¿Medicina amarga para la democracia?
La democracia puertorriqueña es una enferma y falsa. Para empezar, se trata de un sistema de gobierno donde la facultad para tomar muchas de las decisiones más fundamentales sobre los principales aspectos que afectan nuestra vida como pueblo, reside fuera del ámbito de autoridad del gobierno local. Es el gobierno de Estados Unidos el que tiene la autoridad real para disponer sobre los asuntos que nos afectan a los puertorriqueños y el que acapara los poderes soberanos que necesitamos para poder construirnos un futuro por nosotros mismos, que responda a los intereses y necesidades particulares de nuestra nación.
Como si ello no bastara, dentro del restricto ámbito de acción y gobierno propio que se nos reconoce bajo el ELA, es muy poco lo logrado en términos establecer estructuras genuinamente participativas mediante las cuales nuestro pueblo pueda establecer su agenda de país. El sistema colonial de representación electoral es inadecuado, excluyente y desproporcional. La discusión pública sobre los temas de verdadera importancia para el país es mínima y superficial. Por norma general, dentro de nuestra clase política quienes no son trágicamente incompetentes son mediocres, quienes no son descaradamente corruptos son aprovechados. En la política partidista puertorriqueña de las últimas décadas, la ausencia de vocación de servicio desinteresado y comprometido con el país es casi absoluta. El proceso político-electoral es uno que no ofrece opciones de cambio al estar encajonado en una inútil alternancia de partidos, que no cumple otro propósito que el de la auto-perpetuación de las mismas cúpulas de poder económico, fundamentalmente reaccionarias y anti-nacionales.
Nuestra política suele ser inocua, un sistema que garantiza el monopolio del gobierno por partidos que nos cautivan con promesas de cambio mediante imágenes de “caras nuevas” maquilladas dentro de los mismos oscuros camerinos. En esa mascarada de democracia isleña, muy poco hemos logrado a los fines de construir una economía que propenda al desarrollo autóctono, en vez de continuar apostando por el crecimiento de una economía dependiente. Todo lo contrario, quienes han administrado el gobierno de Puerto Rico durante las últimas décadas, fomentan cada vez más nuestra dependencia económica y subordinación socio-política, mientras literalmente han hipotecado el futuro de las nuevas generaciones mediante el obsceno despilfarro de los fondos públicos y el exorbitante endeudamiento del país.
Lo que hasta ahora hemos conocido como la democracia puertorriqueña es una construcción resquebrajada que se nos derrumba encima. Los demoledores golpes del desarraigo, la dependencia y el desgobierno la han desmoronado. Vivimos una vorágine que nos ahoga, haciéndonos pensar que no hay posibilidad de encontrar una salida dentro del país. Ante nuestra desesperación, la metrópolis espera que le roguemos por salvación, aún sea a costa de aceptar su renovada toma de control directo sobre la colonia. Por diferentes medios se nos remacha que los puertorriqueños no hemos sido capaces de mínimamente administrar el país. Que el experimento de gobierno propio lo fracasamos, y que ante tal fracaso, debemos asumir autocríticamente las consecuencias de nuestra incompetencia e irresponsabilidad, por lo que solo nos queda la alternativa del regreso a la eficiente directa gestión norteamericana.
Decididamente nuestro pueblo tiene sobradas razones para despreciar esa mentida democracia disfuncional, y a toda la parasitaria clase política que se ha alimentado de ella en perjuicio del país. Pero no por ello podemos ciegamente caer en la trampa de aceptar como única alternativa la imposición de una Junta de Control Imperial. Y es que los problemas y deficiencias de la democracia tan solo pueden arreglarse con mas democracia. La cura para una democracia maniatada, corrompida y anquilosada no es la implantación de medidas anti-democráticas. La cura solo la podemos encontrar en una democracia popular “de a de veras”, completa, abarcadora, inclusiva, transparente y rebosante de vitalidad. Los aliados del poder que tratan de convencernos de que una democracia enferma puede ser salvada mediante la implantación medidas anti-democráticas, nos engañan y solo procuran proteger sus intereses individuales de cara a la crisis.
Es un absurdo pretender resolver los problemas de falta de decencia, capacidad, representatividad y funcionalidad de nuestros pasados gobernantes coloniales, renunciando a nuestro derecho como pueblo a verdaderamente gobernarnos por nosotros mismos. Resulta contradictorio pretender revivir nuestra moribunda democracia rindiendo los pocos espacios de participación que tenemos, en vez de procurar ampliarlos, fortalecerlos, profundizarlos y hacerlos funcionales. Si la meta es construir un gobierno que verdaderamente nos represente y que sea transparente y responsivo, tenemos que procurar alcanzar ese objetivo utilizando medios que sean consistentes con el mismo, no mediante métodos que lo contradigan; pues de otro modo nos estaremos desviando irremediablemente de ese derrotero. No caigamos en esa trampa, porque el valor intrínseco de la democracia como proceso liberador y fuente de empoderamiento y soberanía popular, trasciende los límites matemáticos de cualquier ecuación sobre el balance entre ingresos y gastos del gobierno.
Nada nos obliga a tener que escoger entre nuestros viejos y decadentes caminos o la yunta del imperio; entre necesariamente tener que ser eternamente gobernados por nuestra podrida clase política actual o por la apabullante Junta de Buitres Federal. Este es el momento de plantearnos seriamente la necesidad de identificar rutas alternas para la construcción de un nuevo país que apueste a sí mismo, con soberanía, solidario y verdaderamente democrático, partiendo desde las fortalezas y capacidades internas de nuestro propio pueblo. Si nos lo proponemos con verdadera unidad y sentido de pueblo, el imperio no podrá obligarnos a tragar su medicina amarga, pues sabremos beber el elixir de ambrosía que brota de la emancipadora fuente de nuestra dignidad puertorriqueña.