Mano dura contra la mano dura
Hace casi 20 años Fernando Picó escribió este llamado a buscar soluciones al problema de la violencia en el País con sensatez y sin histeria. Leerlo es darse cuenta de que desde principios de los noventa para acá es poco lo que hemos logrado transformar.
No es con discursitos a los clubes de Leones que esto se resuelve. Lo que se necesita es mano dura contra el crimen.
Uno oye esas expresiones. Pero uno oye también estas otras:
Eso de la mano dura es una forma de degradar las garantías constitucionales. Pronto estaremos andando con tarjetas de identidad y permisos por todos lados, hasta para ir a la iglesia tendremos que presentar una credencial.
Mano dura, es decir, no la mano blanda que se le extiende al amigo, la mano tierna con que se acaricia a la persona amada, la mano ágil del artista, la mano capaz del obrero y del oficinista, sino la mano trinca del karateca, del que empuña un arma, del que se apresta a golpear, a rechazar, a empujar, a odiar.
En Puerto Rico algunos gobernantes se han valido de metáforas para expresar sus visiones programáticas del país, el violín y el látigo de Miguel de la Torre, las Manos a la Obra y Operación Serenidad de Muñoz Marín y la Mano Dura de Rosselló. Aquí gobernar siempre ha sido cuestión de salsa y control, de crear un orden y ordenar cierta creatividad, pero rara vez se ha destacado tan descarnadamente como en estos meses la represión como objeto primordial del ejercicio de la autoridad.
Pero es que estamos viviendo una época terrible de violencia. Mira las estadísticas del crimen. Esto no se puede tolerar más.
Se pretende representar a quien tiene reparos por la mano dura como tolerante de la violencia callejera. Ese tipo de caricatura es en sí una forma de violencia. Es el tipo de argumento que el líder cívico que ha tomando un trago de más esgrime cuando se le objeta que la constitución no se puede violentar.
Pero lo que pasa es que tú eres blandito con el crimen. Ahora me vienes con los derechos. Pero qué derecho tiene un títere para quitarme el carro, entrar a mi casa…
Pasteurizar la lucha contra el crimen
En 1993 la cantidad de confinados en nuestras cárceles es el doble de la que había en 1980. El afán de mano dura de la década de 1980 que llevó a extender las condenas y las penas no resultó en una reducción, sino en un aumento de la delincuencia. Pasa en Puerto Rico con las cárceles y las instituciones juveniles de encierro lo que pasaba en Europa con los hospitales antes de los descubrimientos de Pasteur. Mientras más grandes y más numerosos eran los hospitales en las capitales europeas del siglo 19, más epidemias había. No fue hasta después de Pasteur que se entendió que los hospitales eran los focos de infección.
Ha sido la lucha misma contra la criminalidad la que ha infectado a este país. En esa lucha han sido nefastos los policías corruptos, los tribunales perezosos e indiferentes, los legisladores caprichosos, los líderes cívicos histéricos, los programas inadecuados de atención a los drogadictos, las cárceles hacinadas y carentes de servicios, la prensa sensacionalista, los religiosos represivos, los abogados pusilánimes, y la ciudadanía abúlica. Ante estas violaciones de la dignidad humana, la retórica de la mano dura ha sido condescendiente. Por eso la confianza de los puertorriqueños en los tribunales, las leyes, los agentes del orden público y los legisladores está por el piso. Todo el mundo conoce a alguien que está preso injustamente. Nadie quiere ser testigo de nada, porque acaba siendo chantajeado por la propia policía. Como no se confía en la justicia del estado, prevalecen la venganza y los ajustes de cuentas personales. No es porque no ha habido mano dura contra el crimen que agobia hoy la violencia, sino porque lo único que ha habido en los últimos quince años ha sido la mano dura.
Si la cámara televisiva no hubiese capturado fortuitamente aquella ejecución en el Paseo de Diego hace algunos años, ¿a quién se habría adjudicado ese crimen? ¿Cuántas otras ejecuciones por supuestos agentes del orden público no han aparecido camuflajeadas como resultado de las guerras de pandillas? Nos enteramos ahora de las muertes de la mafia policíaca en tiempos de Alejo Maldonado. ¿Cuánto tenemos que esperar para enterarnos de lo que pasa ahora, con armas requisadas, como en el caso de la muerte del hijo de Manuel Maldonado Denis?
Se ha dado impunidad a la violencia de agentes del orden público. Se ha permitido que se veje a ciudadanos pobres, restringiendo su circulación por vías públicas. Con sentencias largas se pretende excluir a los confinados de la oportunidad de rehacer sus vidas. Los desempleados no tienen oportunidades reales de trabajo, los desertores escolares no tienen alternativas educativas. La publicidad se encarga de crear necesidades que la mayoría no puede satisfacer, y ¿se espera entonces que la violencia no aumente en el país?
La historia tapada
De suyo Puerto Rico siempre ha sido violento. El pasado violento de nuestra sociedad ha sido disfrazado y ocultado por nuestros folcloristas e historiadores. El afán por presentar el cuadro de “la gran familia puertorriqueña” nos ha hecho olvidar nuestros conflictos pasados. Se ha tratado de endulzar el recuerdo de la esclavitud y del agrego, amortiguar la memoria de la desposesión, del abuso, de la negación de derechos fundamentales, de la explotación de la mujer por el hombre, de los niños por los viejos, de los viejos por las generaciones jóvenes. Por un lado la prensa nos presenta crudamente los atropellos cotidianos; por otro lado las instituciones culturales y educativas idealizan y endulzan nuestro pasado colectivo, para que creamos que todo fue paz y armonía en el agro perdido. Ese pasado rural idealizado no nos ayuda a entender el presente abrumador. Pero un país que ha sido teatro de grandes desposesiones y atropellos no puede pretender que los patrones de la violencia entonces establecidos desaparezcan en el curso de una generación. Nuestra recuperación social exige que reconozcamos que nunca hemos tenido una sociedad completamente justa.
Es interesante constatar que cuando se busca desenterrar la raíz de la violencia en Puerto Rico siempre se le trata de echar la culpa a un elemento foráneo. De esa manera, el de afuera siempre ha sido responsable por las muertes y los atracos, sean los extranjeros, las películas, la televisión norteamericana, los neorricans, la droga colombiana, la subversión cubana, o el mal ejemplo de los turistas. Pero no nos damos cuenta de que nosotros mismos hemos fomentado la violencia con la glorificación del macho, del machetero, del boxeador que alardea de su brutalidad y del uniforme que blasona el militarismo. Se cita a Betances cuando dijo que no se puede hacer una tortilla sin romper huevos, pero se olvida que Betances tomó esas palabras de Napoleón, el depredador de Europa.
En Puerto Rico se recompensa continuamente a los violentos y las consignas comerciales más exitosas son las que rezuman violencia. Llevar armas, en vez de significar incapacidad de asegurar el respeto con la inteligencia, pasa por señal de hombría. El lenguaje deportivo está purulento de términos de subyugación y depredación. La agresividad se manifiesta continuamente en el tráfico de nuestras carreteras. Hasta la oratoria religiosa está impregnada de venganza divina y destrucción apocalíptica. El lenguaje cotidiano es habitualmente violento. Todo esto quizás explique que cuando se trata de buscar términos apropiados para manejar el problema de la criminalidad se recurra también a términos violentos, como mano dura.
Sobre todo somos inconsistentes. Permitimos que la Marina atropelle a Vieques con sus bombardeos y metemos gente a la cárcel por vender petardos de Año Nuevo. Encarcelamos a alguien por cinco años por robar unos juguetes, pero si se trata de un crimen de cuello blanco de dos millones de dólares lo conmutamos por servicio a la comunidad. Somos más compasivos con el que guía borracho que con el que camina alelado por un pase de droga. La violencia doméstica es menos sancionada que la alteración de la paz pública. Hemos tenido archivos prolijos sobre los que piensan distinto, pero no parecemos saber quiénes son los grandes que trafican en armas y drogas. El estado pretende que se le dé trabajo a los ex confinados pero con sus propias leyes se inhibe él mismo de proporcionar ese empleo. No enseñamos a buscar soluciones sin violencia; en las películas de policías el héroe sólo consigue atrapar al villano cuando él mismo rompe las leyes y las normas.
Necesitamos en Puerto Rico una pedagogía de la racionalidad, del diálogo, de la mesura y de la confianza en las instituciones públicas. Hay que tomar medidas resueltas contra el racismo, el prejuicio político, la discriminación contra los marginados, y la violencia contra la mujer, los niños y los ancianos. La escuela debiera volver a ser el centro de nuestros empeños colectivos, y los maestros debieran aprender a enseñar sin paredes, sin pizarras y sin violencia verbal.
Para lograr salir de las presentes dificultades hay que prescindir del pánico y de la histeria que dominan la retórica cívica sobre los problemas de orden público. Los que gobiernan deben entender que la campaña eleccionaria ya pasó y que ahora tienen que gobernar el país que es, no el creado por las consignas de sus agencias publicitarias. Los abogados encorbatados de los grandes bufetes de Hato Rey tienen que salir de la atmósfera enrarecida de sus oficinas y sus clubes y asumir sus responsabilidades cívicas. No es en las canchas de tenis de Caparra donde se van a diseñar soluciones a la falta de oportunidades en Cataño y en los barrios olvidados de Guaynabo. Es hora de escuchar a la gente que más padece las situaciones de violencia, a los pobres, e implantar soluciones a los problemas de criminalidad que sean cónsonas con nuestras costumbres y nuestro modo de ser.
Ensayo publicado originalmente en el Periódico Diálogo, en enero de 1993. Aparece también en la compilación de ensayos de Fernando Picó, De la mano dura a la cordura, Ediciones Huracán, 1999.