Los almendros de la plaza de Santiago
Todavía en agosto, y a veces entrado septiembre, algunos flamboyanes encienden la lejanía y las laderas; y el de la esquina de casa al doblarla de salida siempre sorprende y se estampa; siempre distrae al regreso. Las reinas de las flores y los arbustos de cafeíllo, entre los que conozco, también florecen con los flamboyanes entre mayo y julio. Pero desconozco el ciclo en flor de los almendros. Solamente he celebrado su sombra y sus hojas que enrojecen antes de caer como si fueran de otoño. No sé por qué, pero apuesto a que ha habido más almendros tronchados que flamboyanes a pesar del comején que tantas veces los corroe y daña.
El único ciclo que reconozco de los almendros es el que he registrado en algunos testimonios que los celebran en la historia y en la literatura puertorriqueña del siglo XIX. Los hubo una vez regios y copudos en el llamado Prado —que así llamaban entonces a la actual plaza de Colón, antes plaza de Santiago. Señoreaban en la explanada de tierra contigua al revellín, cortina y baluarte de Santiago y a la destruida puerta de tierra, de la que aquella zona después adquirió su nombre. También por allí cerca, en el paseo de Covadonga, estuvo la plaza de la Lealtad que daba otro desahogo arbolado fuera de las murallas y paisaje abierto a la bahía.
Sobre la plaza de Santiago y sobre la construcción durante la década de 1830 del “teatro o coliseo” que después habría de llevar su nombre, escribió Tapia: “[E]ra un descampado que la presencia de aquel edificio obligó a mejorar. Cercose con asiento de granito cubierto de hermosos almendros y pavimentado su centro de hormigón. Así la conocí yo y presencié allí, niño aún […] [A]pellidábase aquel sitio El Prado, como remedo aunque distante, del famoso de Madrid. Aquella plaza ha sido llamada de Penélope por las muchas variaciones que ha sufrido. Los árboles fueron vandálicamente cortados, so pretexto de las hormigas, y desaparecieron los asientos, […] volviendo a ser la plaza pasto de cabras, hasta que al fin, tras de nuevos cambios, ha venido a ser lo que es hoy: un sitio alumbrado y con asientos, bien pavimentado y en vía de volver a tener aquel arbolado, que aún no ha logrado reponerse.1
Aquel arbolado fue sustituido por el ralo cerco de otra especie raquítica y enjuta; sin solaz de follaje y sombra, como demuestran los grabados y las fotos entre 1890 y 1899: que ni sus troncos ni sus copas se asemejan a los almendros, sino a alguna dasonomía enclenque como la que actualmente apenas se advierte en su entorno muy poco tropical y muy distante, por su gravedad y compostura, de los guayacanes que Ricardo Alegría sembró en la plaza de San José para un futuro perdurable a su sombra y para el recuerdo.
Se recuerdan los almendros de la plaza de Santiago desde el temprano testimonio de Edward Bliss Emerson de 1831. Residió en la Isla entre 1831 y 1834, al igual que su hermano Charles Chauncy, aunque este por más corto tiempo (1831-1832), mientras ambos intentaban recuperarse de tuberculosis. Su diario, además de la correspondencia de ambos hermanos con el célebre Ralph Waldo Emerson y otros miembros de su familia, describen unas viñetas sobre las costumbres, la cultura, el paisaje insular y el de la isleta de San Juan, que complementan otros testimonios de esa década menos íntimos, como los del coronel inglés George Dawson Flinter. Por tratarse de la perspectiva transitoria y casi turística de un visitante muy perspicaz y atento, el instrumento de su mirada podría cotejarse con la nuestra a pesar de la distancia histórica o, quizás, debido al paralaje con que nos alcanza la misma historia, podríamos avizorar el encuentro de una misma perspectiva: porque tan extranjera y extraña es nuestra perspectiva actual como aquella otra del extranjero del pasado. Nuestra mirada también tiene que instalarse ante un paisaje ajeno. Edward Bliss anotó sobre la plaza de Santiago en su diario correspondiente al 8 de abril de 1831: “Fuera de las puertas de la ciudad vimos a las tropas en formación y disfrutamos la música de una banda grande. Las tropas vestían de blanco […]. Vimos al Gobernador o Capitán General tomando [sic] su caminata en la plaza frente al teatro. Esta plaza, decorada con almendros, es muy bonita aunque pequeña. De varias puertas cuelgan cotorras que gritan en concierto con los niños”.2
La abstracción idealizada de esta estampa, en lugar de la pormenorizada documentación de otras descripciones y comentarios no tan halagadores sobre españoles y puertorriqueños por ambos hermanos, solo pretende enmarcar la plaza de Santiago y el realce de sus desaparecidos almendros; tan solo un atisbo de historia documental compartida por la mirada del extranjero y por la pérdida que solo la historia nos conserva: porque tan ajena es su historia como la mirada distante de Edward Bliss Emerson en abril de 1831. Los viejos testimonios y las fotos que se conservan comparten con aquellos almendros otra sombra —que ya no la de su ramaje— de la que los árboles tronchados son figura. La búsqueda de su tiempo perdido también podría conducirnos al encuentro de las tinieblas de un desconocimiento compartido.
Otro extranjero de paso por la Isla en la segunda mitad del siglo XIX, Carlos Peñaranda, recogió en Las cartas puertorriqueñas (1880-1887) un panorama de las costumbres y de las tradiciones, de la economía y del gobierno, que compararía, en escala menor, con las relaciones que sobre estos mismos asuntos las precedieron. Legó, además, una de las más valientes críticas al régimen colonial de los capitanes generales y a la previa cesura, de la que él mismo fue víctima. Su amistad con Manuel Alonso, Alejandro Tapia, José Julián Acosta, Lola Rodríguez de Tió, Salvador Brau y Gautier Benítez, le permitió recoger el retablo de los orígenes de la literatura puertorriqueña, dedicándole varias páginas a Alonso, a Tapia, a Brau, entre otros, para una primera muestra de la historia letrada del País.
Peñaranda sobresale por su entusiasmo ante el verdor del paisaje y por la variedad de los árboles que describe en una travesía al norte de Isla: “Cruzaba ya bajo la larga fila de almendros que sombrean el arrecife a la salida de la capital por Puerta de Tierra […]”. Ya lejos, en la cercanía de las haciendas San Isidro y La Punta de Lorenzo Vizcarrondo y Mongrand, menciona “[…] las altas y lejanas palmas moriches, el gallardo cocotero, el extendido mangó, el amarillo pajuil, el castaño de India, […]. [A]l pie de la casa el ancho flamboyán […], la jauja indígena, el preciado pichipén, el laurel de llamas, la maga negra alta y flexible, […] y en último término, verdes montañas, entre la cuales muestra su vencedora frente el alto Yunque”. ((Peñaranda, Carlos ([1885]1967). Cartas puertorriqueñas. San Juan: Editorial El Cemí, páginas 58-65.))
La larga fila [tronchada] de almendros que sombrean el arrecife a la salida de la capital por Puerta de Tierra, con la que se inicia la travesía y el registro de árboles, refiere en figura de metonimia icónica, y también en contrafigura de los tiempos, a la estructura capitolina y capitalina que hoy ocupa el más destacado lugar en las proximidades del castillo de San Cristóbal y de la destruida franja de la muralla y su puerta. Tendríamos que asomarnos a vista de pájaro para apreciar la transformación del paisaje y su pérdida.
Justamente, en la fantasía de Tapia titulada Puerto-Rico a vista de pájaro, publicada en el Almanaque-Aguinaldo de la isla de Puerto-Rico de 1857, se contempla la isleta de San Juan desde la alta perspectiva de un cóndor que vuela de paso. Se trata de otro extranjero. A su vista desde la altura se abrevia poéticamente un mapa de las principales estructuras de la vieja ciudad en sus distintas coordenadas. Por ejemplo: “[V]eía desde la altura las calles rectas y simétricamente lapidadas […] Y por último en el Oriente la plaza de Santiago o prado, con copudos almendros, pero sin flores y sin aguas”.3
Tapia escribió esta composición en el mismo año (1857) en el que se trasladó a Cuba. A su regreso a la Isla en 1866, y en otros escritos hasta su muerte, cambiará radicalmente su perspectiva de la vieja ciudad a pesar de la fascinación que siempre mantuvo por su entorno, sus edificaciones y sus calles, como demuestran las descripciones y los relatos de sus recuerdos en Mis memorias. Las frases adjetivales sin flores y sin aguas de la plaza de Santiago serían figuras de la estrechez y del hacinamiento que años después (1880) serán tema de otros escritos, como El loco de Sanjuanópolis. Aun así, las viejas calles siempre le abrieron el paso a su fantasía. Se destaca La leyenda de los veinte años y su secuela, A orillas del Rhin, publicadas en 1874, y de las que tendremos que escribir en una próxima colaboración. Tapia escribe de entrada, en el segundo capítulo de la novela: “ Por lo tanto nuestro héroe, murmurando aquellos versos de Larra, que, con engaño suyo, más lleva en la cabeza que en el corazón […] se dirige a la plaza de Santiago, cuyos almendros, según tradición de aquellos vecinos, llevose el diablo en una noche de tormenta, y párase un instante a meditar”. De nuevo, en el capítulo décimo, de camino a la peripecia de la novela: “El sol comienza a dorar los almendros del paseo de Puerta de Tierra derramándose en chispas abrillantadas y juguetonas sobre los objetos húmedos aún por el rocío de la mañana”.
Accedería a que el puntal filológico de los almendros es lo de menos siempre que lo de más sea la historia implícita de su mención. Refieren a lo tronchado y a lo olvidado y, sobre todo, al desconocimiento de que hayan sido.
- Cito de la sección XXXIII de la edición crítica de Mis memorias, en prensa, con sello de la Academia Puertorriqueña de la Lengua Española y de la Editorial Plaza Mayor. El énfasis es mío. [↩]
- Edward Bliss Emerson, “Diario”, en Matos Rodríguez, Félix. “Diario de Edward Bliss Emerson (San Juan, 1831-32)” Historia y sociedad 4 (1991): 176-77. El énfasis es mío. [↩]
- Alejandro Tapia y Rivera, “Puerto-Rico a vista de pájaro”. Almanaque Aguinaldo de la isla de Puerto Rico para el año de 1857. Mayagüez: Imprenta de Márquez: 67-72. [↩]