Las trágicas derivas de la muerte en México
A cada uno de aquellos estudiantes que ha puesto a jugar su vida y
su corazón en la defensa de lo que cree que es justo
El reciente descubrimiento de tres cámaras fúnebres a 18 metros de profundidad, bajo el templo de la Serpiente Emplumada permite ilustrar la riqueza de la cosmovisión de nuestros ancestros sobre el trayecto de los humanos, cuyo encuentro con la muerte daba paso a un nuevo recorrido de purificación que los supervivientes tenían como función cuidar. Dicha travesía por el inframundo era tortuosa y exigía cruzar una estructura de nueve niveles descendentes hasta llegar al Chicunamictlan, recinto último de la muerte que permitía el descanso eterno. Esa llegada solo sería posible si el tonalli lograba despojarse del cuerpo que lo apresaba. Para lograrlo, el cuerpo tendría que irse desintegrando por el efecto del caudal de los ríos, de la pelea entre los montes, de los pedernales cortantes, del viento helado, de la ausencia de gravedad, de las flechas erradas, del jaguar que come los corazones, de la niebla que enceguece. Esa desintegración progresiva del cuerpo era sagrada, como sagrada era la atención que los vivientes daban a las sepulturas de sus muertos. Abrir la tierra era entonces un acto simbólico de reconocimiento de otro mundo: la tierra abierta daba paso al inframundo que acogía a los muertos a quienes los acompañaban ofrendas y utensilios que utilizarían en su compleja travesía. La muerte era sagrada como sagrada es la conmemoración de los muertos.
En la misma tradición mexica, la diosa Mictecacihuatl, Dama de la Muerte, presidía el Día de los Muertos, día en que las almas de los ancestros regresan a sus casas para ver a sus familiares. Ese día, vuelto festejo en la tradición del pueblo mexicano, tiene aún en este Siglo XXI, gran vitalidad. Es día de ofrendas, día de honrar la vida de los muertos, dia de recordar a los que están de otra manera. Los mexicanos van a los panteones y a los cementerios y oran y veneran la tierra que acoge aún a sus seres queridos: esa tierra es sagrada y cada muerto tiene su lugar, su pequeño espacio en esa gran tierra dadora también de vida. Es día de ofrecerles flores de cempasuchil cuyo hermoso color amarillo poseería la habilidad de guardar en sus corolas el calor de los rayos solares. Es día de ver desfilar a las catrinas y comer calaveras hechas de dulce, acto que sin duda simboliza la interiorización de la muerte y de lo que ella representa.
Cómo poner entonces en perspectiva la coyuntura del descubrimiento de la necropolis del pueblo mexica, la celebración del día de los muertos y la terrible realidad de las narcofosas? ¿Cómo pensar el derrotero que ha ido tomando en México la desacralización de la muerte, la profanación de los cuerpos y de la tierra que los acoge? Las narcofosas son espacios anónimos en los que los cuerpos se acumulan con muy poca probabilidad de ser encontrados y restituidos a su historia y su lugar. Se trata no de aperturas sino de desgarramientos de la tierra pues ella también sangra y llora; y cada vez que se descubre una narcofosa, en recónditos parajes a través de todo el país, se va desplegando el mapa del horror de la desmesura y del quebranto de las raíces culturales de esta tierra mexicana. Con las narcofosas se pone al descubierto la violencia hacia la vida pero también la violencia hacia la muerte, pues no solo se le arranca el porvenir a aquellos que son atrapados por esa vorágine de destrucción, sino que también se les arrebata la dignidad que la muerte en nuestra cultura ha implicado. Por lo que, tantos y tantos humanos de esta tierra desaparecen no solo como vivos sino como muertos, pues sus cuerpos al irse desintegrando en esa amalgama de cuerpos desprovistos de nombre y diferencias, vuelve casi imposible para sus seres queridos la recuperación de los restos mortales no solo para honrarlos sino para poderlos aprovisionar con las ofrendas que hacen posible emprender el largo y peligroso camino hacia el Chicunamictlan, cuyo alcance permite el descanso de las almas.
Y aunque sigue siendo un proceso natural, la muerte en la cultura es ante todo un asunto simbólico por lo que no es anónima (por eso marcamos las tumbas con nombres y fechas) ni debería conjugarse con la ignominia. Cuando eso ocurre, son los propios fundamentos de la cultura los que están en juego y eso es justamente lo que está ocurriendo actualmente en tierras mexicanas. La desaparición de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa como último eslabón de esta terrible cadena de eventos y el descubrimiento de la profanación consistente de la tierra marca una trágica e imparable deriva, que exigiría que cuestionemos el alcance del quebranto cultural y político que atraviesa México. Ello tendría que convocarnos a reflexionar sobre el legado de sabiduría de los antiguos habitantes de este entrañable país y la urgencia de volver a sus raíces como modo de restituir los referentes simbólicos indispensables para la convivencia. Cuanto habría que aprender de los pueblos mexicanos de otros tiempos, cuyos vínculos con la vida, con la muerte y con la tierra eran sagrados aunque estuvieran teñidos del despliegue de enormes crueldades y brutalidades. Pues a pesar de ser capaces de realizar actos estremecedores de violencia, los pueblos indígenas tenían un límite a sus despliegues y un trato sagrado hacia los cuerpos, incluso los de sus enemigos. Ellos sabían que el respeto por los muertos era la condición para la vida en común y que el reconocimiento de la tierra -como guardiana del inframundo y dadora de los bienes mas preciados- era indispensable para el porvenir de cada cual.
Varias lecciones surgen de ese legado milenario, cuyos ecos conforman una brújula para orientarse en la espesa bruma de destrucción que arropa actualmente este país. La primera es que la tierra es custodia de todas nuestras memorias y que sin las memorias no es posible perfilar un horizonte. Con la tierra se construye, se protege y se cultiva, y con ello se da sostén a la cultura y a la vida misma. No es un azar que las narcofosas como espacios de desacralización de la tierra y de desaparición de las historias, encuentren un eco en la tendencia actual de destrucción expansiva de territorios cultivables por el avance de la voraz urbanización. La tierra va desapareciendo en oscura resonancia con la desaparición de tantos cuerpos en anónimas narcofosas.
La segunda lección es que aunque los muertos no tienen edad ni cumplen años, siguen marcando el tiempo de los vivos pues la vida solo es posible si se reconoce el lugar simbólico de la muerte. Todo lo vivo muere, nadie lo duda, pero para los humanos la muerte es un asunto mas complejo; requiere un trato especial bajo la forma del respeto que posibilita el mirar atrás y reconocer el lugar de todo aquel que ha vivido: allí no hay espacio para la desaparición ni el anonimato y menos aún para la aniquilación que implicaría el intento de reducir a la nada la historia de los vivos. La muerte natural no es lo mismo que la muerte simbólica o segunda muerte que pretendería desconocer la historia y las memorias. Para los humanos hay una segunda vida por el hecho de estar atravesado por el lenguaje. Es una vida afectada por la palabra y el deseo. Por tanto, con la muerte natural uno no muere del todo pues pervive en el significante y en la inscripción de la lápida que indica su tumba. La cultura honra la vida de los muertos ya que cada uno tiene su lugar en la historia y en las memorias de la tierra y de los vivos. Cada vez que aparece una narcofosa se perfila el esfuerzo de hacer jugar la segunda muerte como violencia contra los vivos pero también contra los propios fundamentos de la cultura. Solo cuando se descubren las narcofosas, se exhuman los restos y los devuelven a sus familiares se hace posible un acto simbólico que pone un primer límite a la violencia de quienes las excavaron. Se trata de un acto de inscripción que permite el pasaje de la ignominia de la desaparición al lugar de lo irremediablemente perdido, condición para el trabajo del duelo que es crucial para la vida en común.
Una tercera lección de los antiguos implicaría reconocer que ningún pueblo que pretenda tener un porvenir, puede seguir permitiendo que sus jóvenes desaparezcan devorados por la violencia de aquellos, cuyas acciones se nutren y nutren el oscuro y devastador trenzado de la impudicia, la indiferencia y la impunidad. Esta última lección exige no solo una puesta en perspectiva sino un acto de respuesta ciudadana que permita contrarrestar dicha vorágine de destrucción de las fuerzas vitales del país. Alexis de Tocqueville decía que cuando el pasado no logra dar luz al porvenir, el espíritu camina en las tinieblas.
No es un asunto de melancolía del pasado sino de reconocimiento de su valor como sostén del porvenir. Todos los esfuerzos tendrían que coincidir en restituir el lugar de las memorias de lo vivido para que siga valiendo la pena vivir ese breve instante aquí de cada cual, como dice el siguiente poema nahuatlt:
Acaso se vive de verdad en la tierra?
Acaso para siempre la tierra?
Solo un breve instante aquí
Hasta las piedras finas se resquebrajan
Hasta el oro se hiende
Hasta el plumal del quetzal se desgarra
Acaso para siempre la tierra?
Solo un breve instante aquí