Llamar las vacas
Para Eduardo F. Rosario y Francis Schwartz
Si se calla el cantor calla la vida.
-Horacio Guarany
Cada una de las diecisiete partes, con una duración máxima de treinta minutos, se compone de una secuencia de “piezas” e “interludios”. Las “piezas” se componen de tonos individuales que se repiten indeterminadamente, junto a un número de tonos que no se repiten, con una gran variedad de intensidades y alturas. Los “interludios” son cortos, con un número limitado de tonos y tiempo de ejecución. Debido a esta organización, todo oyente concienzudo podrá distinguir una estructura común entre los instrumentistas, si bien esa estructura nunca coincide en la totalidad del conjunto debido a la variedad de tiempos que guía a cada solista.
Parecería que, en oposición a la usual práctica cageana, Music for nos remite a la composición tradicional cerrada y fija de la que tanto Cage abjuró en su insistencia por una música “indeterminada”. No obstante, los recursos que permiten que esta composición se mantenga inacabada son el sistema de corchetes de tiempo, la variedad de solos que pueden o no intervenir en cada presentación (que va desde Music for One hasta Music for Seventeen), y la cualidad de solista que mantiene en todo momento cada miembro del conjunto y que se intensifica con su separación en el espacio de audición.
Vista en su totalidad, Cage crea en Music for una pieza/proceso que, no empece su utilización de estructuras determinadas, permanece en estado constante de movilidad y transformación. La pieza exige creatividad y esfuerzo de parte tanto de los ejecutantes como de los oyentes. Si fuésemos a mirar esta música desde una perspectiva política, podríamos decir que en Music for la colectividad está en acuerdo, pero no expresa su concordia a la misma vez ni del mismo modo. En la composición de Cage, la convivencia feliz no exige la renuncia a la diferencia: más bien, la celebra.
Si nuestros tolerantes lectores han llegado hasta aquí, ya les debería ser evidente que la música a la que nos referimos dista mucho de ser la misma que consumimos (Katy Perry, Pitbull, Arjona) a través de los medios comerciales. Tampoco es la música que oímos mientras comemos, conversamos, o planchamos. Ni es aquella que una comunidad dada ejecuta en ocasiones especiales. (Por ejemplo, la bomba que se toca cuando Lío Villahermosa baila.) En la música distinguimos al menos tres clases: la popular, aquella que una comunidad desarrolla y prolonga a través de su práctica colectiva; la culta, aquella que se cultiva y se promueve a través de instituciones—la corte real, la iglesia, el conservatorio, la universidad—y que pertenece al ámbito de la “alta” cultura y la expresión individual; y la de masas, aquella que se fabrica y se distribuye como mercancía con el propósito de acumular capital.
Podrá molestar la afirmación, pero la realidad es que la música no es un lenguaje universal. Solamente por ver qué pasa, pídale a su vecino que reemplace a Silvio Rodríguez por Justin Bieber. Vaya con su boom box a una concurrida playa para escuchar, a todo volumen, la Erwartung de Arnold Schoenberg. Exíjales a los amantes de Schubert que presten atención a una canción de Plan B, o que sus fanáticos escuchen cantos difónicos de Tuvá: sangre a la vista. Es que apreciar a Schubert, Plan B, o los cantos de Tuvá requiere de una educación variada que nuestro sistema político, siniestramente, no ha hecho accesible a la comunidad en general.
No obstante, también es cierto que la distancia entre la música popular, la culta, y la de masas se ha acortado gracias a la tecnología sonora desarrollada a partir del siglo veinte. La invención de la radio, así como de las grabaciones y la amplificación, han exigido unos cambios profundos en la manera en que producimos y consumimos música. No en balde el compositor mexicano Carlos Chávez, en su clásico libro Hacia una nueva música: ensayo sobre música y electricidad (1932), reclama una forma diferente de composición a tono con las innovaciones sonoras que, de acuerdo a su tesis, tienen como inevitable resultado un nuevo orden social.
Hoy, músicos de tradiciones tan dispares como los clásicos occidentales y los populares de culturas “primitivas” comparten formas de hacer música que en siglos anteriores hubieran sido impensables. Las divisiones tajantes entre música culta (“clásica”), popular (“étnica”) y de masas se han difuminado, con lo cual también se han desarmado los prejuicios sobre unas y otras. Que podamos apreciar el canto de Oum Kalsoum como una creación cultural que en nada es inferior a la de un Giuseppe Verdi, o que el estilo de canto de una Ella Fitzgerald pueda servir de base para una composición tan compleja como Sinfonía de Luciano Berio, es resultado de los desarrollos mencionados. Si añadimos a todo ello que el uso de tecnología sonora es común a las tres músicas—pues hay grabaciones tanto de Brahms, como de los monjes tibetanos y de Yolandita Monge—las diferencias entre ellas se anulan. Resulta evidente que, ante tal situación, cada sociedad queda obligada a acoger cambios en sus relaciones con las otras. Asimismo, la tecnología ha facilitado que productos culturales originales de una comunidad específica se adulteren cual bienes de consumo global.
El debate sobre la transformación de la música en mercancía capitalista tiene ya una literatura amplia, de la cual los escritos de Theodor W. Adorno son indispensables. Su tesis de la composición ininteligible como la más útil respuesta a la crisis del compositor ante la alienación del arte, sigue resonando. En su momento, Adorno apuesta por la música de Schoenberg, pues su música “peca contra la división de la vida entre trabajo y asueto; insiste en un tipo de obra para nuestro asueto que fácilmente pondría al trabajo en tela de juicio” (en Prisms, traducción nuestra). Posteriormente, los músicos han ofrecido variadas respuestas ante los intentos, tan exitosos, de reducir su arte a mercancía. Algunos ejemplos: la creación de música indeterminada (Cage), en la que cada acción sonora es única, irreproducible; la eliminación de diferencias entre los ejecutantes y los compositores; la creación de nuevos instrumentos musicales y nuevas técnicas de ejecución; la extensión de la sala de conciertos a través del internet; la introducción de programas digitales que permiten a los oyentes participar directamente en la creación musical; la lista es inagotable.
No obstante, la mercantilización de la música es un hecho irrefutable, ante el cual todo músico está obligado a tomar posición. Señala el filósofo mexicano Adolfo Sánchez Vázquez que, “La integración de la obra de arte—como mercancía—en el mundo de la producción material (del mercado y de las leyes de la oferta y la demanda) significa que la obra se aprecia no por su valor de uso (estético), sino por su valor de cambio; es decir, se hace abstracción de su verdadero valor. Con ello, el arte se ve negado en su propia esencia, como actividad creadora, y el artista ve negada asimismo su libertad de creación” (Sobre arte y revolución).
El cuarto y último movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven sirve para ilustrar el problema de reducir una obra de arte a mercancía de hit parade. Como es sabido, el movimiento se inicia en la cacofonía, para dar paso a la repetición del comienzo de cada uno de los tres movimientos anteriores. El esfuerzo por iniciar este movimiento, por producir la música, “se escucha”, como si estuviéramos en la mente del compositor, dentro de su proceso creativo. Tras el fracasado intento, se introduce el archiconocido tema, para entonces repetir la cacofonía inicial, que finalmente nos conduce a la introducción de la voz como feliz resolución del conflicto. Todo este dramático comienzo expresa, entre muchas otras cosas, el esfuerzo del artista por realizar su trabajo, esfuerzo que Beethoven comparte con sus oyentes al ofrecerlo como tema en la composición. Por tanto, reducir este movimiento a los familiares compases de la Oda a la alegría, es literalmente aniquilar el arte de Beethoven. Así, perdemos la oportunidad de desarrollar y ejercer nuestra capacidad para lo complejo, para la creación, la imaginación.
De modo que la pérdida no es solo del compositor. En una entrada a su diario, Bertolt Brecht (16 de agosto de 1944) comentó que la Novena estaba a un paso de reducirse a “jingle comercial” de Coca-Cola; en efecto, eso fue exactamente lo que ocurrió en 1989 cuando la Pepsi-Cola utilizó las imágenes de la caída del muro de Berlín para anunciarse con el “Aleluya” de El Mesías de Handel. “For the lord God omnipotent reigneth”: el inexpugnable capitalismo.
Empero, si existe tal fenómeno como el “arte capitalista”, también existe el “arte socialista”. El poeta César Vallejo señala como ejemplos de arte socialista a “Beethoven, muchas telas del Renacimiento, las pirámides de Egipto, la estatuaria asiria, algunas películas de Chaplin, el propio Bach”. Según Vallejo, esas obras “responden a un concepto universal de masa y a sentimientos, ideas e intereses comunes—para emplear justamente un epíteto derivado del sustantivo comunismo—a todos los hombres sin excepción”. Beethoven y Bach, escribe el poeta,
llegaron, en efecto, a tocar lo que hay de más hondo y común en todos los hombres, sin aflorar a la periferia circunstancial de la vida, zona esta que está determinada por la sensibilidad, las ideas y los intereses clasistas del individuo. Otros músicos operarán de ambos modos en la vida social: en lo profundo y en lo contingente de todos los individuos; es decir, sus obras serán más socialistas que las de Bach y de Beethoven. [El arte y la revolución]
Hay obras de Cage—Musicircus (1967), singularmente—en los que se cumplen estos señalamientos de Vallejo. Otras nuevas formas se experimentan hoy que, no dudamos, serán modelos significativos para esas generaciones futuras que defenderán la música como espacio de práctica filosófica.
Al presente, nuestra sociedad se halla desfasada respecto a estas posibilidades. En su prólogo al libro de crítica musical de Edward W. Said, Music at the Limits (2008), Daniel Baremboim ofrece una visión pesimista de la música en el mundo contemporáneo. El pianista argentino comenta sobre Said:
Su travesía por este mundo tuvo lugar precisamente en el tiempo en que el valor de la música en la sociedad comenzó a decaer. La humanidad de la música, el valor de la contemplación y el pensamiento musical, y la trascendencia de la idea tal como se expresa a través del sonido son conceptos todos que lamentablemente siguen declinando en el mundo moderno. La música se ha aislado de las otras áreas de la vida; ya no se considera un aspecto necesario del desarrollo intelectual. Así como sucede en la medicina, el mundo musical ha evolucionado a una sociedad de especialistas que conoce más y más sobre menos y menos. [Traducción nuestra]
De la realidad de estas palabras puede dar testimonio el hecho de que en Puerto Rico, como en tantos otros lugares, se ha perdido la obligación de ofrecerles a los niños la experiencia de aprender a tocar un instrumento musical, de apreciar la diversidad de creaciones musicales que tenemos, tanto en nuestro país, como en el resto del mundo. Lo que eso significa en términos de pérdida de calidad de vida, el tiempo dirá, y penosamente.
Por lo pronto, ponemos nuestra esperanza en los jóvenes que, pese a la falta de estímulo, insisten en educarse y apoyar el gran proyecto de la educación musical de la sociedad puertorriqueña. No es, empero, un proyecto libre de escollos. Dado el alto grado de anti-intelectualismo que permea la sociedad—y nada habla más de las debilidades de una colectividad que su negatividad ante la función intelectual—no es de extrañar que el conocimiento de la música llamada “clásica” sea considerado entre nosotros como un signo de esnobismo clasista merecedor de desprecio. De que tal actitud es, además de errónea, insensata, da testimonio el trabajo y el pensamiento de aquellos que a tales menesteres se dedican. A modo de ejemplo, cito una conversación que el joven músico Pedro González Hernández (1990-2015) sostuviera en su muro de Facebook, aquí transcrita tal cual:
Pedro González Hernández: No puedo creer que Victor Manuelle está pegao’ con la mierda de canción esa, que tiene exactamente la misma progresión armónica que la canción de Marc Anthony. “Vivir la vida” y “Que suenen los tambores” es exactamente la misma basura. No hay creatividad; mientras estos tipos se hacen millonarios con más de lo mismo, otros proyectos y agrupaciones musicales no encuentran salida. Al puertorriqueño le gusta escuchar la misma mierda todo el tiempo, por eso las artes no progresan; el arte es elemento fundamental del entretenimiento, y el entretenimiento es elemento clave del progreso y enriquecimiento económico y social de un país. Estamo’ atrás mi gente. Q vamo’ acel… #soyunhaterdecorazón
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Amigo 2: El éxito radica en colocar el V7/V (y el “high point” en la voz) al final de cada frase…
Amiga 3: yo pienso esto TODOS LOS DÍAS
Pedro González Hernández: Eso son progresiones pa’ hacer “fadeout”, nunca resuelven porque la cadencia plagal está en el compás fuerte, dentro del estilo del género. Esto es considerando que estamos en Eb mayor, empezando la progresión en el 6to grado menor…
Amigo 2: Pedro, si yo recibiera un dólar por cada progresión que comienza de esa forma (producto de la programación de casi cualquier emisora FM), pagaría mis préstamos estudiantiles esta misma tarde.
Pedro González Hernández: jajaaj
Amiga 4: Jajaja
Amigo 5: Quiero ver alguna canción por ahí que tenga una 6N o una 6A. Es más, daría cualquier cosa por tal de escuchar por lo menos una notal pedal en algún momento (solo Ilan Chester si la memoria no me falla y Styx)
Amigo 6: El chivo pepe cantando
Pedro González Hernández: Eso es mucho pedir… Eso es como pedir en Burger King un Whopper medium rare
Amigo 7: La cabrita que canta.
Pedro González Hernández: Concurro
Amigo 8: Con todo el debido respeto, creo que esto es más un fenómeno del capitalismo en respecto al surgimiento de la música “comercial”, es decir, para venderse. Y ahí estoy completamente de acuerdo con Pitbull, y todo lo que se ha dicho aquí. Pero a las afueras del campo que conocemos de esta música (que no es aislada: hay música muy buena de alto contenido que se torna comercial, y viceversa), hay otras músicas que no se preocupan por ese aspecto de venta y por eso se pueden elevar y son hechas genuinas y de calidad. Muchos rumberos cubanos, tambores africanos, quechuas, tablistas, etc. puede que no sepan lo que una 6ta aumentada es, pero saben lo que es hacer música. [Facebook, 11 nov 2014]
Nótese que el reclamo de González Hernández y de sus comprometidos colegas no se limita a un asunto técnico-musical. Sus comentarios reconocen que la música, como toda otra actividad intelectual, incide en la calidad de vida de la sociedad dentro de la cual se desarrolla. No hay razón alguna para impedir que todos los ciudadanos podamos reconocer una “cadencia plagal”. Ese conocimiento no tiene por qué ser de una élite. Si todos recibiéramos una educación musical, ¿toleraríamos la mediocridad que nos impone el mercado? ¿Y qué de nuestro pensamiento, de nuestra capacidad para la reflexión?
La gran Cathy Berberian solía concluir algunos de sus recitales con un canto campesino escandinavo—külning—para llamar vacas. (Ya se sabe cuánta afición tienen las vacas por la buena música.) De ese canto depende la subsistencia económica de una vasta comunidad. La inclusión por Berberian de tal selección junto a composiciones de Monteverdi, Debussy, Cage y Berio, nunca fue una pedantería, mucho menos un chiste. Más bien, un reconocimiento de que la música es, desde sus orígenes, una imperiosa necesidad humana que ha servido a través del tiempo para examinar, expresar y debatir todo aquello que los seres humanos estimamos o nos desvela. Su función, como la de todo gran arte, siempre ha sido política. Eso explica por qué su actual utilización como mercancía no debe en modo alguno sernos indiferente. Es que, a fin de cuentas, se nos va la vida en ello… dónde quedaríamos si las vacas no respondieran a nuestro canto.