Lo oscuro pare luz, y eso consuela
A propósito de Lo que no tiene nombre de Piedad Bonnett
Perlas
Como el molusco
los poetas tenemos una belleza extraña,
que atrae y que repugna.
Nos gusta el fondo amargo de las aguas,
y en las profundidades vivimos, respiramos,
escondidos debajo de las conchas calcáreas
y a menudo aferrados a las piedras.
Cada tanto,
un elemento extraño nos invade,
se enquista en nuestra entraña
y comienza a crecer.
Una hermosa señal de que no estamos solos,
de que somos del mundo, para el mundo.
Amamos esa masa que crece en nuestros vientres,
que se hace dura y bella a expensas de lo blando.
La cerrazón asfixia, sin embargo.
Por eso nos abrimos y expulsamos
esas íntimas lágrimas,
casi siempre imperfectas.
Lo oscuro pare luz, y eso consuela.
–Piedad Bonnett, Explicaciones no pedidas
Hace unos meses traté de pedir ayuda para un joven que pasó varios meses plantado a sol y sereno, con la mirada perdida en medio del bullicio, en una de las avenidas de Hato Rey. La primera vez que lo vi estaban acabando las clases, en diciembre de 2012. Me llamó la atención su silueta, parecida a la de un guerrero desprovisto de lanza, con la mirada perdida en el horizonte, completamente inmóvil bajo una gran ceiba de la marginal. De día y de noche lo encontraba allí cada vez que pasaba. A veces lo encontraba sentado un poco más adelante, en la parada, con la mirada fija al otro lado, como si buscase algo. A veces se le veía caminar un tramo corto, de ida y vuelta, en la misma actitud de quien espera. Las ropas se fueron oscureciendo, los zapatos, al principio evidentemente maltratados, se habían hecho pedazos a las tres semanas. No molestaba a nadie, ni al parecer nada de lo que pasaba a su alrededor parecía inquietarle. Por lo visto, a pocos les llamaba la atención. Los vecinos a quienes les preguntaba por él no recordaban haberlo visto. Pasaron las celebraciones de Nochebuena, Navidad, Año Viejo, Reyes Magos, las fiestas de la calle San Sebastián, comenzó el curso nuevamente, y el muchacho continuaba en el mismo lugar. Era evidente que no estaba bien, que necesitaba ayuda psiquiátrica. ¿Pero cómo se consigue atención psiquiátrica para un extraño en este país? ¿Valdría la pena buscar ayuda? ¿Quién se hace cargo? Cuando decidí emprender la búsqueda de asistencia en las oficinas del gobierno, el muchacho había desaparecido.En ese joven he pensado en estos días, mientras leo el relato de Piedad Bonnett, Lo que no tiene nombre (Alfaguara 2013). Este libro que la editorial entrega como “novela” a sus lectores, es en realidad la ficcionalización de un testimonio, conscientemente atravesado de literatura, de la pasión y muerte de su hijo de veintiocho años, aquejado por la esquizofrenia. A diferencia de muchos jóvenes que encontramos diariamente en nuestro recorrido urbano, víctimas del descuido y la indiferencia de todos, Daniel contaba con una amorosa familia que lo cuidaba y apoyaba. Bonnett describe el desconcierto de la pérdida, el trabajoso tránsito del golpe hasta el consuelo, pero también se adentra en una reflexión sobre la enfermedad mental, el suicidio y las precariedades del sistema médico de su país. Su perspectiva -la de una escritora, destacada poeta y catedrática universitaria colombiana- se traduce en un cuidadoso relato de conmovedora hermosura. Es sin duda, como ella misma ha dicho, un ejercicio “plenamente literario” que evade, a conciencia, todo sentimentalismo. Escoge para paliar su dolor, no la poesía a la que está más acostumbrada, sino la narrativa, un medio que le facilita el control del sentimiento: “Narrar me permitía contención afectiva, me permitía racionalizar, me permitía coger la rienda. La poesía es más emotiva y probablemente me llevaría a unos desbordamientos sentimentales que no, que no quiero”.1 Le dice a Winston Manrique Sabogal: “Nunca había comprobado de manera tan impresionante cómo literatura y yo somos una sola cosa. Porque lo primero que se me ocurrió fue escribir. … La decisión de escribir fue tremenda. Fue lo que me permitió sortear el duelo. Todo el tiempo estuve haciendo un movimiento de lo puramente emotivo, que me arrasaba, a un movimiento intelectual”.2 Mi lectura, sin embargo, es que, a pesar de que narra una historia, como en los cuentos de Raymond Carver y Vladimir Nabokov que ella comenta en su libro, su discurso responde más al carácter sugeridor de la poesía.3 Con poco, dice mucho más, y es que su relato carga también mucho más de lo que es capaz de abarcar la palabra; en términos hemingwayanos, se asoma solo la punta del iceberg.
Menos conocida en Puerto Rico, Piedad Bonnett es una de las figuras más destacadas de la poesía hispanoamericana contemporánea. Con ocho poemarios y cinco novelas a su haber, ha recibido importantes reconocimientos y participa regularmente en los principales encuentros literarios del mundo hispánico. En mayo de 2011 Piedad Bonnett obtuvo el Premio Casa de América de Poesía Americana por su libro Explicaciones no pedidas. Dos días después, la llaman desde Nueva York para notificarle el suicidio de su hijo, Daniel. Le ha sucedido lo impensable, lo más terrible, lo que no tiene nombre. Sin embargo, en este escrito no hay desesperación, sino una meticulosa búsqueda en los hechos, en los signos, de una explicación o, por lo menos, tal vez, de un provecho de la desgracia. Más que un consuelo, pretende reparar el vacío de la pérdida.
En su discurso, inevitablemente, inciden elementos librescos –no por ello menos verdaderos– y se reconoce, en cada detalle de la anécdota, la potencia dramática y poética –y por lo tanto salvadora– de su realidad. ¿Qué hacer con este llamado? ¿Con estas voces que, de una forma distinta a como las percibe el hijo esquizofrénico, le hablan de un sentido a punto de revelarse?
Años antes ha publicado una novela, Para otros es el cielo (2004), sobre un académico que pierde fe en la palabra. Las palabras, más que liberadoras, parecen encerrar la vida misma del protagonista, Antonio Alvar, en un cerco fatal. Esta otra novela, escrita mucho antes de la muerte del hijo, y posiblemente para los mismos años en los que comenzaba a manifestar su enfermedad, cuenta de un fracaso y un suicidio, pero también de la compensación del vacío: lo que leemos constituye una victoria sobre el silencio, pues posiblemente sea el relato que el personaje de Silvia, la ex-amante y fideicomisaria de sus confesiones, hace sobre el intelectual mutilado que, irónicamente, ya no cree en las palabras. La novela (o testimonio) Lo que no tiene nombre pretende, precisamente, encontrar palabras. El discurso está constituido por una serie de fragmentos, agrupados en cinco secciones tituladas: “Lo irreparable”, “Un precario equilibrio”, “La cuarta pared”, “El final” y “Envío”, que funciona como epílogo al relato. La voz (¿narrativa?) va construyendo la historia de la pérdida pero, sobre todo, esforzándose por comprender (¿salvar?) las razones y consecuencias de la desgracia. El golpe fatal de la muerte del hijo sería ese “elemento extraño” del que habla su poema “La perla”, que invade la conciencia poética y, allí, en el centro más entrañable, se acoge y empieza a crecer. En “Lo irreparable” se cuenta del desconcierto de la noticia, la disposición del cuerpo y los rituales del duelo –con sus implicaciones en la comunidad. “Un precario equilibrio” narra el proceso de la enfermedad mental y, sobre todo, el efecto que tiene sobre los padres. ¿Hasta dónde somos (podemos ser) responsables de la protección de los hijos? Seguidamente, en “La cuarta pared” se ocupa de reflexionar sobre el suicidio y el sentimiento de fracaso, y en “El final” da cuentas de los consuelos del legado del hijo, un artista prometedor, y la fuerza vital que sostiene a los dolientes, representada en el nacimiento de la nueva nieta. El libro cierra con un mensaje de envío al hijo, a quien se le ofrece la obra literaria, a manera de monumento y nuevo parto: la perla “dura y bella a expensas de lo blando”.
El relato se inicia con la visita al apartamento desocupado del suicida a buscar sus pertenencias. Hay algo en los gestos descritos, unánimes y mudos, de los deudos, que provocan la impresión de una ceremonia: “Antes de llegar al portón, y como impulsados por un mismo pensamiento, nos detenemos y miramos hacia arriba, como calculando los cuatro pisos que debemos empezar a subir”. Destaca la irrupción del ruido de las cosas en el silencio. No hay palabras, solo el eco de sus movimientos en el edificio vacío. En efecto, esta secuencia inicial, se destaca por su teatralidad. Quien lee, también en silencio, acompaña a la narradora y a su familia, se adentra en el horror y la pena de la pérdida, participa del rito ceremonial a través de la lectura. Hay cierto tono de resignación en las descripciones de la calma, una contención casi estética, como si la belleza fuera un tácito homenaje a la memoria del muerto. La insistencia en manejarlo más como objeto literario, como artificio, que como testimonio, nos recuerda la verdadera pulsión de la literatura: ¿Puede (debe) un artista mirar (experimentar) la vida, sobre todo, estos momentos tan tremendos, separado del entorno creativo? ¿Puede contener el impulso de cultivar la “perla”? ¿Acaso la pulsión del artista es, efectivamente, algo connatural, como la empresa del feo molusco del poema de Bonnett?
El texto tiene, a pesar de las elaboraciones que, por momentos, podrían distanciarnos, reflexiones sobre procesos tremendos y comunes a los que contadas veces nos enfrentamos. Así sucede con su comentario sobre la donación de órganos, moderna imagen de la comunión cristiana que tan bien aprovecha el film Jesús de Montréal de Denys Arcand (1989).4 En la llamada de autorización la madre revisa con la encargada “una lista impensada de órganos, que iban mucho más allá de su corazón, sus riñones, sus ojos. … Y Daniel, mi hijo entrañable, el muchacho de labios carnosos y piel bronceada, se fue deshaciendo con cada palabra mía”. Veo, además, en esta disección imaginaria una analogía con lo que hace Bonnett con su misma experiencia; la escritora también disecciona su pena y ofrece una reflexión libresca, no por ello menos genuina, como punto de partida para la reflexión del lector que la vuelve en algo entrañable, personal y pertinente para sí a través del proceso de lectura.
Del mismo modo se aborda el asunto de la ceremonia y los rituales fúnebres. Todos hemos pasado por eso, la incomodidad que nos trae el dolor ajeno, la impotencia que se siente frente a la desgracia y sus efectos. También nos hemos sentido culpables de sentirnos a salvo. Con cruda certeza, apunta lo siguiente sobre los asistentes a las ceremonias, y sentimos que habla de nosotros, los mismos lectores: “Están conmocionados, están tristes, pero el muerto es otro. … Genuinamente conmovidos, todos tienen, sin embargo, un pequeño temblor allá adentro: el estremecimiento agradecido de los sobrevivientes”. Como si de una peculiar novela policial se tratara, una vez termina esta primera parte, lo esencial está dicho, hemos encontrado el cuerpo, los otros (sospechosos y testigos) y el desorden (el crimen), pero aún nos falta la causa.
La sección titulada “Un precario equilibrio” aborda un asunto central de la historia: la enfermedad mental, inoportuno padecimiento, marcado por la vergüenza y siempre misterioso y confuso. La presentación de los primeros síntomas, la constatación del diagnóstico, el trasiego con los hospitales y doctores, resulta angustiante. La locura es aún un fenómeno incomprendido, pesada carga y tabú, que suele dejar al paciente – y a su gente cercana – en plena desolación. El punto culminante de este relato es, sin duda, el recuento de la crisis en la cual los padres constatan la gravedad del asunto, presentada en el texto con fina maestría narrativa.
Su texto dialoga entonces con varios libros sobre la enfermedad, incluyendo testimonios de pacientes, y sobre el suicido, como el ensayo que escribe el escritor británico, Al Álvarez, a partir de la experiencia de Sylvia Plath, El dios salvaje: el duro oficio de vivir. A medida que añade referencias, se hace patente la acumulación de preguntas y dudas. La madre rememora la enfermedad del hijo y narra el angustioso proceso de la crisis y sus efectos; revisa sus certezas sobre el carácter de Daniel: hipersensible, perfeccionista, estudioso, riguroso, aficionado a la pintura y a la música. Responde –y las y los lectores con ella- a una inescapable “pulsión investigativa”, quiere saber, entender. Hace un recuento de la angustiosa búsqueda de conocimiento sobre el hijo: sus pertenencias, sus escritos, sus dibujos, sus comentarios. Incluso descubre que Daniel se sabe perfeccionista, dato que recuerda a Antonio Alvar, el intelectual suicida de la otra novela de Piedad Bonnett, que ella misma ha reconocido en alguna entrevista como un posible alter ego suyo.
La última sección del libro, “El final“ constituye una reconciliación con la idea de la muerte, y más aún, con la decisión del suicidio. El hijo, en medio de una de las crisis, le ha pedido a la madre que “lo ayude a terminar” y ella, la madre-escritora, de cierta forma lo hace con este libro:
…para aliviarlo, pero tal vez para aliviarme, hay días en que hago venir la imagen de mi hijo hasta donde yo estoy, para abrazarlo, darle un beso en la frente, acariciar su cabeza como hice cuantas veces pude, y decirle al oído que su opción fue legítima, que es mejor la muerte a una vida indigna atravesada por el terror de saber que el yo, que es todo lo que somos, está habitado por otro.
Cuando concluyo la lectura de Lo que no tiene nombre, me resuenan las palabras de César Vallejo: “tanto amor y no poder nada contra la muerte”. Me pregunto si se podría, con tanto amor, hacer algo contra la locura. Le sigo dando vueltas al asunto. Regreso al recuerdo del joven enajenado de la avenida, y me pregunto si también él habrá tenido, como el bienaventurado Daniel, el difunto hijo de Piedad Bonnett, tanto amor que, al menos, lo sostuviera en los momentos en los que regresaba al mundo. Esa pobreza, ese desamparo, tampoco tiene nombre. Entonces pienso en el poema “La perla” de Piedad Bonnett. ¿Habrá forma de transformar esta otra pena? Las palabras siempre están allí. “Lo oscuro pare luz, y eso consuela.”
Obras citadas:
Al Álvarez, El dios salvaje: el duro oficio de vivir. Barcelona: Emecé, 2003.
Piedad Bonnett, Explicaciones no pedidas. Madrid: Visor, 2011.
—. Lo que no tiene nombre. Madrid: Alfaguara, 2013.
—. Para otros es el cielo. Madrid: Alfaguara, 2004.
Nota: Para acceder al blog que se hizo en memoria de Daniel, visite el siguiente enlace: http://danielsegurabonnett.
blogspot.com.
- Entrevista para Casamerica, URL: http://www.youtube.com/watch?v=Qxp90lGhU2o [↩]
- Winston Manrique Sabogal, “Piedad Bonnett: autoretrato del dolor innombrable” 30 de septiembre de 2013. URL: cultura.elpais.com/cultura/2013/09/29/actualidad/138040523_369538.html [↩]
- Me refiero a los cuentos “A Small, Good Thing” de Raymond Carver, y “Signs and Symbols” y “Christmas” de Vladimir Nabokov. [↩]
- En esta película el personaje de Jesús es, previsiblemente, “sacrificado”, y sus órganos distribuidos para la “salvación” de otros. [↩]