Memoria de una plaga

Momentos indiferenciados que nos hacen indiferentes
Solitaria muerte dolida tan llena soledad
Mil, diez mil, cien mil… y siguen creciendo
Los muertos fechados e irrepetibles
Que no tuvieron el tiempo de ser llorados.
Al principio creía en la justicia distributiva de las pandemias. Nadie puede emigrar porque todos los lugares están plagados. A cualquiera toca el emperador del reino del dolor dantesco. Pero pronto me di cuenta de que la justicia no es tan distributiva, sino más bien selectiva. Los inmigrantes empobrecidos y sin papeles, temerosos de ser deportados, mueren primero sin recibir cuidados médicos, apiñados en hogares prestados. Negros, hispanos y otras minorías marginadas, con tratamientos pospuestos, mueren en proporción obscenamente mayor. Adultos pobres de edad avanzada, proclives a padecimientos y con la salud comprometida, están en la primera fila de la distribución pavorosa de la muerte.
Las paradojas de la condición humana (condición radicalmente histórica, aunque parezca eterna) brotan en los momentos límites. Lo más primitivo y animal de la especie aflora cuando más civilidad necesitamos: acaparamiento individual de bienes porque todo vale en esta coyuntura; prepotencia y autoritarismo del poder público con la oportunidad idónea para exhibirlo, impidiendo libertades de movimiento irrazonables; críticos inquisitoriales para quienes todo está mal pensado, que gritan e imponen una lógica de la sospecha; y egoísmo a sus anchas porque son tiempos propicios para los instintos. Sí, el papel del ego y lo instintivo es protagónico.
Las paradojas se multiplican. Los incompetentes que nunca debieron haber ocupado las posiciones de liderato que ostentan, quedan a la intemperie. Cuando les tocaba crecerse, se empequeñecieron. Su competencia estaba limitada a los tiempos muertos. Los corruptos y buscones de vocación, como siempre, corren a “brincarle a las oportunidades” (le llaman iniciativa empresarial), y se estrellan porque lo hacen demasiado rápido, lo que levanta sospechas. La banalidad, la ignorancia y la idiotez de tantos, es ajusticiada por las ciencias y sus criterios de evidencia, justo cuando aquellos pensaban que las tenían acorraladas y devaluadas. Ciencia y razón siguen siendo la promesa, a pesar de sus límites infranqueables, y a pesar de sus adversarios incultos.
No está ausente la generosidad solidaria a la distancia ni es escasa la virtud. Trabajadores de la salud brillan con destellos propios, cuando apenas eran recordados como modestos soldados de fila. Empleados de góndolas, obreros de la limpieza, farmacéuticos de la comunidad, médicos de cabecera y tantos otros invisibles que ahora se aplauden con cacerolas. Percibimos en ellos una ética de trabajo que conmueve y que produce esa emoción estética que, a veces, solo buscamos en las artes.
En los momentos límites, todos somos interrogados. La ficción literaria nos lo había enseñado –tan solo recordemos a Saramago en su Ensayo sobre la ceguera; también a Camus en La peste conmovedora– descifrando con su irrealismo la realidad que no conocíamos. El mundo es un caos porque nadie se prepara para la barbarie; porque se habla de Unión Europea mientras Italia y España se quedan solas con sus muertos; porque las autoridades y líderes a cargo tienen que liderar con conocimiento y sabiduría, pero antes tendrían que ser respetables y respetados; es un caos porque no podemos esperar que las cosas se hagan bien durante el desasosiego de las turbulencias, cuando apenas se hacían mediocres durante los tiempos calmados.
¿Cómo llenamos ese hueco temporal que transcurre desde la alborada hasta el crepúsculo? Lamentábamos carecer del tiempo para nuestros proyectos, y ahora el tiempo se experimenta como un inmenso espacio vacío. Pero no nos sobra, porque el tiempo subjetivo sigue siendo una sucesión ininterrumpida de sensaciones, un continuo que se vive con experiencias o sin experiencias (enriquecedoras). Lo vacío no es el tiempo, sino lo que experimentamos cuando existe una ausencia de reflexión sobre los nuevos significados de la nueva cotidianidad. Las emergencias y los tiempos extraordinarios tienen, también, su peculiar cotidianidad.
La plaga descubre y destruye ese mundo económico práctico-utilitario; el mundo del homo economicus, saturado de contradicciones, en fiera lucha por reconciliar la irreductible oposición entre progreso económico y salud responsable. La plaga descubre y destruye la ideología de que la salud no tiene precio; sí que lo tiene, y muy alto, en el capitalismo más burdo que no por accidente le nombran “sistema de precios”. La plaga descubre y destruye las fronteras entre lo público y lo privado, y revela sus incoherencias. El gobierno se piensa autorizado y legitimado a traspasar la esfera privada de los derechos ciudadanos en nombre de lo público; pero, a la vez, filtra la información a la prensa y emula la intransparencia del sector privado. La libre empresa aspira a que se le considere pública en las crisis para las ayudas, y privadas en los momentos prósperos para repartir los beneficios. [Todavía recordamos los bancos comerciales privados y salvados durante la Gran Recesión de 2008.] La plaga descubre la vulnerabilidad humana en la modernidad, tan adaptados a los placeres de la comodidad que nos hace intolerantes ante pequeños irritantes; pero, también, destruye el mito de la imposibilidad de hacer. Son muchos los que, en medio de estos tiempos inéditos, exhiben virtudes olvidadas y fraguan una fuerza de voluntad que no conocían.
Querré rememorar estos instantes dolorosos de muertes y soledades en el futuro incierto; pero querré hacerlo por la vivencia de lo que escribí y no por la memoria de lo que apenas recordaré.