Los barrocos americanos
A los estudiantes que toman mi seminario sobre barroco, neobarroco y ultrabarroco les recomiendo que lean lo antes posible en el semestre uno de los múltiples textos que se han escrito sobre las artes visuales del siglo XVII, que lean un manual sobre el barroco histórico. Aunque mi curso se centra en las teorías del barroco y sus repercusiones en el siglo XX y aunque se usan textos literarios del XVII al XXI –Carlos Sigüenza y Góngora, Sor Juana Inés de la Cruz, Martín Adán, Luis Rafael Sánchez, entre muchos otros y otras –, creo que los alumnos necesitan tener un conocimiento amplio sobre el barroco en las artes visuales ya que éste tuvo un gran florecimiento en este campo y, además, mucha de la teoría que se ha escrito sobre el barroco en general se funda en la pintura, la escultura y la arquitectura. El barroco marcó casi todos los campos de la cultura –podemos hablar de poesía barroca, matemática barroca, música barroca, cocina barroca, filosofía barroca y hay quien ha hablado hasta de una mentalidad barroca–, pero no cabe duda de que fue en las artes visuales donde el barroco alcanzó sus cimas: Rembrandt, Velázquez, La Tour, entre muchos otros, son ejemplos de esos grandes logros pictóricos. Fue pensando en las artes visuales, a finales del siglo XIX y principio del XX, que se desarrolló una teoría que le hiciera justicia a un movimiento que muchas veces no fue visto de forma positiva. (Por mucho tiempo el término barroco fue un insulto o, al menos, una denominación negativa). Por ello mi pedido a los alumnos que van a pasar conmigo un semestre escudriñando recovecos de poemas o cuentos y sutilezas intelectuales sobre la esencia del barroco.
Hay múltiples manuales a escoger que cumplen con este requisito del seminario. Pueden recurrir al ya viejo, pero aun útil, texto de Víctor Tapié (1957), el de Sacheverell Sitwell (1967), el de John Rupert Brown (1977), el de Germain Bazin (1985), el de Pierre Cabanne (1987), o el de Fernando Checa y José Miguel Morán (2001), por ejemplo. No cabe duda de que opciones tienen, muchas y buenas. A ésas se ha añadido otra: Baroque and Rococo (Londres, Phaidon, 2012) de Gauvin Alexander Bailey, libro que por muchas razones un lector hispanoamericano interesado en el tema debe conocer.
Pero, ¿por qué importa el concepto de barroco en la cultura latinoamericana? La estética barroca y la neobarroca han sido de extrema importancia en el proceso de las artes cultas y la cultura popular en América Latina, aunque no siempre se ha aceptado este punto de vista. En el siglo XIX, justo después de la independencia, los intelectuales hispanoamericanos tenían que enfrentarse al problema de inventarse una historia propia y, por ende, tenían que decidir qué iban a hacer con el periodo del virreinato y de las grandes poblaciones originarias. Algunos –el más influyente entre ellos fue Faustino Domingo Sarmiento– descartaban como innecesario y negativo para crear las nuevas naciones latinoamericanas el tiempo de la colonia española, que veían como un periodo de oscurantismo y, también o más aun, las culturas indígenas que consideraban productos de razas inferiores, indignas de formar parte del nuevo ser americano. Para Sarmiento era necesario hacer borrón y cuenta nueva tajante y radical, y comenzar nuestra historia a partir de 1810, inicio de las luchas de independencia; todo lo anterior había que descartarlo o destruirlo.
Otros intelectuales del momento, en minoría, como Andrés Bello, veían con mejores ojos la cultura virreinal. Dado que Bello era estudioso de la lengua y por ello prestaba atención a la Edad Media, momento en que se origina el idioma español, veía el periodo virreinal como una especie de Medioevo hispanoamericano; algo de interés se escondía allí, al menos para un filólogo y gramático como él. Pero tuvimos que esperar hasta principios del siglo XX cuando intelectuales como Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña, marcados por la revaloración que se hacía en España de Góngora, poeta barroco por antonomasia, y de El Greco, raro pintor manierista, para que nuestro momento barroco, que coincide con la aparición de un criollo con conciencia nacionalista, fuera visto de manera positiva. Mariano Picón Salas, un intelectual venezolano relacionado con Puerto Rico por su breve estadía en la Isla y por sus estrechos contactos con Nilita Vientós Gastón, se inventó un término para el estudio de nuestro barroco; lo llamó “Barroco de Indias” y postuló que este movimiento estético estaba íntimamente ligado al nacimiento de nuestra cultura, como algo nuevo y distinto de la española. Siguiendo las claves de Picón Salas, José Lezama Lima valoró muy positivamente los gustos barrocos de esos criollos de los siglo XVII y XVIII y creó un personaje que encarna ese momento, el “Señor Barroco”. A su vez, mucha de la narrativa de Alejo Carpentier tiene como protagonista a ese arquetipo; recordemos el mejor ejemplo, Concierto barroco (1974).
Un problema central que subyace a toda esta discusión –y a la asignación que les hago a mis alumnos de leer un manual de arte barroco europeo– es si el barroco latinoamericano es distinto al de las naciones colonizadoras o si llegamos a crear un barroco propio. Las respuestas de Picón Salas, de Lezama Lima y de Carpentier, entre muchos otros, es que efectivamente llegamos a crear nuestro propio barroco y que el mismo es parte esencial de nuestra identidad colectiva. Para ellos, el barroco nos define como pueblo. Mi objetivo al hacerles leer a mis alumnos un manual sobre el barroco europeo es facilitar el contraste, posibilitar que vean los rasgos definidores de nuestro barroco en oposición al europeo.
El nuevo manual de Bailey es la obra de un estudioso del arte latinoamericano virreinal. Hace unos pocos años, en 2003, Bailey publicó un importante libro, Art of Colonial Latin America, y antes, en 1999, había publicado otro sobre los jesuitas y el arte colonial en América Latina y Asia. Recordemos que para muchos el barroco es el arte de la Contrarreforma (Werner Weisbach) y que está íntimamente asociado a los jesuitas (Bolívar Echavarría), orden religiosa que empleó la estética barroca para evangelizar. En el 2010 Bailey había publicado un libro sobre el arte colonial en la región andina y desde el título del mismo, The Andean Hybrid Baroque: Convergent Cultures in the Churches of Colonial Peru, nos habla de un punto central en la definición de nuestro barroco: esta estética es mestiza o híbrida. Recordemos que desde el estudio seminal de Picón Salas, De la conquista a la independencia (1941), mestizaje y barroco son términos que se asocian y hasta se identifican. Con Bailey estamos, pues, ante un estudioso que conoce muy bien el arte colonial latinoamericano. Por ello fue que cuando vi su nuevo libro sobre el barroco y el rococó pensé que sería una magnífica opción para los alumnos de mi seminario: mataríamos dos pájaros de un tiro, pues tendrían una visión amplia del barroco europeo y ya comenzarían a ver el latinoamericano.
Baroque and Rococo de Bailey no me defraudó. Es un libro que ofrece una visión y una definición del arte barroco de manera distinta a la que comúnmente emplean los autores de este tipo de manual. Los primeros seis capítulos de su libro no discuten la estética barroca desde una perspectiva histórica. Contrario al típico manual de historia del arte, el libro de Bailey no nos cuenta cronológicamente ni por escuelas nacionales el desarrollo de la estética barroca en Europa. Su método es comparatista, método muy típico de los historiadores de arte. Me explico: Bailey selecciona obras que le sirvan para presentar sus ideas sobre el barroco y, tras el comentario detallado de una, hace lo mismo con otra que ejemplifica otro elemento de esa estética. No lo hace cronológicamente sino que selecciona grandes temas –el autorretrato, los interiores palaciegos, la representación de los santos, entre otros– y a través del comentario de una obra y su contraste con otra va apuntando los rasgos esenciales del barroco europeo. Bailey tiene una visión muy amplia de la cultura y por ello, aunque se limita a las artes visuales, presta atención a manifestaciones consideradas tradicionalmente como menores y que, por tal razón, no aparecen en los típicos manuales de historia del arte. Este es el fascinante caso de la llamada arquitectura efímera – construcciones hechas para festivales musicales, paradas civiles, procesiones religiosas y otras actividades públicas – y los jardines. Estos son campos poco estudiados en textos de este tipo y que, como demuestra el de Bailey, pueden ser increíblemente útiles y fructíferos.
Pero la metodología del libro cambia mucho en el séptimo capítulo, el penúltimo del libro. (El octavo es breve y resume los puntos principales del estudio.) Aquí Bailey estudia el barroco en América Latina, Asia, Europa Oriental (Rusia, sobre todo) y África. Aunque sigue seleccionando piezas ejemplares o representativas que le sirvan para presentar su punto de vista de manera efectiva y concisa, incluye aquí muchos más elementos históricos que en el resto del libro. Lo que nos ofrece, especialmente con los casos de América Latina, Rusia y China, son pequeñas historias del barroco en esos lugares. Fue este capítulo el que me atrajo a su libro y es éste donde hallo dos problemas mayores en su visión del barroco producido más allá de la Europa Occidental.
El primer problema es la total ausencia de una discusión sobre el barroco en lo que hoy son los Estados Unidos y Canadá. Al final del libro, en una sección que titula ¨&¨, Bailey incluye documentos de gran utilidad para el lector: una bibliografía selecta, breves biografías de los artistas cuya obra comenta en el texto, una detallada cronología de los hechos históricos y artísticos que son hitos del barroco, un glosario de términos y dos mapas que señalan los lugares donde se produjeron las obras discutidas en su libro. Estados Unidos y Canadá son desiertos del barroco según los mapas de Bailey quien, en cambio, decide prestar atención a los pocos monumentos de influencia barroca construidos por los portugueses con la ayuda o la participación activa de los habitantes de sus colonias en África, pero decide ignorar por completo esos grandes territorios de Norte América.
¿Hubo un barroco en las colonias inglesas y francesas en el Nuevo Mundo? Bailey parece afirmar que no fue así, pero esa respuesta es errónea. El barroco sí afectó profundamente a las trece colonias que dieron origen a los Estados Unidos y a la colonia francesa e inglesa en Canadá. El impacto fue mayor en la colonia francesa que en la inglesa de ese país, y, por ello, negar su existencia es un grave error. Es curioso que así sea porque ya otros estudiosos han explorado el tema. El Metropolitan Museum de Nueva York, por ejemplo, organizó una magnífica exposición titulada “American Rococo, 1750-1775” (1992) y ésta pudo fácilmente servir de punto de partida a Bailey para incluir las colonias inglesas en ese mapa del barroco mundial. Recordemos que éste, a pesar de ver diferencias entre los dos movimientos, ve el Rococó como una secuela o continuación del Barroco.
Es cierto que la arquitectura de las colonias inglesas en ese periodo no revela profundos rasgos barroco, contrario a lo que ocurre con el neoclasicismo. La arquitectura llamada “federal”, la que se construyó después de la independencia de los Estados Unidos, es un caso ejemplar de neoclasicismo y la misma dio obras de importancia para ese movimiento, obras comparables con las europeas producidas a partir de esa misma estética. Pero no se puede negar que en las artes decorativas -especialmente en platería y ebanistería– el barroco dejó profundas huellas en los Estados Unidos durante su periodo colonial. En las colonias inglesas en ese momento, por cuestiones ideológicas y económicas, no se construyeron los inmensos edificios barrocos, sobre todo iglesias, que hallamos en México, Perú y Brasil, grandes sedes del barroco latinoamericano. Eran estas sociedades de ricos comerciantes burgueses puritanos, sin ínfulas de nobleza, que veían la ostentación del lujo como pecado. Y sus ritos religiosos no requerían del boato de sus contemporáneos latinoamericanos. Pero estos señores burgueses no vivían como monjes eremitas. Sus casas –algunas de ellas eran mansiones, como lo podemos verificar con un paseo por Boston, Massachusetts, o Richmond, Virginia– estaban amuebladas con elegantes gabinetes y escritorios que tomaban como modelo el barroco británico y, como el “Señor Barroco” lezamiano, los artesanos de las colonias inglesas en Norte América iban acriollando esos modelos y, así, iban creando una obra propia y distinta a la de la metrópoli. Sobre todo el arte de la platería -pensemos en el casi mítico Paul Revere– fue campo para crear una obra barroca o rococó americana, que aunque distinta de obras paralelas en América Latina, cumplía una función similar en cuanto a que era también un manifiesto de una cultura diferente de la metropolitana.
No hay duda de que el barroco también se dio en Norte América, más allá de México. Recordemos que el propio Bailey postula que el barroco fue el primer movimiento estético global, que afectó a todo el mundo. Y las colonias francesas e inglesas de ese continente no fueron excepción. Por ello, si Lezama titulaba su libro clave La expresión americana y en él postulaba que el barroco era el certificado de nacimiento de nuestras culturas, creo que si vemos correctamente las culturas coloniales inglesas y francesas en América, deberíamos hablar de los barrocos americanos e imaginar a otro “Señor Barroco” que orondamente caminaba por las calles de Filadelfia o de Montreal deleitándose con sus creaciones. Hubo allí un barroco, aunque Bailey no lo incluya en su mapa.
El otro grave problema de este excelente libro es el cambio de metodología que se da en ese capítulo séptimo donde se estudia lo que para algunos es un barroco periférico, el que aparece en Europa Occidental, Asia, África y América Latina. Como ya apuntaba, Bailey emplea en los primeros seis capítulos y en el octavo el método del análisis detallado de una obra y la comparación de varias para construir de esa forma su argumento. Pero en el séptimo capítulo vuelve a la visión historicista, aunque no de forma exclusiva. ¿Por qué ese cambio? Para explicarlo nos vamos a tener que remontar a Hegel, quien postulaba que América no tenía historia, que la naturaleza nos dominaba y que por ello no éramos como los países europeos.
Pero no creo que la organización del libro de Bailey intente responder a Hegel historiando nuestro barroco. El método que domina en el libro no es diacrónico sino sincrónico. Y de momento, en ese capítulo séptimo, se vuelve a la historia, a lo diacrónico, aunque sea parcialmente. Pero creo que se hace porque, paradójicamente, todavía dominan en Bailey los prejuicios hegelianos de una visión colonialista o periférica de nuestra cultura. Todavía esas culturas que se colocan en un lugar aparte, aunque aparentemente privilegiado por el mero hecho de que se incluyan en el estudio, indican que este investigador no cree que nosotros podemos ocupar el mismo lugar que lo europeo, que mantiene su posición central y dominante. Bailey define el barroco a partir del arte de la Europa Occidental. Pero ni nosotros, ni las otras culturas para él periféricas, cabemos en ese lugar privilegiado o central. Es curioso que así sea pues Bailey es un distinguido estudioso del arte latinoamericano. Pero, a pesar de ello, mantiene el eurocentrismo que nos excluye en cuanto no nos coloca en la misma posición que lo europeo, aunque nos presta atención y nos valora muy positivamente. Por ello, aunque asume que tenemos historia, sigue aceptando en el fondo el prejuicio de Hegel y por ello nos aísla o nos trata como caso especial.
Si Bailey hubiera empleado su método para todas las expresiones del barroco (además de haber incluido ejemplos de las colonias francesas e inglesas de América) hubiera podido llegar a una definición más amplia y válida de la estética barroca. Las obras de nuestros artistas barrocos le hubieran servido para ofrecer una perspectiva más abarcadora de esta estética. Pienso, por ejemplo, lo valioso que le hubiera sido analizar uno de los arcángeles arcabuceros que se pintaron en el Alto Perú durante el auge de nuestro barroco. Esas imágenes son transgresoras ya que violan los preceptos establecidos por el Concilio de Trento para la iconografía religiosa. (Éste, frente a la amenaza de las reformas protestantes, trató de sistematizar el culto en todos sus aspectos, incluyendo las artes visuales que se convirtieron en medios para evangelizar). Estas obras también hablan a grito del mestizaje cultural que se estaba produciendo en América Latina en ese momento. Esos arcángeles que parecen modelos de una pasarela posmoderna son señoritingos barrocos, parientes directos del “Señor Barroco” que crea Lezama.
Pienso en cuán útil y revelador hubiera sido comparar, pongamos por caso, uno de esos arcángeles andinos con una obra de Caravaggio, donde también se rompen las normas de la Contrarreforma al presentar a los personajes divinos como muy humanos. (Recordemos su Virgen María con las uñas y los pies sucios). El barroco, como Bailey muy bien apunta, es un estilo trasgresor por esencia y la comparación de los dos cuadros – el arcángel andino y la Virgen italiana – hubiera servido magistralmente para establecer el punto sobre la transgresión barroca mucho más evidente y fuerte. Pero nuestros prejuicios políticos muchas veces afloran sin que nos demos cuenta, aun cuando tratamos de superarlos y evaluar positivamente lo que consideramos periférico.
No obstante, a pesar de mis serias críticas al libro de Bailey, considero que estamos ante un texto de importancia que espero que mis alumnos del seminario sobre barroco, neobarroco y ultrabarroco lean. Estoy seguro que les será de gran provecho y por ello se lo recomiendo, a ellos y a usted, quien lee estás páginas.