darle valor. No creo que la gente deba tener un valor asignado por su cantidad de producción económica. Eso, por un lado, estigmatiza, y por el otro, expulsa todo lo que no sea de valor económico para el capitalismo. Todo lo estético, lo culturalmente libre, queda fuera. Por eso, la confusión de los 90 para acá, cuando se habla de las obras como producto ―en todo concurso se habla de producto.
Ojo: no quiere decir que yo no laburo como un esclavo para hacer una película, soy esclavo de mi película, trabajo muchísimo, hasta que la película se pueda terminar; y es un trabajo duro, toda una producción.
Ahora, todo el trabajo independiente, free lance, es una explotación indirecta, de la cual no se hace cargo la patronal ―ni aportes paga. Por eso la gente cree que no es explotada, cuando, en realidad, el independiente tiene que trabajar muchas más horas que el trabajador asalariado. Aunque muchas veces no. Bueno, eso tiene un grado de independencia personal.
Yo, lo del producto, lo combato como concepto. No es que no tenga que trabajar y producir; hay que trabajar más que antes. Supuestamente, un realizador, un cineasta, es un independiente que busca hacer su película en forma personal; entonces, tenés que ir a concursos, presentarte en instituciones, lidiar para conseguir los fondos, para producir en las condiciones que los fondos disponibles o carentes te establecen…
Hay que rapear, hay que improvisar. La migración, como la canción improvisada, viene desde el fondo de los tiempos. Por eso en la película me negaba a hablar sobre el fenómeno de las migraciones, porque no se trata de un fenómeno nuevo: el hombre nació migrando. Claro que hay que distinguir las migraciones forzadas, y no dejar de recordar que no estamos en el mejor de los mundos. Para mí, David es un nómade contemporáneo.
- Agradezco la asistencia de Alejo López en la edición de esta entrevista realizada el 28 de mayo del 2012 en Rosario, Argentina. [↩]