Lo prometido es deuda
Desde hace una década nuestra población resulta esencial para una nueva forma de extracción de riquezas. Ya no se trata del valor creado que nos retienen en los salarios, ni de los intereses que pagamos por no contar con el monto necesario para una transacción, ni de vender nuestras hipotecas como productos financieros derivados. El capital financiero le ha propuesto a los gobiernos rentabilizar la vida misma de sus ciudadanos, sus ires y venires, sus hábitos más cotidianos. Uno de los ingeniosos mecanismos para esto es la titularización. Se trata de una invención diabólicamente sencilla. Digamos que usted es una institución que carece de dinero, pero no está corta de poder. Si ese poder implica la facultad de gravar un flujo de capital constante puede ofrecer el gravamen como colateral de un crédito. Sus acreedores posiblemente le exigirán la creación de un fideicomiso supervisado por terceros a donde puntualmente enviar los recaudos. El 13 de mayo de 2006, bajo la administración conjunta de Aníbal Acevedo Vilá, Kenneth McClintock y José Aponte, se aprobó la Ley 91 que creó a COFINA (Corporación del Fondo para el Interés Apremiante) con la potestad de emitir bonos para el pago de unos $6,800 millones de deuda entonces al descubierto. La ley adjudicaba a COFINA lo que era entonces la mitad del IVU que le correspondía al fondo general (5.5%) y el resto (1.5%) lo asignaba a los municipios. Para junio 30 del 2014, COFINA adeudaba ya 16,640 millones de dólares.
En el caso de COFINA el gobierno ofreció como colateral la capacidad de gravar una actividad económica que le era ajena. Ni el gobierno era dueño de los bienes que gravaba ni mucho menos era su único consumidor. Nada parecería más contrario a los principios neoliberales que permitirle a un tercero imponer un cargo en una enorme cantidad de transacciones económicas. Pero el capital tiene solo una virtud: no es dogmático. Lograr acceso a ese manantial económico que era nuestro atolondrado consumo le debió parecer irresistible. De la noche a la mañana, y fresca aún la tinta de las leyes y los fideicomisos, comenzamos a pagar a través de los actos minúsculos de la vida misma. Resulta más fácil listar cuando no pagamos que cuando lo hacemos. Las excepciones son poquísimas porque hasta los alimentos tributan el 1% a los municipios. Lo peor es que muchas veces pagamos una deuda viejísima refinanciada intergeneracionalmente y cuya utilidad, si alguna vez la tuvo, debe haber caducado. Es decir, pagamos la hipoteca de una casa en ruinas.
A partir de la implementación del IVU nuestra vida cotidiana —sí; la suya y la mía, la de los vecinos de todos— se volvió un recurso menguante del cual se extraen riquezas a sorbitos para colmar la gran copa de una ínfima minoría trasnacional. EnThe Matrix los humanos soñaban que tenían una vida con peleas de pareja, bares repletos y trabajos aburridos. Solo después de ingerir la pildorita roja descubrían que el mundo que soñaban no existía y que ellos no eran más que baterías para las máquinas que todo lo controlaban. Nosotros no somos baterías, pero el gobierno y el capital nos tratan como tales. Tenemos una vida, sin duda, novedosamente rentabilizada en cada uno de sus discretos actos. Gracias a doña Lisa Donahue encender la luz y enfriar el agua en la nevera ayudará también a pagar la deuda de la Autoridad de Energía Eléctrica. Y algo similar ya se ha propuesto para la Autoridad de Acueductos y Alcantarillados; con lo cual la ducha diaria será una fuente de repago y lavar el carro, ni le cuento.
Es bastante perturbador que cada acto cotidiano conlleve una aportación a los fondos del capital global, pero aquí hay algo más, igualmente nuevo y siniestro. La vida bajo el capitalismo nos obliga a dar por sentado que satisfacer cualquier necesidad a través del mercado implica enriquecer a los que hayan hecho la inversión necesaria para los bienes y servicios que adquirimos. El golpe de timón que nos asestó el neoliberalismo nos obligó a enfrentar la novedad que la infraestructura construida con los fondos que todos aportamos puede utilizarse para generar ganancias privadas. Ya sabemos que pasar por un peaje, llegar al aeropuerto, bañar al perro o prender la estufa pueden ser actividades rentabilizadas de modos desconocidos. Lo que parece nuevo con el mecanismo de la titularización es el hecho de que esta vez nos piden más a cambio de nada. Se ha quebrado la apariencia del quid pro quo que era esencial a la experiencia del mercado. Algo musitan los defensores de la titularización a los efectos de que con los fondos que se allegan sembrarán dos arbolitos y repararán algunas puertas desvencijadas. Pero el esfuerzo es muy poco convincente. El IVU no mejora la calidad de los productos que compramos, ni los abarata, ni crea un fondo para sustituir las importaciones. Los aumentos a los peajes no necesariamente mejoran las condiciones en la carretera y ciertamente no contribuyen a desarrollar un servicio alterno de transportación pública. Ni siquiera nuestro gobierno tan panglosiano cree que la titularización en la AAA reducirá los salideros. Ya sabemos que la titularización de la de la AEE no conlleva una conversión significativa de la generación eléctrica a fuentes renovables. Todo lo contrario. La falta de actualización y mantenimiento en estas corporaciones aún públicas encarecerá los servicios básicos. Por primera vez tenemos ante nosotros la promesa de que pagaremos más por lo ineludible y obtendremos menos a cambio. A esa honestidad la llaman transparencia, como para consolarnos, cuando ser transparente en el argot financiero es la apariencia de verdad en lo que sigue siendo una tomadura de pelo.
A pesar de toda su sofisticación, el capital financiero ha vuelto a imponer sobre las poblaciones que Wolfe estudiaba, y también sobre algunas metropolitanas, la más antigua de las formas de extraer riquezas. El capital financiero ha reinventado el tributo, la ofrenda que pagaba un pueblo sometido a aquel que creía capaz de infringirle enormes daños. La insidiosa diferencia es que ahora es casi imperceptible. No desfilamos una vez al año con los sacos de cereal y las mulas repletas de carga. Ahora solo tenemos como evidencia una nueva línea en la factura eléctrica y dos más en cada recibo. Eso, por ahora.
Tenía razón Wolfe, la invasión es una estructura. Tras 118 años ha probado ser la más plástica de todas las estructuras del país. Los que #sequitan escapan esta nueva forma de explotación. Los que #nonosquitamos la seguimos sosteniendo, haciendo cada vez más malabares. Puesto que han variado las formas de la explotación debemos reconsiderar nuestros modos habituales de cimarronaje. Los que no estamos contemplando la opción de irnos en avión a alguna Indiera podemos ensayar nuevas formas de desafección al nuevo-viejo régimen. Podemos declarar días de embargo al capital. Decidir qué días del mes nadie compra ni siquiera un chicle. Y si el capital financiero ha reinventado el tributo, podemos reinventar nosotros el trueque y la producción compartida. Podemos también honrar a uno de nuestros más grandes desterrados imitando su ficción, ya de por sí tan anclada en la realidad. En tributo a José Luis González podemos empezar a apagar las luces al unísono y salir un rato largo a contemplar las estrellas. Cuando menos avistaremos nuevas constelaciones y en el intento seguramente ensayaríamos modos más humanos de estar a oscuras.