Las tragedias de los refugiados
entre descripciones empíricas y la búsqueda de una lógica
¿Cómo perder de vista lo que miles y miles de refugiados viven en estos días en el sur y el centro de Europa? Bajo ninguna circunstancia se trata de los primeros que con prisa y desesperados lo dejan todo atrás en estos últimos años, sino de los más recientes. Con determinación firme, en esta ocasión se han dirigido desde Afganistán, Irak, Siria, pero también desde Serbia, hacia el centro de Europa, sobre todo hacia Alemania. Semanas antes eran africanos los que, surcando peligrosísimas olas, se observaban acercándose a la Europa de las costas italianas en busca de asilo.
La actualidad de lo anterior no nos autoriza a obviar lo que continúa ocurriendo al sur de los Estados Unidos, en toda aquella América Central donde el tráfico no se detiene por más vigilancia sofisticada que se inventen. O lo que ocurre frecuentemente en las costas boricuas, a las que llegan también hermanos caribeños igualmente desesperados.
Irónicamente, pero como ha ocurrido siempre, en nuestra época el refugiado, o los millones de refugiados que cruzan los llamados límites territoriales y que son la mayoría de las veces rechazados, nos remiten al ideal de una sociedad global en la que ya no habría fronteras. Se merecerían el título de ciudadanos mundiales si no fuera una afrenta concederles tal calificativo pues su obligatoria ignorancia de fronteras, aduanas y límites territoriales no es propiamente voluntaria y bajo ninguna circunstancia les garantiza alguna ciudadanía. Más bien sucede lo contrario.
En esta ocasión la foto de un niño tendido en una playa es la que pauta la indignación. ¿Cómo es que fue a parar allí desamparado? ¿Habrá sido su padre realmente el responsable, no solo por el torpe manejo de una lancha abarrotada de refugiados, sino por haber escogido marcharse de su Siria nativa mediante un modo en el que no podía ignorar que exponía la vida de su familia? ¿O responsable serán otros, aquellos que supuestamente dirigen un orden mundial en el que norte y sur, por dar un ejemplo de desigualdad, se diferencian tanto en lo que respecta a la calidad de vida? ¿O el asunto solo tiene que ver con otro ambicioso sátrapa que se agarra al poder ilusionado ingenuamente con la posibilidad de que él y los suyos lograrán sobrevivir la rebelión que se ha gestado a su alrededor? ¿O los responsables somos nosotros, quienes desde las salas de nuestras casas, o frente a nuestras computadoras, contemplamos la foto del niño y continuamos sin hacer nada por transformar un orden que genera tales dinámicas?
Pero si no es el niño Aylan Kurdi, quien probablemente llegó muerto a territorio turco, es la camarógrafa húngara que alega que se paniquió cuando vio a tanta gente entrar en su país, la que no permite que dejemos de pensar en lo que está ocurriendo allí. La foto del niño es definitivamente desgarradora y no se puede comparar con lo que la periodista protagonizó, pero la pierna estirada de esta también inspira indignación. Busca intervenir con los que corren dejando atrás la incertidumbre e intentan acercarse, a su mejor entender, a un mundo que les debería garantizar cierta seguridad. Si acaso allí se percibe pánico, es el de la primera niña que afortunadamente no cae y luego el de un padre que sí se desploma sobre el infante que carga. Lo que se observa en los videos que tomaron de ella no es el pánico que ha alegado en su propia defensa, sino intrepidez. ¿Qué habrá estado pensando? ¿Qué le pasó por la mente en aquel momento en que intenta interrumpir la marcha acelerada de aquellos indefensos refugiados, a quien hace veinte siglos el poeta romano Virgilio describió a finales del segundo libro de La Eneida como “pueblo reunido para el exilio, multitud miserable”?
No creo que podamos estar seguros sobre lo que motivó a la camarógrafa a comportarse de aquella manera, aunque se podría sospechar de cierto racismo. Pudo haberse estado preguntando qué hacían todas aquellas caras extranjeras entrando en su Hungría natal. Si fue así, perdía de vista, primero, que muy probablemente algún antepasado suyo había llegado de igual forma a aquellas tierras y, segundo, que podría confrontar la misma situación en el futuro y ser ella, con los suyos, la refugiada necesitada de solidaridad. Debemos apostar a que, tras la reacción que generó su comportamiento, ha tomado conciencia de su proceder y atiende, si fue así, el racismo que la condujo a ello.
Igual de preocupante es lo que la fotografía de Aylan Kurdi representa para la convivencia humana. ¿Pero cómo manejarlo? En su caso, tratándose de un niño a quien no se le consultó nada, inmediatamente pensamos que tiene que haber seres humanos responsables de que acabara sus días de tal forma. Se comprende perfectamente el deseo de sus padres por irse a otro lugar en el que pudieran vivir en paz, empleados y en un hogar seguro, pero aun así, ¿valía la pena el intento? Nada justifica el sufrimiento de un solo niño, según lo planteaba el segundo de los hermanos Karamazov.
¿Los padres no habrían tenido alternativa y por lo tanto no se les puede atribuir responsabilidad? Pero si los padres no son responsables, ¿tiene que haber otros a los que se les pueda atribuir la desgracia? La misma madre también murió ahogada en lo que se suponía fuera un sacrificio mínimo con tal de escapar del suplicio que ha llegado a ser la vida en Siria. ¿Pero habrá tales responsables? ¿Las guerras que se viven en Afganistán, en Irak y en Siria, pueden serle atribuidas sin más a unos responsables? ¿También las que se viven en África, donde han perdido la vida cientos de miles de habitantes sin que, por cierto, se haya generado igual indignación? Y muy cerca de nosotros, ¿podemos hablar de responsables de que en estos mares caribeños también se continúen viviendo situaciones similares?
Aspiramos a dar con responsables, pero en ocasiones lo que buscamos son culpables sobre los cuales descargar sentimientos de ira y frustración, sobre todo en nuestra época, en la que ya podríamos habernos puesto de acuerdo para atender sensatamente asuntos de esta naturaleza. Pero el interés en echarle la culpa a alguien podría tener que ver, como lo ha sugerido Nietzsche, con nuestra mala conciencia, más que con un deseo de dar con una solución.
Pensar siempre en términos de responsables e irresponsables, no digamos de culpables o inocentes, tiene varias desventajas. La primera de ellas, y creo que la más importante, es que lleva a simplificar indebidamente la reflexión y posterior acción si se decide hacer algo al respecto. Además nos inclina a pensar que el orden social que habitamos es el resultado directo y transparente de la voluntad de los seres humanos, sobre todo de algunos seres humanos. Y por lo tanto nos conduce a sostener que toda solución estará necesariamente anclada en esas voluntades subjetivas y parciales, y no en dinámicas materiales que podrían evaluarse de otro modo. No digo objetivamente ni científicamente porque estos dos términos tienen también sus perspectivas específicas que no se pueden perder de vista.
Cuando deliberamos suponiendo que hay maldad o que hay culpabilidad en situaciones como las que comentamos, suponemos demasiado. Este ser que somos nosotros sabe realmente muy poco, tanto en lo que respecta a uno mismo como en lo que tiene que ver con los demás. No solo actuamos la mayoría de las veces sin tener conciencia de las múltiples implicaciones de las acciones que protagonizamos; tampoco podemos explicar con exactitud por qué los otros y las otras actúan como lo hacen, pese a que nos especializamos en conversar sobre ello.
No podemos prever la inmensa mayoría de las consecuencias de nuestras acciones y nos las pasamos remediando lo que no hay forma de anticipar. La confianza en nosotros mismos o nuestras incertidumbres nos nublan. Nos llevan por caminos que otros no tomarían, o que nosotros mismos no tomaríamos con mayor o menor cantidad de experiencia. Que luego al final, al concluir la acción, reclamemos que somos sus autores, no supone que fue así como se quiso actuar ni que tales resultados eran los que se esperaban. Son tantos los elementos que intervienen, que como ya se ha dicho sobre el mismo funcionamiento de las ciencias, lo que hacemos es adivinar.
Hay muy buenas razones para resistir y rechazar firmemente descripciones empíricas que no pasan de ser anecdóticas, aunque nos afectan emocionalmente. El cadáver del niño y la zancadilla de la camarógrafa no son solo un cadáver o una zancadilla que no debieron haberse dado y por los cuales debemos todos indignarnos. Lo que allí ocurrió va más allá de una descripción empírica por más objetiva y detallada que llegue a ser, y sin perder de vista que no hay descripciones empíricas que no partan de conceptualizaciones subjetivas que le dan la dirección que asumen. No lo explica tal descripción como tampoco lo explica la mención de un responsable, o culpable. Antes de los eventos tuvieron lugar otros eventos que, independientemente de la poca o ninguna libertad que podrían caracterizar al ser humano, condujeron a las escenas que comentamos.
¿Cómo es que debemos pensar estos hechos sin obviar su complejidad? Es lo que han intentado hacer a través de la historia tantos estudiosos, en algunos momentos con vía franca, en otros instantes con la resistencia de los que quedan satisfechos, por las razones que sean, con una breve explicación que intenta serle lo más fiel a los eventos. El debate ha sido intenso a través de los tiempos entre los que suponen que no hay hechos fortuitos y buscan convencidos cierta lógica en el desarrollo de estos y los que no trascienden la descripción de lo que ha ocurrido y supuestamente ha quedado plasmado en una escena que lo revela todo.
Si por su lado las descripciones inmediatas que pretenden captar lo esencial de lo que ha ocurrido no van lo suficientemente lejos a la hora de ofrecer explicaciones, por el suyo las interpretaciones que reclaman una lógica escondida que tiene que exponerse y criticarse van demasiado lejos cuando incorporan en sus evaluaciones elementos que le llevan a subordinar la realidad observable a un esquema sobre cuya veracidad incuestionable están convencidos. Se trata de tensiones que no son ajenas a todo esfuerzo por pensar una realidad compleja y tienen que atenderse con valentía y transparencia. Si las perdemos de vista la denuncia se torna expresión vaga que no merece ser escuchada y muy pronto su vaguedad desemboca en la repetición de esquemas simplistas. ¿Pero cómo entenderemos lo que ocurre en el Mediano Oriente, el cadáver de un niño tendido en una playa y la zancadilla dirigida a la exclusión, si no nos afanamos por dar con esa lógica, o por validarla, si es que se piensa que ya hemos dado con ella? Nuestra propia historia y lo que estamos viviendo en la actualidad continuará pareciéndonos inescrutable si no llevamos a cabo exitosamente este esfuerzo. La descripción empírica podrá indignarnos más rápidamente que el análisis que anda en busca de una lógica que explique lo sucedido, pero porque no genera las herramientas necesarias para llevar a cabo una transformación que evite su repetición, sirve de muy poco.