Resulta, sin embargo, que ese entre juego del aparecer/desaparecer, que tanto disfrutan los niños y que puede llegar a ser insufrible para los adultos, se disipa en lo ilimitado de un trayecto y lo infinito de un recorrido que anteceden y sobrepasan por completo el supuesto de la ‘individualidad’. Lo singular de una obra consiste en la distintiva labor que es capaz de conjugar el sentido de los límites con los confines de lo ilimitado; la precisión de las formas con el fulgor de lo infinito.
Por esta razón, antes de que se forjara en Europa y Occidente, el concepto de obra de arte y el rasgo individual del artista, los cuales llegarán a ser inseparables, recordémoslo, del mercado y de la crítica del arte, había una experiencia artística. Un derroche de anónimas singularidades, como lo demuestran las conmovedoras pinturas rupestres de Lascaux, Altamira o Ardèche; para no decir nada de los pueblos asiáticos, africanos, de Oceanía o de la América precolombina.
Cabe entonces preguntar: ¿cómo pensar la historia del arte si la experiencia artística ya está ahí, vibrante, en la llamada prehistoria y entre los llamados pueblos primitivos, mucho antes de que apareciera la idea del artista, el distintivo de su autoría y el prestigio de su autoridad? La experiencia artística resulta inseparable del conjuro – y de las primeras conjeturas –, en torno a los sonidos, los olores, el tacto, la visión, el gusto, el color, la línea, la forma; pero también, la animalidad, el vuelo, los sueños, el lenguaje, el erotismo, la sexualidad, como tan bellamente ha demostrado Georges Bataille en Las lágrimas de Eros (1961) y, más recientemente, Werner Herzog con su memorable documental Caves of forgotten dreams (2010).
Conviene distinguir, en consecuencia, entre la historia del arte, el concepto de obra de arte y la experiencia artística. En el Pulguero de Víctor Vázquez están los índices, los pulgares, las huellas digitales, de una decidida experiencia artística que indaga en el concepto de obra de arte, para recuperar el sentido prístino o primigenio de dicha experiencia. Allí está el silencioso video del personaje abriendo y colocando, con la diligencia y cautela de las manos, las bolsas vacías de papel, para recogerlas, envolverlas de nuevo, y colocarlas, una y otra vez, en la cadencia rítmica de sus lugares. Se trata de una ascesis, de un ejercicio o práctica artística, de un atletismo espiritual, para valerme de una expresión de Antonin Artaud.
A tono con esto, nada casualmente el umbral de la exposición, que es también el alumbramiento de un momento de conciencia, se posa sobre el claroscuro de dos zapatitos que bien podrían ser los de un niño o adolescente espeleólogo que recién abandonara su cueva. Allí están el barro, los ladrillos, las piedras como fieles testimonios de lo ancestral. Y un poquito más allá, la cajita con su pelotita de fútbol, y esa otra luz que resalta el revelador signo de interrogación ?, para el que no hay respuesta alguna. Nos movemos un poco más y vemos el cubilete, bajo un bombillo encendido, repleto de objetos desechables, a la manera de un pequeño ministerio de desperdicios sólidos, con una inscripción que dice, simplemente: open.
Alzamos la vista, nos movemos hacia la derecha, con la mirada atenta, y vemos, sobre el número 39 (treinta y nueve: las tres voces del 3 que es el umbral del 10, uno y cero a la vez): la imagen de unos espejuelos sobre una nítida superficie, la cual recoge, como si fuera un espejo, sus propios reflejos. Al fondo se perfila un pequeño horizonte –punto de fuga y límite de la mirada –, donde se lee: OPEN EYES.
El Pulguero se presenta, de entrada, como un espacio libre para abrir los ojos y mantener la mente despierta. La obra de Víctor Vázquez evoca, a mi entender, ese ancestral experimento humano consigo mismo, para lidiar, en el doble sentido lúdico y agónico de la palabra, con aquello sin lo cual no habría experiencia artística: el desamparo. Me atrevo a afirmar que el conjunto de la obra de nuestro excepcional artista, querido y viejo amigo mío, es una meditación sobre el paciente cultivo de la obra de arte y la naturaleza de sus artificios: cultura, natura.
La experiencia artística puede llegar a ser, en efecto, uno de los más genuinos amparos de la condición humana. En este sentido, si bien la obra de Víctor se realiza desde la pequeña pero hermosa e intensa isla que le tocó nacer, su esfuerzo consiste también en no dejarse atrapar en las delimitaciones culturales y geopolíticas de su país. Un país demasiado aislado, no ya sólo de su contexto caribeño e iberoamericano y del resto del mundo, sino sobre todo de sí mismo, de sus propias fuerzas creadoras.
Lejos de refugiarse o identificarse con dichas delimitaciones y aislamiento, el singular experimento estético, y político, de Víctor Vázquez, las atraviesa y traspasa para sostener, desde hace ya varias décadas, la milenaria inquietud en torno a lo más elemental, a lo más básico, para lo cual se ha perdido la vista, precisamente por ser lo ineludible que no se quiere ver.
Por eso está ahí, por ejemplo, el testimonio de los huesos, los huesitos derramados de una hoya, a la manera de un perspicaz recordatorio de la contingencia, del azar indescifrable. Ahí están la sangre, la tierra, los papeles, las sombras que recorren las escaleras de unas ruinas; la hembra desnuda con sus cicatrices fálicas; los montones de medias o calcetines, la febril acumulación de los que no tienen techo; el sable, el machete, la cabeza rapada con las púas incrustadas, los tenaces restos de la madera; el pequeño navío ancestral, con sus palas como mástiles, a la manera de unas inverosímiles consignas de altamar, el naufragio de la tierra; y un libro prodigioso titulado Paradiso.
Ahí están también el pliegue de las páginas, las manos, el gancho; y la intrigante fórmula en rojo y negro, inscrita en el suelo con los cordones y su nudo, a la manera de un silente rostro ovalado, que dice: HERE NOW. Palabras estas que se prestan a un juego semántico que sólo es posible en la lengua inglesa: NOW HERE / NOWHERE. De eso se trata: aquí ahora y en ninguna parte. No hay a dónde ir ni en dónde quedarse. Esa es la inasible fuga por las que sea abren los umbrales de la intemperie.
Sorprende y resulta admirable la cuidadosa disposición de la superficie de la sala, la curaduría, por la que los artificios aparecen con toda su espontánea naturalidad. Se diría que se quiere dar a entender la desigualdad de dos tiempos: el tiempo de la experiencia artística y el tiempo que se quiere imponer en nombre de una realidad secuestrada por el falso realismo del capitalismo y sus tecnologías de la comunicación y la información. De ahí la verdad de lo que lo que está a la intemperie, al descubierto (ἀλήθεια, alétheia), sin techo ni otro reparo alguno, asumiendo la viva opacidad de lo existente.
A la luz de esto, puede pensarse la obra de arte como un acontecimiento singular e intempestivo que trastoca las expectativas y percepciones habituales de las coordenadas espacio-temporales. Una obra de arte nos saca de tiempo, del tiempo rígido, forzado de nuestros hábitos cotidianos, para integrarnos al espacio de una temporalidad indefinida, es decir, una in-temporalidad que, lejos de trascender el mundo, lo recupera y afirma en medio de la in-mundicia, de la casi inefable basura humana. Con razón pensaba Marcel Duchamp en términos de lo inframince, un concepto creado por él para designar, por decirlo así, el valor absoluto de la insignificancia, de lo que pasa por desapercibido. Como por ejemplo, lo que queda de la imagen cuando se retira del espejo, o los restos del humo cuando se extingue una llama.
Podemos, hablando de Duchamp, y a propósito de esta exposición, reformular una de esas mordaces preguntas suyas, que en su momento dio mucho que hablar, y que hoy sigue más vigente que nunca: Peut on faire des ouvres qui ne soient pas “d’art”? («¿Se pueden hacer obras que no sean [obras] de arte?») Recordemos que la palabra ‘arte’ proviene del latín ars, artis, lo cual es a su vez la traducción del griego τέχνη, esto es, técnica. La pregunta es, por un lado, retórica, pues resalta el hecho de que todo lo se que hace es el fruto de un artificio. El verbo ‘hacer’ proviene de facere, el cual está emparentado con fictio y, por lo tanto, con fictum.
El artificio es, pues, el oficio de la ficción. De ahí el verbo fingo, ‘fingir’, que literalmente significa ‘dar forma’, ‘figurar’. No hay que obviar, en esta época digital y cibernética que es la nuestra, que se trata de una actividad manual, el contacto primario con la materialidad de las cosas y la sensualidad de los cuerpos. Desde esa perspectiva, no hay manera de no hacer una obra de arte, pues aún los cuerpos, en su más íntima desnudez, son recreados por las ínfimas percepciones, como diría Leibnitz, que conforman las imágenes mentales. Desde el momento en que hablamos o pensamos, desencadenamos la fictio o ficción de nuestros pensamientos. Por eso existen los sueños; por eso existe el arte, el artista, el poeta que es un fingidor, un artesano de la ficción. (Fernando Pessoa: «El poeta es un fingidor. / Finge tan completamente / Que llega a fingir que es dolor / El dolor que de verdad siente.»)
Sin embargo, desde otra perspectiva, la pregunta de Duchamp es una manera de investigar lo que se ha llamado ‘obra de arte’, planteando un contundente desafío: ¿Se está en condiciones de entender lo que deviene, lo llega a ser una obra de arte, más allá de los marcos institucionales, comerciales, mercantiles? Desde esta perspectiva, la pregunta concierne, no ya solamente a la ficción, sino a lo que podríamos llamar el experimento con la verdad, es decir, con las condiciones reales de la existencia.
En este sentido, la experiencia artística, y no ya solamente la obra de arte, adquiere un sentido ético y ontológico, es decir, se convierte en una investigación crucial y decisiva sobre la existencia, sobre lo que es o está siendo (όντος, óntos), para así ensayar nuevas formas de vivir y habitar este mundo. En otras palabras, no hay que confundir las ficciones verdaderas con el mero artificio de la ficción.
Por eso hay que cuidarse de las banalidades, como la de pensar que ‘todo es arte’; o de que cualquier cosa puede llegar a ser una ‘obra de arte’. El asunto no está, a propósito, ni en el ‘cualquiera’, ni en la ‘cosa’. Esto es importante enfatizarlo, pues vivimos en el Reino de Cualquiera, bajo el ya mencionado régimen del capitalismo tecnológico, donde cualquiera puede llegar a ser cualquier cosa, creyéndose libre cuando no se es otra cosa que un esclavo, es decir, un adicto de la gran máquina cibernética, por más dinero que se tenga o por más poderosa que sea su imagen. En efecto, nunca antes se habían visto tantas uniformes maneras de luchar por la servidumbre, creyéndose que se lucha por la libertad, para valerme de una célebre frase de Spinoza.
He ahí la dimensión política de la experiencia artística, en tanto que desafío y cuestionamiento radical de un supuesto orden mundial, cuyo progreso se sostiene con el vampirismo, la destrucción del ánimo y la usurpación del tiempo propio de cada cual. La clave de la experiencia artística está en el despliegue de una singular plasmación que obliga a pensar y sentir de muchas maneras la potencia de la actividad creadora o poética y la verdad de lo que implica nacer y morir. Pero de eso, muy poca gente quiere saber, pues no hay más fácil refugio que el asilo de la ignorancia.
Anteriormente he dicho que en esta retrospectiva de Víctor Vázquez es una meditación sobre el cultivo de la obra de arte y la naturaleza de sus artificios. Precisemos ahora que la palabra ‘meditación’ no indica solamente una actitud reflexiva o introspectiva, en el sentido cartesiano o fenomenológico del cogito, del ‘yo que piensa’. Significa, sobre todo, recogimiento, esto es: el acto de volver, una y otra vez, a estar consigo mismo. Sólo desde ahí es posible estar con los otros. Porque estar consigo mismo es estar con ese más otro de los otros que cada uno, momento a momento, llega a ser o está siendo.
Se trata de un estar con ese «algo que no tiene nombre» y que «es lo que realmente somos»; no ya solamente «dentro de nosotros», como dice la hermosa y sabia cita de Saramago, sino también, añadiría, adentro de ese afuera que nos habita del todo: la tierra, el agua, el aire, el fuego, los espacios siderales, el universo entero. Así, lo telúrico, tan presente en la obra de Víctor, se vuelca para acoger celeste, a la manera en que las piedras atesoran la silenciosa música de las esferas.
De ahí la pertinencia de pensar en términos de umbrales e intemperie, a propósito de esta exposición. Ambos pueden considerarse como conceptos topológicos. La topología puede definirse como la rama de las matemáticas que estudia la continuidad, tan precisa como difusa, de la configuraciones en un espacio que se abre de manera imprevisible al trasfondo abismal de lo real. En cualquier caso, se trata del punto álgido de confluencia de la materia y de la mente, siendo ambos igualmente insondables. ¿Dónde empieza y acaba una línea? ¿Cuál es la dimensión de un punto? Antiguas y elementales preguntas que ponen en perspectiva la potencia infinita del pensamiento.
Al movernos en el Pulguero en dirección a la sala adjunta, donde aparecen las sillas, que son o están ahí para no sentarse, pues carecen de espaldar, de asiento para el amparo, se nos revela una configuración que continúa la superficie de la otra sala. El contraste no puede ser mayor. En la sala amplia, el umbral es la entrada a un espacio por el que se puede andar libremente; en la sala más pequeña y recogida, los umbrales están marcados por un hilo que sirve de límite para el recorrido, como si se quisiera con ello indicar el horizonte de lo inadvertido.
Ahí, el límite que pende de un hilo podría hilvanarse con el fotograma de esas otras sillas, amontonadas en un terreno anónimo, en la pendiente de otra imagen y sus secuencias en la sala grande. Conllevaría mucho espacio poder destacar la riqueza metafórica y metonímica de esta exposición. Me limito a mencionar la mano abierta y extendida (¿masculina?) que sostiene la imagen ovalada de un huevo con el dibujo limpio de una hoja (el huevo cósmico, se diría, con la hoja de la vida); o la otra mano (¿femenina?) que sostiene la vela encendida.
La sala pequeña podría denominarse el Salón de la Pureza. Si diría que para entrar allí, para ver detenidamente las intrigantes figuras que reposan sobre esos pliegues que parecen brotar de la tierra, hay que purificarse. Por su blancura; por el olor perfumado del polvo talco, por las cenizas («No se puede hablar de imágenes sin hablar de cenizas.»), por el polvo enamorado de los muertos («Para entender a los vivos hay que comunicarse con los muertos.»), por todo lo que se invoca en el generoso espacio del Pulguero.
Hay que recuperar las alas del deseo para entender muchas cosas; para realmente entender lo que significa desear, querer, amar. Hay que aprender a volar, como las mariposas, y posarse como las moscas. Podrían evocarse al respecto estos versos de la gran poeta Emily Dickinson, pienso que oportunos para los que arriesgo una traducción, pensando también en la expresión inglesa Flea Market, y conjugando los significantes Flea, Fly y fly:
The Butterfly is honored Dust
Assuredly will lie
But none will pass the Catacomb
So chastened as the Fly –
Polvo honorable es la mariposa
Así de segura yacerá
Pero nadie habrá de pasar la catacumba
Tan casta como la mosca que volará –
Las mariposas y las moscas pueden tomarse como la casta compañía de la intemperie, de esa morada al aire libre que constituyen las maniobras del Pulguero. «‘Pulguero’ es el lugar donde hay muchas pulgas; lugar que puede ser tanto un perro como los pelos o cabellos del humano.» Esta definición del Diccionario de la Lengua Española no incluye el sentido de lo que en inglés se llama Flea Market, es decir, ‘Mercado de pulgas’. Víctor Vázquez ha logrado más que dar un significado académico; ha desplegado una memorable experiencia artística de la que hay estar profundamente agradecidos.
*Ponencia leída en el Foro Tres aproximaciones a la obra de Víctor Vázquez, celebrado el 9 de agosto de 2117, en el Museo de Arte de Puerto Rico.