Los viejos de ahora
En un diario boricua se planteaba recientemente que los puertorriqueños no estamos preparados para atender a los viejos que algún día habrá en nuestro país. Algunas de las explicaciones que se ofrecen para ello son tan imponente$$$ que si nos dejáramos llevar por ellas ya no volveríamos a hablar sobre el asunto. Pero nos tenemos que resistir al miedo. Los debates no pueden quedar clausurados cuando apenas comenzamos a familiarizarnos con uno de los elementos que los caracterizan. La complejidad es signo de riqueza y si de entrada por un lado nos intimida, por el otro nos abre un mundo de múltiples posibilidades.
En un país en el que nunca hemos tenido los recurso$$$ para hacer mucha obra, si hubiéramos tomado en serio nuestra pelambrera histórica y nos hubiéramos dejado amedrentar por las carencias que nos han afectado no hubiéramos podido hacerle frente a muchos de los retos que nos han afectado a través de los tiempos. La voluntad, el sacrifico, la resistencia, la paciencia y el sentido del humor han sido nuestros aliados más fieles y nos han hecho lo que somos, aunque a veces andemos frustrados por ahí como si se nos fuera a caer el mundo encima. Si alguna vez el mundo se nos cayera encima sabríamos cómo echarlo a un lado y continuar caminando. Nuestra brega, que tan bien ha analizado Arcadio Díaz Quiñones, no es una característica que debemos subestimar.
Si ese mundo que se dice que nos podría caer encima no se va a hacer realidad en otra de esas crisis periódicas que afecta la economía del mundo entero, menos lo puede ser atender los viejos de este país… aunque estemos de camino a quedarnos pela’os. Si acaso confrontamos problemas con el futuro de esos muchos viejos a los que nos hemos ido incorporando otros más, es por otras razones.
Creo que la razón principal por la cual no estamos preparados para atender a los viejos de este país es que no sabemos quiénes son, o quiénes somos. Son un paquetón, desde luego, cientos de miles dicen las cifras, pero además se han ido añadiendo dos o tres más, cientos de miles más a decir verdad, que no nos consideramos tan viejos todavía. Sobre todo los hombres, que somos un caso. Hablemos mal de ellos un ratito.
Ni de lejos estos seres humanos, en cualquier encuesta en que participaran, admitirían que han llegado a viejos. Lo evidencia no solo su cabellera carente la mayoría de las veces de reveladoras canas, ni el entusiasmo que les caracteriza en la fila de espera de un cine o teatro, estén en la cola o al principio. También lo comprueban sus rostros acicalados, a veces sorpresivamente carentes de arrugas, que revelan, como creen que se lo merecen, una eterna juventud. Nada en ellos indica que han llegado a viejos y que el país necesita pensar qué hará cuando lo sean. ¿Pero son o no son viejos?
Identificar a los viejos de antes era tan fácil que casi da vergüenza traerlo a colación frente a los más jóvenes. En épocas pretéritas los viejos usaban camisas por fuera, camisas que no camisetas y menos camisillas. Hasta los treinta un viejo de los de antaño se podía quedar en camiseta, ¡jamás en camisilla!, en algún momento, pero por poco tiempo, quizás mientras caminaba entre el cuarto de dormir y el baño, y en la camiseta, invariablemente blanca, no decía “Esto es para ti” o “Yo soy la última Coca Cola de tu desierto”. Allí no decía nada porque a nadie se le hubiera ocurrido pensar que en el pecho de alguien se podía leer otra cosa que no fuera una placa.
Pero estos son tiempos distintos. Ahora hasta la más mínima tela de los viejos que no nos concebimos como tales, tiene un mensaje, igual que las de los jóvenes del presente: “I survived High School”, “Calvin Kline”, “Soy lo que tú serás”, “Festival de la pulga”, “Jack Wolfskin”, “Chiquito, pero ambicioso”. Parecemos guagüitas públicas, pisicorres y camiones de tumba de los que abundaban mucho más antes, los cuales le comunicaban al mundo en el bomper o en la parte inferior de alguno de sus cristales, el significado de la vida: “Que se te multiplique lo que me deseas”, “Volverás”, “Solo el señor sana”, etc. De la cintura hacia arriba jóvenes y viejos que no aparentan serlo, no difieren mucho en cuanto a vestimenta y su semiótica. ¿Pues entonces cómo identificar los primeros?
Antes los viejos se ponían zapatos de cuero y madera casi siempre negros, aunque en ocasiones marrón. Mientras más viejo el que se los ponía, más encubridores tenían que ser porque más tenían que proteger y muy a menudo se convertían en botas. Por el ruido que hacían, sobre todo cuando tenían en el taco una herradura, se sabía que alguien se acercaba. “Ahí viene el viejo ese”, se podía decir y prepararse porque no era lo mismo estar ante un viejo que ante una persona joven. Hoy ya no se consiguen zapatos como aquellos si no es en especiales de tiendas de pueblos chiquitos. Y los jóvenes de ahora no los reconocerían como zapatos, como tampoco sabrían qué eran las herraduras de zapato, que no de equinos, y qué función cumplían.
Las zapatillas de esta época, silenciosas, o la variedad de Crogs, flip flops, chancletas y espargatas que ni se sienten han eliminado la posibilidad de que los viejos de ahora sean anticipados con frases cariñosas o se piense que necesitan zapatos que protejan mejor sus callos y juanetes. Olvídense de identificarlos; ¿qué aprecio se le puede tener a un viejo que anda por ahí con calzado rojo o azul, violeta o anaranjado? Los viejos y los que ya estamos casi ahí nos creemos que esta diversidad se inventó para nosotros. Nos ponemos las zapatillas hasta para las fiestas de Navidad, de Acción de Gracias y del Día de las Madres, para visitar parientes y para salir a comer grasosas alcapurrias con los nietos y nietas, quienes, desde luego, se visten igual que nosotros de los tobillos hacia abajo.
Lo que tampoco se ponían los viejos de antes y a los de ahora les encantan son los pantaloncitos esos que se acercan a los tobillos sin alejarse demasiado de las rodillas. Se tiene que estar loco para pensar que con ellos “el sex appeal” se multiplica. Digo, antes nos poníamos “cortos”, pero era para jugar baloncesto porque uno sentía que con ellos se podían mover mejor las piernas. ¿Quién está interesado en ver las batatas de los viejos? Me imagino que de lo que se trata es de imitar las casi faldas que usan los jugadores de la NBA y la NCAA, aunque algún psicólogo podría plantear que más de uno de nuestros adultos que todavía se visten como los vestían cuando tenían diez u once años y los obligaban a ponerse pantalones cortitos, tiene mucho “unfinished business” que atender. ¿Pero con quién o con quiénes la van a atender si ellos, si no son, están por ser, los viejos de ahora?
Qué fácil era reconocer a los de viejos de antes. En la televisión o en el cine, que es donde nuestra civilización reside a partir de comienzos del siglo veinte, se les ponía un sombrero y por debajo de este se dejaban entrever unas canas, canas que también aparecían en el abultado bigote. Y cuando hablaban les temblaba la voz, como le temblaban las manos que agarraban un bastón.
Los viejos de antes se estacionaban en sillones de paja que algún hijo considerado les regalaba. No hacían mucho ruido más que con aquellas cajas de dientes infames y con la radio primero y luego con el televisor se entretenían horas largas y nadie se tenía que preocupar por ellos mientras no se enfermaran de verdad. Cuando les llegaba la macacoa le llamaban al médico o los llevaban al hospital, público o privado, dependiendo de cuántos recursos tuviera la familia. Tras el diagnóstico se conversaba sobre estrategias. Si vivían con algún hermano, hija o sobrino, poco cambiaba. Del sillón se pasaba a la cama donde se iban desapareciendo poco a poco. Si vivían solos se tenían dos alternativas: llevárselos a la casa de un pariente o mudar a un pariente para que viviera con ellos. Solo en algunos casos los movían a un “hogar”, nombre curioso para el lugar a donde enviamos a la mayor parte de los viejos de hoy cuando los sacamos de nuestras o de sus casas. El hospital se convertía en destino irremediable, como ya dije, solo cuando estaban de verdad muy enfermos. La inmensa mayoría permanecía en donde habían vivido durante sus últimos años. Por ejemplo, de mis cuatro abuelos solo uno murió fuera de su casa.
Afinando más el análisis, el problema que tenemos con esto de prepararnos para el país de viejos que ya casi somos es que ya no sabemos quiénes son los de verdad y quiénes son los de imitación. Hay adultos por donde quiera, ¿pero viejos? Conozco ancianos que no se quedan dormidos nunca frente a un televisor y que no han asustado a sus nietos con una caja de dientes que pernocta dentro de un vaso de agua porque llegaron a esta etapa de sus vidas acompañados de dentistas que les resolvieron sus problemas a base de coronas.
El asunto se complica porque se están comenzando a morir hombres con más de 85 años que no han llegado a viejos. Ni les tembló la voz nunca, ni fueron nunca viejos amargados, ni tan siquiera cojeaban y el bastón insultante que le habían regalado lo utilizaban más los nietos que ellos para jugar a los tres mosqueteros. Según van las cosas, la inmensa mayoría de los que se acercan a tales venerables edades tampoco envejecerán nunca. Pero cuidado. Hay que celebrar ciertamente que las inagotables capacidades que se evidencian son realmente impresionantes y constatan, pese a los clichés de las frasecitas sin imaginación de los calendarios que circulan en navidades. Aquello de que los años que se tienen son los que se sienten, que el espíritu humano no puede ser apresado y que si nunca volvió nunca fue tuyo no significa nada. Hay algo, sin embargo, que no se puede perder de vista.
Se trata de lo que le preocupó a aquella maestra que tuvimos en quinto grado, o a aquella psicóloga o consejera que se consultó cuando nos vieron demasiados obsesionados con cosas de viejos. Temían que brincáramos una etapa de nuestro desarrollo. “Nene, vas a llegar a viejo demasiado rápido”, le decían a uno. Ahora observamos que muchos hombres no van a llegar a viejos nunca no solo porque no quieren preocuparse por cosas pertinentes a la vejez, ¿para qué?, sino porque le han cogido demasiado cariño a los mahones verdes que le merecieron un genero$$$o encomio de la muchacha, que no señora mayor, que se los vendió: “Señor usted se ve jovensísimo todavía”. “No me diga. Deme estos y aquellos anaranjados también”.
¿Nos estaremos acercando a la muerte sin realmente haber vivido todas las etapas que nos corresponden por eso de creernos Dorian Gray? Podríamos estar perdiendo algo mucho más valioso que sentir que comprendemos los chistes del momento y que no le tememos a vestir a la moda.
En los sesenta, hace ya medio siglo si se toma como punto de referencia el 1965, todo este asunto era mucho más fácil, pues daba la impresión que el liderato mundial y local, menos Kennedy y Fidel, consistía de viejos de verdad. Al primer gobernador electo de Puerto Rico, Luis Muñoz Marín, le comenzaron a poner presión para que renunciara cuando apenas tenía 63 o 64 años, ¡un nene!, y se retiró en enero del 1965, justo a los 66 años. Sus ayudantes y correligionarios pensaban que era un anciano. Pero a los 66 era que Winston Churchill había llegado a la calle Downing a hacerle frente, mediante sus inspirados discursos, a unos alemanes que hasta entonces parecían invencibles. ¡Konrad Adenauer no llegó a la Cancillería germana hasta los 74 años y allí estuvo hasta el 1963, cuando cumplió 87! Hubiera podido ser papá de Muñoz y gobernó hasta unos meses antes del retiro de este.
Lo cierto es que hoy ningún hombre se cree viejo si no tiene más de ochenta y cuidado. Pregunten para que vean. Pero en aquella época el sustituto de Muñoz y por lo menos diez años más joven, Roberto Sánchez Vilella, también era visto como un señor mayor y no se diga nada de Luis Ferré, el siguiente, a quien el país percibía tan viejo como Muñoz, aunque no lo era. Todos eran considerados unos ancianos demasiado serios y no podemos imaginarlos bailando con sus respectivas esposas – ¡cosas de muchachos! – en un templete. Si Hernández Colón pudo llegar a la gobernación tan joven, se debió a que el país había excluido de su psiquis la posibilidad de mirarse a sí mismo como lo hacen los viejos. Desde entonces los gobernadores tienden a ser más jóvenes y, ¿cómo no?, más bailarines.
En Cayey el viejo más viejo de los viejos era el papá de Marcialito Collazo, quien también ya era un viejo de abundantes canas. Así que uno se podía imaginar que aquel señor de pantalones kaki, correa ancha y en mangas de camisa por fuera, era más viejo que el suiche del sol, según decía Julio Varela. Ahora que este Julio ya tiene como quince años más que los que tenía Marcio cuando bromeábamos con su hijo, ¿cuántos realmente tendrá él? Y sin embargo, bebe vino, baila, canta y todavía lee a Espinoza. Veinte años atrás era más viejo que hoy y por lo tanto tuvo su ajuste de cuentas con la vejez, que es lo que se echa de menos con tanto viejo con pantalones cortos, irreconocibles a final de cuentas para llevar a cabo una planificación sana de su futuro.
En nuestra época la vejez masculina legendaria1, que es la vejez sabia de los ancianos de barbas canosas, ha sido rescatada con mucho éxito por creaciones literarias y cinematográficas supuestamente dirigidas a niños y niñas. De las tres, que son la “Trilogía del señor de los anillos”, la “Guerra de las galaxias” y “Harry Potter”, sobresale el anciano Yoda, quien llega a cumplir 900 años antes de morir, 69 menos que Matusalén, del que realmente no sabemos nada, sino que perteneció a una línea hereditaria que comenzó en el Edén a la sombra de un paraíso en el que había habido de todo. Pero Yoda fue un sabio que al revés hablaba. A un orden caballeresco pertenecía y el adiestramiento de los héroes, de los buenos, en la interesantísima epopeya de la Guerra de las Galaxias, tuvo a su cargo. Sus extraordinariamente largas orejas, según saben los que estudian estas cosas, su edad reflejaban.
En estos días acaba de morir Christopher Lee, aquel antiguo Drácula que últimamente interpretó al sabio Gandalf en la saga de los anillos, naturalmente con una luenga barba blanca que le llegaba al ombligo. Pese a los 93 que tenía, si alguien lo veía en la calle no podía decir que era un viejo. La reina Isabel lo había incorporado a la nobleza, aun cuando, igualito que ella que no acaba de ponerse vieja, le complicaba la vida a los planificadores británicos que, como los boricuas, no saben catalogar estos viejos que felizmente no reflejan su edad, pero que nos han llevado a brincar una etapa muy importante de nuestra vida como pueblo, que es en la que se escucha a los viejos destilar sabiduría.
- Pues también las hay femeninas y muy importantes. [↩]