Luisa Capetillo, o cómo aprendí a ser “socialista ácrata” en la colonia
«Mas yo entiendo que lo que otros consideran utópico, es en mi concepto realizable.»-Luisa Capetillo
Antes de llegar a la Universidad de Puerto Rico, tenía una noción superficial pero elaborada de lo que era una anarquista. Mi niñez estuvo tan poblada por mudanzas entre sitios dispares que me dejó con un entendimiento cabal de cómo el racismo, el clasismo y el heteropatriarcado se normalizan. Cada lugar adonde nos mudábamos tenía nuevas reglas y, si quería sobrevivir, cada vez me las tenía que aprender desde cero. Sabía con la certeza de la adolescencia que yo era anarquista, pues no creía en el capital, el estado o las jerarquías. La palabra también me parecía hermosa. Sonaba mucho más radical que socialista o comunista. Tenía algo de malcriada y total, como si tuviera la osadía de imaginar algo fuera de todo lo entonces conocido.
En mi imaginario, una anarquista tenía orgías. En mis sueños, les anarquistas organizaban el mundo según los olores, se emborrachaban sobre las tumbas de poetas y empezaban revoluciones sin importar el tamaño. Si las palabras no les respondían, las cambiaban. Si las mesas estaban muy pulidas, grababan manifiestos en su madera en nombre de los bosques talados para complacer a burgueses. En Nebraska, asaltaban los banquetes y repartían sus riquezas en las cafeterías escolares. Cerraban los mataderos, liberando a los animales. De día, en clase, soñaba que les anarquistas entraban y borraban todos los números de las pizarras, y los reemplazaban con edictos. Demandaban el fin de la explotación de la tierra, reconocían la unión inevitable de todos los pueblos oprimidos y quemaban mi bulto lleno de permisos para viajes escolares y libretas de datos para exámenes futuros.
No conocía a anarquistas reales, aparte de mi madre, a quien –a pesar de que se decía socialista– yo secretamente contaba entre mis anarquistas. A veces jugaba a identificar futuros anarquistas. La maestra de educación física claramente era una anarquista en potencia, pues nos reveló que leía literatura para entender bien el cuerpo humano. Los cocineros del restaurán turco en Houston tenían que imaginarse anarquistas cuando me daban café gratuito, impregnado de esencia de rosa. Obviamente, Tracy Chapman era anarquista, y además vivía en California, donde yo juré mudarme tras liberarme de la opresión de la burocracia educativa.
En el 2000, cuando por fin me mudé a Puerto Rico, ya me había decidido por una carrera más práctica. Años de soledad y violencia habían minado ese entusiasmo inicial por una rebeldía vociferante. La UPR volvió a sacar mi anarquismo a la superficie. La ferocidad de las ideas que me llegaban durante esos primeros años, cuando curioseaba entre protestas y glorietas, estaba mucho más definida. Una anarquista era una filósofa. Las anarquistas hablaban de su anarquismo y la historia de grandes luchas definitorias bañadas en sangre. La Guerra Civil española, las masacres de la revolución rusa, estos eran momentos insuperables que le daban una nobleza radical a quienes se rehusaban a aceptar la benevolencia estatal.
Mi anarquismo volvió a juntarse con mis deseos capricornianos e igualitarios por soluciones prácticas a las grandes injusticias. Según llegué a entender, les socialistas eran anarquistas, pero más prácticos; y les anarquistas eran socialistas, pero más chilin. ¿Y les anarquistas puertorriqueñes? Pues, eran jóvenes, cultos, buena onda y luchadores. No conocía a muchos anarcosindicalistas. De hecho, les sindicalistas que conocía eran hasta más prácticos que les socialistas, pues querían plan de retiro y un alza de $1.25 en sus salarios. (Ahora que lo pienso bien, quizás como yo, eran anarquistas de clóset que entendían bien el peligro de declararse enemigos del poder.)
En esa época escuché por primera vez el nombre de Luisa Capetillo. Cuando le pregunté a mi madre quién era, me dijo que era una mujer luchadora, anarcosindicalista, radical, que no se ajustaba a los estándares de género de la época; y me dio una copia de la primera edición de Amor y anarquía. En ese momento, no me puse a leer la introducción de Julio Ramos, pues las introducciones me parecían generalmente aburridas, y yo lo que quería era saber lo que pensaba la gran Capetillo. Fue entonces cuando leí por primera vez a una anarquista puertorriqueña. Estas fueron las palabras que me enfrentaron:
Todo lo que no puede realizarse inmediatamente es utópico. El éxito en un negocio es utópico, pues lo mismo hay probabilidades de ganancia, que de pérdida.
Todo lo que se asegura para época futura, de cualquier índole que sea es utópico. Pues no hay la completa seguridad de que resulte como pensamos.
Diréis que esto es equivocación de conceptos, que no es utopía. Es cuestión de opinión… Mas yo entiendo que lo que otros consideran utópico, es en mi concepto realizable.
Con el paso del tiempo, estas palabras calaron cada vez más hondo en mi concepción de mundo. Aquí estaba una idea radical, anarquista: que lo utópico ya existe dentro de lo cotidiano y que no es algo foráneo sino criado en casa.
Esta primera edición también encerraba otro tipo de utopía realizable. Ahí estaba fotos de la anarquista puertorriqueña vestida como hombre, lo cual me parecía súper fokin cul, ya que yo también había comenzado a vestirme de nene. Me imaginaba que si era difícil en los 2000, tenía que ser una cosa increíblemente radical a principios del siglo anterior. Desde que vi esa imagen, no he logrado desenmarañar su forma de vestir de su visión de un mundo guiado por utopías prácticas y acciones directas. Derivé mucho placer de imaginar que hasta la ropa podía ser un escenario para ensayar futuros. El cuerpo, su visibilización, también era terreno de lucha. Esta primera impresión sembró una idea que nunca solté: que entre las prácticas más diminutas y las más grandes existe una red sin direccionalidad o centro identificable.
Pasaron muchos años antes de que pudiera comprender el impacto que este libro tuvo sobre mi desarrollo político e intelectual. A finales de mis veinte años, como estudiante graduado en Filadelfia, retorné a esta colección de escritos, buscando que Capetillo me guiara por las veredas empinadas del doctorado. Pero encontré otro texto allí, uno que había descartado en el entusiasmo impaciente de la primera lectura: el texto de Julio Ramos, que me sirvió para entender mucho más de lo que había leído en mi adolescencia.
En esa introducción, Ramos describe cómo durante las primeras dos décadas del siglo veinte, una serie de trabajadores adquirieron acceso a la cultura letrada como resultado de “[h]uelgas, manifestaciones, veladas literarias y la proliferación de escritos [que] registraban la emergencia de una cultura contestataria que combatía por abrirse un lugar y así redefinir los límites del territorio severamente exclusivo de las instituciones políticas y culturales del país. Nombra a Luisa Capetillo, Ramón Romero Rosa, Eduardo Conde, José Ferrer y Ferrer, y Manuel F. Rojas, como ejemplos de trabajadores que adquirieron acceso a círculos letrados y adicionalmente tuvieron que enfrentar su carácter excluyente.
Capetillo venía de una familia de clase trabajadora y sufrió los efectos de la pobreza. Se identificaba como trabajadora que activamente luchaba contra el capitalismo y el imperialismo; pero también era una educadora intelectual, cuyo acceso al mundo letrado la diferenciaba de otros obreros. Ramos escribe que «[l]a intelectual obrera emerge entonces como democratizadora de la escritura, aunque el ejercicio de la mediación que la autoriza la somete a tensiones y pugnas sociales, a la jerarquización que en esa sociedad implicaba tener o no tener acceso a la escritura.»
Podemos leer “democratizadora de la escritura” de muchos modos. Capetillo ayudó a democratizar la escritura como lectora de fábrica que les proveía acceso a material escrito a trabajadores iletrados. Ramos adicionalmente nota que al estar sometida a dicha «jerarquización», Capetillo en ocasiones reafirmaba las distinciones clasistas entre la “fuerza bruta” y la “superioridad de una inteligencia creativa”; aunque luchó toda su vida por abolir la sociedad de clases. Pero también fue “democratizadora de la escritura” porque visibilizó las maneras en que la sociedad de clase borraba la lucha de clases y las historias proletarias. En este caso, la democratización no es la continuación de un proyecto de inclusión representativa, sino un proceso encaminado hacia la abolición del binario oralidad-escritura.
Por primera vez, se me ocurrió que Luisa Capetillo era una traductora radical, que entendía el poder que proveía el acceso y la violencia de la exclusión. Sus escritos me volaban la mente porque pocas veces había leído tanto futuro fuera de lo prescrito por el capital. Al verse excluida de los discursos de clase, con un acceso inusitado a la escritura, trató sus diferencias como una oportunidad para imaginar que lo utópico cabía en las grietas del poder, aquellos espacios donde ocurre lo imposible, como que una trabajadora, mujer, de género inconforme adquiriera acceso a la escritura y se convirtiera en lectora de fábrica, en líder sindicalista y en “socialista ácrata”.
En la época de Capetillo, la hubiese quizás conocido en una fábrica o en la lucha, pero en mi época me tocó conocerla en un salón de clases. En el 2018, un exprofesor me escribió para dejarme saber que la administración del RUM estaba considerando ponerle una moratoria al Programa de Literatura Comparada. Esta noticia sobre el Programa de Comparada era un nuevo veneno, para el cual no estaba listo. De algún modo, me estaba dando más duro que todos los demás vientos. Este fue el programa donde leí por primera vez a Samuel Delany, Robert Reid-Pharr y Paul Preciado; donde conocí por primera vez a los nadaístas colombianos; y donde escribí y performeé obras cuir. En aquellos salones, me hice poeta. Leí textos que me ayudaron a cuestionar las formas tradicionales de organizar en la colonia, donde a veces somos crueles con nuestras imaginaciones.
En esa ciudad lluviosa, teníamos apartamentos, parques, espacios que abrimos, gente que no sabíamos que pronto perderíamos. Lugares donde discutimos a Angelamaría Dávila, organizamos asambleas estudiantiles, huelgas y ensayos. Este era el colegio, muches de nosotres trabajábamos mientras estudiábamos. Muches dependían del Pell Grant y estaban en la pelambrera. Medíamos todo lo que leíamos contra esto: cuánto nos ofrecía o nos restaba del deseo de seguir viviendo. Para creer en las cosas frecuentemente tildadas de inútiles, teníamos que argumentar que eran utilizables; mientras estudiábamos en un recinto principalmente dedicado a la ingeniería y a preparar estudiantes de biología para las farmacéuticas. Teníamos que llamar a nuestros antojos imaginativos –como lo hacía José Martí– trincheras de papel, aun cuando no lo eran, porque llamarlos esculturas de papel no los protegería de la lluvia.
Todavía me cuesta defender la utopía cotidiana como algo imprescindible para un colectivo; y quizás sea porque no estoy seguro de que sea cierto que lo es. Podemos sobrevivir sin la poesía, y podemos sobrevivir sin saber cómo leer y escribir. Es posible; pero llevamos mucho tiempo preparando respuestas para los argumentos que nuestros enemigos formulan. ¿Por qué no preguntamos por qué siempre estamos calculando el mínimo necesario para la supervivencia? ¿Y si marchamos por el mundo con un exceso militar, diciendo: “Aceptaré sólo un futuro con guille por encima de un presente donde constantemente tenemos que defender nuestro derecho a soñar”?
¿No era aquello lo que nos pedía Luisa Capetillo? Todo lo que no puede realizarse inmediatamente es utópico. Desde el día en que me escribió mi profe, ha llovido. Enfrentamos los recortes, los saqueos, la destrucción de nuestros recursos naturales, el cierre de programas y recintos. Resistimos y desde esa resistencia también me imagino a Capetillo como una poeta. En su ensayo, “La demencial apuesta de la poesía”, el poeta chileno Raúl Zurita escribe que la poesía “es el despertar del corazón de un mundo que ha perdido infinitas veces su corazón, es la esperanza de lo que ha perdido infinitas veces la esperanza”; y su definición democratiza la poesía, rompe con el binario poesía-imaginario
En Puerto Rico, tenemos toda esta escritura –poemas, ensayos, libros de historia, novelas– y la tiramos al foso del futuro. Estos textos son preguntas parafraseadas como aseveraciones definitivas, visiones, profecías de papel, no de piedra. Tenemos un exceso de exceso. Primeramente, tenemos una proliferación genérica, que es nuestra respuesta reiterada al fallo del proyecto supuestamente emancipadora del nacionalismo cultural. Es como si quisiéramos que alguien (aunque sea nosotres) escuchara todos estos ensayos, poemas, historias y obras que forman parte de la misma conversación que se enfoca en lo que somos y en cómo podemos liberarnos. En segundo lugar, existe lo que Ramos en otro escrito llamó “el motor estético” o político-poético que excede la performática del conocimiento que ejerce la crítica moderna (Capetillo escribe, “Al publicar estas opiniones, lo hago sin pretender, recoger elogios, ni glorias, ni aplausos. Sin preocuparme de la crítica de los escritores de experiencia”). Nuestros ensayos suenan a poesía. La belleza se convierte en una fuerza democratizadora con una cualidad unificadora que nos permite brillar a pesar y más allá del colonialismo.
Finalmente, tenemos el exceso escritural. Un bien suspicaz. Durante la segunda mitad del siglo xx, les poetas puertorriqueñes pasaron de ser considerades campeones del nacionalismo cultural, a un gasto innecesario. Este exceso nos lleva a sentir que la escritura es aún más urgente. Es cierto que la lucha contra la privatización de las playas y en contra del cierre del Programa de Literatura Comparada son separadas y que el impulso comparativo está arraigado en diferencias económicas y raciales, pero tras la aprobación de la ley PROMESA, se consolidaron los esfuerzos neoliberales. En cuestión de meses, el salario mínimo y el presupuesto universitario fueron recortados. La burguesía puertorriqueña, bajo los auspicios de los intereses del imperio estadounidense, lleva tiempo insistiendo en que deberíamos sacrificar una comunidad imaginada, a nombre de un liderato nacido de un imaginario morboso.
Asumamos este exceso como nuestro. Somos excesives, suplementaries y contingentes. Somos demasiado y todo el tiempo. En vez de aguantar el grito, de colonizar nuestro deseo de quemar los cañaverales, prendamos los ensayos, los poemas, nuestras discusiones políticas. Aferrémonos a la idea de que tenemos el derecho, no sólo a la supervivencia, sino también a vivir excesivamente, a reclamar lo que nos robaron. ¿Qué pasaría si soltaramos todo nuestro duelo diario, aunque sea por unas horitas y nos permitiéramos toda la rabia y el arrebato futuro que contuvimos? ¿No sería completamente fokin hermoso, un sueño de locos, locas y loques, algo utópico, anarco, sacado de un libro de ciencia ficción o de algún ensayo de Luisa Capetillo?
Referencias
Clifton, Lucille (2012). The Collected Poems of Lucille Clifton 1965-2010. Rochester: BOA Editions Ltd.
Ramos, Julio (ed.) (1992). Amor y anarquía. Los escritos de Luisa Capetillo. Río Piedras: Huracán.
Zurita, Raúl (2019). “La demencial apuesta de la poesía”. En: La Nación, 1 noviembre. <https://www.razon.com.mx/el-cultural/la-demencial-apuesta-de-la-poesia/>.